“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

viernes, 30 de diciembre de 2011

Sermones del Padre Ceriani

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO




Y habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió a dos de sus discípulos, y le dijo:¿Eres Tú el que has de venir o esperamos a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y anunciad a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados, y bienaventurado el que no fuere escandalizado en Mí.
Después que se marcharon ellos, comenzó Jesús a hablar a las turbas acerca de Juan. ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿A una caña agitada por el viento? ¿A un hombre vestido de ropas delicadas? Mirad, los que visten ropas delicadas están en las casas de los reyes; pero ¿qué fuisteis a ver? ¿A un Profeta? Aun os digo y más que a un Profeta, porque éste es de quien está escrito: Mira: Yo envío a un ángel mío ante tu rostro, y éste preparará tu camino delante de ti.
Debemos preguntarnos, ¿por qué San Juan Bautista, Profeta y más que Profeta, que había señalado al Señor cuando venía al bautismo, diciendo: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo, envía desde la cárcel a sus discípulos a preguntar: ¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?, como si no supiera quién era al que había él mismo designado y como si no conociese a quien había él mismo proclamado en las profecías, en el bautismo y en la presentación que él mismo hizo.

Algunos piensan que Juan no creyó que había de morir Aquel cuya venida tenía anunciada.
Pero no era esto posible, porque no ignoraba el Bautista esta circunstancia que él mismo había profetizado, cuando dijo He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pues llamándole Cordero publica su muerte, porque había de quitar el pecado mediante su Cruz.
Afirma San Juan desde las orillas del Jordán que Jesús es el Redentor del mundo, y luego, desde la cárcel, manda preguntar si Él mismo vendrá, no porque tuviera dudas de que fuera el Redentor del mundo, sino que envía a sus discípulos a Cristo con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes del Mesías, creyesen en Él y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen.
Mientras Juan estuvo con los suyos, les hablaba continuamente de todo lo relativo al Cristo, esto es, les recomendaba la fe en Jesucristo; y cuando estuvo próximo a la muerte, aumentaba su celo, porque no quería dejar a sus discípulos ni el más insignificante error y ni que estuvieran separados del Mesías, a quien procuró desde el principio llevar a los suyos.
Y si les hubiese dicho: marchaos a Él porque es mejor que yo, ciertamente no los hubiera convencido, porque hubieran creído que lo decía por un sentimiento propio de su humildad y de esta manera se hubiesen adherido más a él.
¿Qué hizo, pues? Espera oír de ellos mismos los milagros que hizo Jesús. No manda a todos, sino solamente a los dos que él creía eran los más a propósito para convencer a los demás, para evitar toda sospecha y para juzgar con los datos positivos la diferencia inmensa entre él y Jesús, a fin de que comprendiesen que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo, y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras.
Jesús, conociendo las intenciones de Juan no dijo: Yo soy, porque esto hubiera sido oponer una nueva dificultad a los que le oían; hubieran pensado lo que dijeron los judíos: Tú das testimonio de Ti mismo por Ti mismo.
Por esa razón los instruye con los milagros y con una doctrina incontestable y muy clara, porque el testimonio de las realidades tiene más fuerza que el de las palabras.
Jesucristo es, pues, el que había de venir… y no debemos esperamos a otro…
Vino; cumplió con su misión; regresó al Padre; y desde allí ha de volver para juzgar a los vivos y a los muertos…

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En este Segundo Domingo de Adviento, contemplemos la Encarnación del Verbo y al mismo Verbo Encarnado.
Consideremos primero el decreto que hizo Dios Nuestro Señor en su eternidad de remediar el linaje humano; ponderando las causas que le movieron a ello, unas de parte de su infinita misericordia, y otras de parte de nuestra miseria.
Habiendo Nuestro Señor creado dos suertes de criaturas a su imagen y semejanza para que le sirviesen y alabasen, es a saber, ángeles y hombres; y habiendo visto que gran parte de los ángeles pecaron y también los hombres, determinó mostrar la terribilidad de su justicia rigurosa en castigar a los ángeles, pero con los hombres quiso mostrar las riquezas de su misericordia infinita, determinándose a redimirlos y sacarlos de las miserias en que habían caído.
Entre las causas que movieron a la divina misericordia para compadecerse de nuestra miseria, una fue porque Adán, con su pecado, no solamente hizo daño a sí mismo, sino también a todos sus descendientes; los cuales habían de nacer pecadores, condenados a muerte y cárcel eterna, incurriendo en estos daños no por su propia voluntad personal, sino por la que tuvieron en su primer padre.
Y como Dios es tan misericordioso, no pudo sufrir su clemencia que toda su obra pereciese sin remedio por culpa de uno, y que todo este mundo visible, que había sido creado para el hombre, quedase frustrado de su fin, sirviendo al pecador; por lo cual se determinó a remediarle.
Otra causa fue porque el hombre pecó siendo tentado e inducido del demonio, parte por envidia que tuvo de su bien, parte por la rabia que tenía contra Dios, deseando vengarse del Criador en la criatura que de Él era tan favorecida y en quien estaba su divina imagen estampada.
Por esto el mismo Dios, movido a compasión, quiso tomar por suya la causa del hombre, determinándose a remediarle, porque su enemigo no quedase para siempre victorioso. Y así, le dijo: Yo pondré enemistad entre ti y la Mujer, y entre tus descendientes y los suyos, y Ella te quebrantará la cabeza, venciendo a quien les venció.

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De este modo, la Santísima Trinidad decretó que la Segunda Persona, que es el Hijo de Dios, se hiciese hombre para redimir al linaje humano.
En efecto, viendo en su eternidad muchos remedios que tenía para remediar a los hombres, no quiso escoger el medio más fácil ni el menos perfecto, ni encargar esta obra a otro, sino que escogió el mejor medio que era posible, determinando que el Hijo de Dios se hiciese hombre para remediar a los hombres.
De suerte que no pudo darnos mejor remediador, ni más poderoso remedio, ni más copiosa redención, queriendo que, donde abundó el delito, abundase infinitamente más la gracia.
En esta obra de la Encarnación pretendió juntamente Dios Nuestro Señor descubrirnos la infinita excelencia de todas las perfecciones y virtudes, empleándolas con la suma perfección que era posible en grandísimo provecho nuestro.
Mostró su infinita Bondad en comunicarse a Sí mismo con la mayor comunicación que podía, dando su ser personal a una naturaleza humana, y emparentando de esta manera con todo el linaje de los hombres.
Mostró su Caridad en unir consigo esta naturaleza con tan estrecha unión, que uno mismo fuese hombre y Dios, para que todos los hombres fuesen una cosa con Dios por unión de amor, dándoles liberalmente y gratuitamente la cosa que más amaba y estimaba, y con ella todas las demás cosas.
Mostró su infinita Misericordia, hermanándola maravillosamente con la justicia, porque no pudo ser mayor misericordia que venir personalmente Dios a remediar nuestras miserias.
Ni pudo ser mayor Justicia que pagar el mismo Dios Humanado nuestra propia deuda, pasando por la pena de muerte que mereció nuestra culpa; ni pudo ser mayor hermandad que aplicar a los demás hombres por misericordia la paga que Dios hombre mereció de justicia.
Mostró su inmensa Sabiduría en inventar la manera de juntar cosas tan distintas como son Dios y hombre, eterno y temporal, impasible y pasible, y en dar traza para desatar el nudo dificilísimo de nuestras culpas, perdonándolas la divina misericordia sin perjuicio de la justicia.
La Omnipotencia mostró en hacer por el hombre lo sumo que podía.
Mostró, finalmente, su Santidad y todas sus virtudes, imprimiéndolas en Dios Humanado para que fuese dechado visible de todas, animándonos con su ejemplo a imitarlas, y ayudándonos con su gracia a procurarlas, sin que haya quien pueda excusarse de ello.

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Debemos ir más lejos, y hemos de elevarnos a considerar la infinita grandeza del don que Dios dio al mundo, que fue su Hijo unigénito.
El amor de Dios no es amor de solas palabras y buenas razones, sino amor de obras, haciendo bien a los que ama; y cuanto más ama, tantos mayores bienes da al amado.
De aquí que, para mostrar la infinita grandeza de su amor, nos dio la cosa más preciosa que podía darnos, que es su mismo Hijo; queriendo se hiciese hombre con nosotros, para que dentro de un hombre morase la plenitud de Dios, de la cual todos participasen.
Por eso, Cristo Nuestro Señor, queriendo engrandecer la grandeza del divino amor, dijo: Así amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, como quien dice: No pudo amarle más que en darle a su Hijo, y no cualquiera, sino el Hijo natural, el unigénito y solo.


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¿Y con qué fin Dios dio al mundo este Hijo unigénito? El Hijo de Dios vino al mundo para salvarlo con una perfectísima salvación, la cual consiste en dos cosas:
La primera, en quitarle todas las cosas que son causa de que perezca y se condene, perdonándole los pecados, librándole de la esclavitud del demonio y de la cárcel eterna del infierno, así como de todas las demás miserias que andan anejas con la culpa y son causa de volver a ella.
La segunda, en darle la vida de la gracia, con todas las virtudes sobrenaturales que la acompañan, y después la vida eterna bienaventurada.
De todo esto se desprende que las causas y motivos de la Encarnación pueden reducirse a tres órdenes, encadenados entre sí: uno de parte de las divinas perfecciones, para manifestarlas; otro de parte de nuestras miserias, para remediarlas, y el tercero de parte de las riquezas sobrenaturales de gracia y gloria, para comunicarlas.
De estas tres cosas hemos de tejer una fortísima cuerda de tres cordeles, con que atarnos fuertemente con el Verbo divino Encarnado, uniéndonos con Él con perfecto amor, pues tantos motivos tenemos para amarle cuantas son las divinas perfecciones que nos descubrió, y las miserias de que nos libró, y las gracias y virtudes que nos mereció.


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Consideremos, finalmente, un punto muy instructivo.


Tres tiempos pudo escoger Dios Nuestro Señor para ejecutar el decreto de su Encarnación:

El primero fue al principio del mundo, luego que Adán pecó.
El segundo, al medio de su duración, que el Profeta Habacuc llama en medio de los años.
El tercero, cerca del fin.
Pero la divina Sabiduría escogió el primer tiempo para prometer este misterio en cuanto remedio del pecado; el segundo, para ejecutarle, y todo lo restante, para recoger los copiosos frutos que de él habían de nacer, ordenándolo así para nuestro bien por las causas que hemos de meditar.

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Luego que Adán y Eva pecaron, quiso Dios revelarles el misterio de su Encarnación en remedio de su pecado y de las penas que por él habían merecido, para mostrar en esto la grandeza de su caridad y misericordia con los hombres.
Esta resplandeció en que, viniendo como juez a tomar cuenta a Adán y Eva de su desobediencia y a declararles la sentencia de muerte en que habían incurrido por ella, juntamente, como Padre misericordioso, les promete, no sólo hacerse hombre por ellos, sino morir por librarles de la muerte.
Por este medio pretendió que, con la fe de este Remediador, no desconfiasen de la divina misericordia ni del perdón de su pecado, sino que luego le procurasen con la penitencia, doliéndose de haber ofendido a quien tanto amor les mostraba.
De suerte que, cuando Dios echaba a nuestros primeros padres y a todos sus descendientes del Paraíso Terrenal, entonces les promete Quien les abriría las puertas del Paraíso Celestial; y cuando les carga de maldiciones por la culpa, les ofrece el Autor de todas las bendiciones celestiales; y cuando están vencidos del demonio, les asegura que nacerá de ellos un Hombre que les librará de su tiranía.
Hemos de ponderar la infinita misericordia de Dios en no dilatar esta promesa de nuestro remedio muchos días, ni aun horas, sino en el mismo día que pecó Adán vino a darle aviso de su yerro y de su remedio, porque desea grandemente que el pecador no se detenga ni un solo día en su pecado, por el grande daño que de ello le resulta, sino que luego se convierta y haga penitencia.

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Digno es de considerar la conveniencia del tiempo que Dios escogió para ejecutar el decreto de su Encarnación, a fin de que campease más su infinita misericordia.
Para esto hemos de mirar el estado en que estaba el mundo cuando Dios vino a remediarle… ¡Cómo había llegado al abismo de las maldades!
Los gentiles habían crecido tanto en las idolatrías, que se hacían adorar como dioses. Los judíos estaban llenos de hipocresía, avaricias, ambiciones y otros innumerables pecados. La tierra toda estaba anegada en un diluvio de inmundicias y carnalidades, alcanzándose, como dice Oseas, una ola de sangre a otra.
Todo esto estaba mirando Dios desde su Cielo, sin que se le encubriese nada; y aunque tanta muchedumbre de pecados le provocaba a grande saña, no fueron parte para que dilatase su determinación.
Antes bien, este Dios misericordiosísimo, cuando había de mostrar más la ira, se acordó de hacernos mayor misericordia, y en lugar de anegar otra vez el mundo con otro diluvio, o abrasarle con fuego, como a Sodoma, quiere anegarle con abundancia de misericordias, y abrasarle con el fuego de su amor, dándole su propio Hijo para que le remedie.
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Finalmente, debemos preguntarnos por qué Nuestro Señor dilató tantos millares de años su venida al mundo.
La primera es para que en este tiempo los hombres, por la experiencia de sus innumerables y gravísimos pecados, conociesen la extrema necesidad que tenían de su Remediador. El cual, como venía del Cielo para médico de nuestras dolencias, aguardó a que creciesen y se manifestasen para que también se manifestase su infinita sabiduría y omnipotencia en curar tan graves enfermedades con tan proporcionados remedios.
Por esta causa, cuando la soberbia creció tanto en el mundo que el hombre quería usurpar la grandeza de Dios, quiso Dios tomar forma de hombre para curar tan abominable soberbia con tan profunda humildad.
Y cuando hervía la codicia de riquezas, honras y regalos, entonces quiere Dios vestirse de pobreza, desprecios y dolores para curar tan encendida codicia de bienes temporales con tan encendido despreció de ellos.
La segunda causa de esta dilación fue porque quiere Nuestro Señor que sus dones, especialmente cuando son muy grandes, sean estimados, pedidos y solicitados con oraciones y gemidos, como lo hicieron todo este tiempo los Padres que estaban en el limbo y los justos que vivían en la tierra.

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En este Santo Tiempo de Adviento, apliquemos todas estas enseñanzas a la Segunda Venida de Jesucristo, a su Parusía, a la cual nos prepara la Santa Iglesia por medio de su Liturgia.
¡Oh Médico Soberano!, gracias te damos por haber venido en tales coyunturas a curar nuestras enfermedades con tan preciosas medicinas. Mira, Señor, que han crecido mucho nuestras llagas; no dilates más el remediarlas, para que se descubra en nosotros la grandeza de tus misericordias.

Como dice San Pablo: todo cuanto fue escrito por Dios en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra; para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.

Sermones del Padre Ceriani

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO







En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y se abatirán las gentes en la tierra, por la confusión del rugido del mar y de las olas; quedando los hombres yertos por el temor y expectación de lo que sobrevendrá a todo el universo; porque las virtudes de los cielos se conmoverán, y entonces verán al Hijo del hombre que vendrá sobre una nube con gran poder y majestad.




Cuando comenzaren, pues, a cumplirse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque cerca está vuestra redención.




Y les dijo una semejanza: Mirad la higuera y todos los árboles: Cuando ya producen de sí el fruto, entendéis que está cerca el estío.




Así también vosotros, cuando viereis hacerse estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios.




En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que todas estas cosas sean hechas. El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.




Comenzamos un nuevo Ciclo o Año Litúrgico. Y la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, nos presenta los acontecimientos postreros. Al prepararnos para conmemorar la Primera Venida de Nuestro Señor Jesucristo, nos hace meditar en la Segunda o Parusía…




En este Primer Domingo de Adviento deseo detenerme solamente a considerar estas palabras del Sermón Escatológico: Cuando comenzaren, pues, a cumplirse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque cerca está vuestra redención.




San Gregorio Magno nos dice que Jesucristo habla para consuelo de sus escogidos. Como diciendo: Cuando las plagas abrumen al mundo, levantad vuestras cabezas, esto es, alegrad vuestros corazones, porque mientras el mundo (de quien en realidad no sois amigos) se acaba, se aproxima vuestra redención, que tanto habéis buscado.




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Termina, pues, Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: cuando veáis que empieza a trastornarse en forma insólita la máquina del mundo, mirad, alzad los ojos y tras ellos los ánimos… Después de la universal conmoción y del juicio, llega el premio indefectible y eterno que Dios os tiene preparado.
Cuando veáis todas estas cosas, sabed que está cerca, a las puertas… ¿Qué cosa? Algo bueno, sin duda: El Reino de Dios.
San Lucas, Evangelista de la misericordia divina, nos ha conservado aquí las palabras de aliento de Jesús a sus Discípulos…




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Contemplemos este magnífico cuadro tal como nos lo pinta San Juan en su Apocalipsis. Iremos contemplando y meditando las escenas apocalípticas que, lejos de inspirar terror, consuela, animan, reconfortan…
Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos y el Soberano de los reyes de la tierra. A Aquel que nos ama, y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para el Dios y Padre suyo, a Él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén. Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo le verá, incluso los que le traspasaron, y por Él harán duelo todas las razas de la tierra. Sí. Amén. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, Aquel que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso.
San Juan describe los títulos de Cristo Mesías, que Viene con las nubes. Esta ratificación fue la presentada a Caifás, y aquí agrega que verán al que han traspasado…
Así lo vemos también en el capítulo 14, 14, a diferencia del 19, 11, donde le veremos montado en el caballo blanco para el juicio de las naciones.
Es magnífica la definición que el Salvador da de sí mismo en el versículo 8°: Yo soy el alfa y la omega. Algunos manuscritos agregan: El Principio y el Fin; y es porque después de Cristo no habrá otro; Él es el mismo, ayer, hoy y por siempre, como dice San Pablo…, el que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso…
La denominación de Cristo Pantocrátor
se vulgarizó como apelativo de Cristo en la Iglesia Oriental; y significa El que todo la manda, El Omnipotente.
San Juan designa a Cristo con tres palabras griegas intraducibles exactamente en castellano (un verbo y dos participios activos sustantivados) y que designan:


su Divinidad = “Aquel que es” (el Siendo).
su Humanidad = “que era” (el Era).
su futura Venida = “que viene” (el Viniéndose).




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Ahora bien, el Pantocrátor hace escribir a la Iglesia de Filadelfia:
Por cuanto has guardado la palabra de la paciencia mía también, Yo también te guardaré de la hora de la prueba, esa hora que ha de venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra.
Vengo pronto; guarda con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona.
Del vencedor haré una columna en el templo de mi Dios, del cual no saldrá jamás; y sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la Ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo.
Por cuanto has guardado la palabra de la paciencia mía, es decir, mi consigna de paciencia, la paciente esperanza en la venida de Cristo… Este versículo abre las perspectivas de la vasta persecución de las dos Bestias de que trata el capítulo 13 del Apocalipsis.
Según Monseñor Straubinger, este período es semejante al nuestro y a él se refieren las grandes promesas hechas a los que guardan la Palabra de Dios en medio del olvido general de ella.
Vengo pronto, la palabra que abre y cierra el Apocalipsis.
Guarda firmemente lo que tienes para que nadie te arrebate la corona… Mantén lo que tienes, otra vez, al igual que a las Iglesias de Tiatira y Sardes, la consigna del Tradicionalismo. No es tiempo ya de progreso, cambio o evolución… pero tampoco de diálogos ni fornicación con los poderes de la tierra, sean políticos o religiosos, porque son terrenales, precisamente.




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Después de esto tuve una visión. Vi un trono erigido en el cielo, y Uno sentado en el trono. El que estaba sentado era de aspecto semejante al jaspe y al sardónico; y un arco iris alrededor del trono, de aspecto semejante a la esmeralda.
Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos, a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas.
Del trono salían relámpagos, voces y truenos; delante del trono había siete lámparas de fuego encendidas, que son los siete Espíritus de Dios.
Delante del trono como un mar de vidrio, semejante al cristal.
En medio del trono, y en torno al trono, cuatro Vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer Viviente era semejante a un león; el segundo Viviente, semejante a un becerro; el tercer Viviente con rostro como de hombre; el cuarto viviente semejante a un águila que vuela.
Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: “Santo, Santo, Santo, el Señor Dios, el Todopoderoso, Aquel que era, y que es y que viene”.
Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y deponen sus coronas delante del trono diciendo: “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad tuvieron ser y fueron creadas.”
Esta visión se abre con lo que llamaban los judíos “La gloria de Dios”, o sea el Trono de la Deidad, rodeado de símbolos mayestáticos.


Esta visión permanece como trasfondo durante todo el curso de la Profecía, marcando su carácter: son los sucesos del mundo a la luz del gobierno divino. Y es de este modo que nosotros debemos consideran todo lo que acontece en el mundo, especialmente las postrimerías.




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Después del majestuoso escenario, San Juan pone en dramático movimiento su visión, y el León triunfante de la tribu de Judá abrirá el Libro sellado:
Entonces vi, de pie, en medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancianos, un Cordero como degollado; tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios, enviados en misión por toda la tierra. Y se acercó y tomó el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono.
El Libro contiene los planes de Dios sobre el mundo. El Ángel que tantas veces intervendrá es el espíritu de profecía.


El Cordero y el Libro Sellado significan el dominio profetal de Cristo sobre los acontecimientos históricos, y su triunfo y Reino final.


San Juan describe a continuación la ceremonia de adoración:


Cuando hubo tomado el libro, los cuatro Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron delante del Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo diciendo: “Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste inmolado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinarán sobre la tierra.” Y en la visión oí la voz de una multitud de Ángeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Su número era miríadas de miríadas y millares de millares, y decían con fuerte voz: “Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.” Y toda criatura, del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos, oí que respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y el imperio por los siglos de los siglos.” Y los cuatro Vivientes decían: “Amén”; y los Ancianos se postraron para adorar.




Con esta ceremonia latréutica, inaugura San Juan la lectura del Libro, la Revelación. El Apocalipsis.
Un cántico nuevo… ¡Y tan nuevo!, como que celebra no ya solamente la obra de la Redención, sino también la plena glorificación del Redentor en la tierra, vanamente esperada desde que Él retornó al seno del Padre.
El Cordero abre los Sellos, y revela el futuro. Los Siete Sellos significan la ascensión de la Iglesia desde los Apóstoles, y su brusca caída en los tiempos parusíacos. Ellos representan la Iglesia Escatológica, explicada por sus causas próximas, que son la Institución, la Propagación, la Crisis, la Persecución y el Desenlace.



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El Sexto Sello es la Parusía comenzada. Es el Advenimiento:




Y vi cuando abrió el sexto sello, y se produjo un gran terremoto; y el sol se puso negro como un saco de crin, y la luna entera se puso como sangre, y las estrellas del cielo cayeron a la tierra, como la higuera suelta sus brevas al ser sacudida por un viento fuerte; y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve, y todas las montañas y las islas fueron removidas de sus lugares; y los reyes de la tierra y los magnates y los jefes militares y los ricos y los fuertes y todo esclavo o libre se ocultaron en las cuevas y en los peñascos de las montañas. Y decían a las montañas y los peñascos: “Caed sobre nosotros y ocultadnos de la faz de Aquel que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el Gran Día de la ira de ellos y ¿quién podrá estar en pie?”




Todos los Profetas, incluyendo al máximo de ellos, Nuestro Señor Jesucristo, usan esa simbología meteorológica para designar la Parusía.
El sol ennegrecido significa la doctrina ofuscada por la herejía y la apostasía. La luna sangrienta son las falsas doctrinas. Las estrellas del cielo designan los doctores de la Iglesia, muchos de los cuales aquí caen. Los montes e ínsulas son los reinos y naciones sacudidos y desplazados.
Nada impide que esas señales se den también literalmente en el fin del mundo.
Añádase a esto el término técnico de la Escritura el Día Magno del Señor, usado muchas veces por los Profetas para significar la Parusía; no menos que la expresión la ira de Dios.


San Juan recapitula, interpone dos visiones celestes de consuelo (signación de los elegidos y el silencio de media hora), y cuando retoma el séptimo sello es para abrirlo en la nueva visión de las Siete Trompetas.
Las Siete Tubas representan el curso de las cosas temporales y las mutaciones de la historia humana: son como siete grandes catástrofes que determinan cada una un nuevo evo, una época nueva en la historia. Y esas catástrofes son de índole religiosa: son grandes herejías.




La tierra existe por causa de los justos: la verdadera historia es la historia de la Iglesia. Por eso, las mutaciones grandes de la historia humana vienen por causa de las herejías; porque son las ideas las que gobiernan los sucesos; y las ideas más hondas, o la raíz de todas nuestras ideas, son las afirmaciones religiosas, las creencias. Las herejías cambian las creencias.
Toda la historia del mundo se desenvuelve en función de Cristo. Después de su Primera Venida, todo gira en torno de su Iglesia y de su Segunda Venida.
Las Tubas significan, pues, siete grandes hitos heréticos con todas sus calamidades y matanzas, que terminan en la última, el Anticristo.




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Luego de la sexta trompeta, hay una interrupción y San Juan asiste al anuncio del término de la presente dispensación y el comienzo de la consumación, del cumplimiento de los anuncios escatológicos:
Entonces el Ángel que yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra, alzó su mano derecha hacia el cielo, y juró por Aquel que vive por los siglos de los siglos que ya no habrá más tiempo, sino que en los días de la voz del séptimo Ángel, cuando él vaya a tocar la trompeta, el misterio de Dios quedará consumado según la buena nueva que Él anunció a sus siervos los profetas.
El misterio de Dios es la Parusía, el último Trueno. El tiempo mortal ha de tener fin así como tuvo principio.
El misterio de Dios quedará consumado; el momento de la consumación será marcado por la séptima trompeta, que introduce todo el período final.
Este período verá el advenimiento efectivo y reconocido de la soberanía divina. Satanás y sus agentes serán destruidos.


Plan grandioso llamado, en razón de su carácter secreto, el misterio de Dios.
El plan divino comporta la unificación de todas las cosas bajo el Cristo que las reúne; es la recapitulación.
El término de la historia será una catástrofe, pero el objetivo divino de la historia será alcanzado en una metahistoria, que no será una nueva creación, sino una transposición; pues “nuevos cielos y nueva tierra”significa renovadas todas las cosas de acuerdo a su prístino patrón divino.
El mundo va a una catástrofe intrahistórica que condiciona un triunfo extrahistórico; o sea una transposición de la vida del mundo en un trasmundo, y del tiempo en un supertiempo; en el cual nuestras vidas van a ser transfiguradas por entero.


No hay más tiempo… Es, en suma, el final de un ciclo humano, y el comienzo de otro, tras el cual no hay más ciclos, es el Reino de mil años… Y su Reino no tendrá fin…




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Tocó la trompeta el séptimo Ángel. Entonces sonaron en el cielo fuertes voces que decían: “El imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos.”Y los veinticuatro Ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios, se postraron rostro en tierra y adoraron a Dios diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era, porque has asumido tu inmenso poder y has empezado a reinar. Las naciones se habían encolerizado; pero ha llegado tu cólera y el tiempo de que los muertos sean juzgados, el tiempo de dar la recompensa a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu Nombre, pequeños y grandes, y de destruir a los que destruyeron la tierra.”


Después que suena la Trompeta sigue la descripción de la Parusía vista desde el Cielo: como triunfo de Dios sobre el mal, más que como catástrofe de la tierra.
El Profeta llama aquí a Cristo Aquel que es y que era, y no ya El que viene, puesto que aquí es ya venido: el Pantocrátor o Todopoderoso, Jesucristo, cuya divinidad San Juan no se cansa de enunciar, y nosotros no debemos dejar de glorificar y adorar.




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Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; la cual, hallándose encinta, gritaba con dolores de parto y en las angustias del alumbramiento.
La Visión de la Gloriosa Parturienta pertenece a la Séptima Trompeta. El Hijo Varón, levantado al Trono de Dios, es sin duda Jesucristo; y por cierto, no el Cristo del Calvario, sino el de la Parusía, que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro.
La Visión designa, indudablemente, los tiempos parusíacos: la cifra típica de 1260 días, 42 meses, 3 años y medio, tanto en San Juan repetidamente, como en Daniel, marca el período del Anticristo.




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Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poderío y el reinado de nuestro Dios y el imperio de su Cristo, porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos. Por eso, regocijaos, oh cielos, y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo”.
Se trata de la Parusía: la lucha misteriosa de los últimos tiempos, a la cual alude San Luis María Grignon de Montfort en su Tratado de la Verdadera Devoción.
El Acusador redobla su poder en la tierra y en el mar, o sea en el mundo mundano; porque le queda poco tiempo.




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Después de la visión de las dos Bestias, la del mar y la de la tierra, el poder político y el poder religioso a su servicio, San Juan contempla una portentosa señal:




Luego vi en el cielo otra señal grande y sorprendente: siete Ángeles, que llevaban siete plagas, las postreras, porque en ellas se consuma el furor de Dios. Y vi también como un mar de cristal mezclado con fuego, y a los que habían triunfado de la Bestia y de su imagen y de la cifra de su nombre, de pie sobre el mar de cristal, llevando las cítaras de Dios. Y cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios.”
En el cántico del Cordero señalan los expositores un verdadero mosaico bíblico, inspirado en los Salmos, los Profetas y los libros históricos del Antiguo Testamento.
Comenta Monseñor Straubinger que el Apocalipsis tiene, en sus 404 versículos, 518 citas del Antiguo Testamento, y que llama la atención de los comentadores el hecho de que, no obstante la coincidencia de la escatología apocalíptica con la del Evangelio y las Epístolas, y haber escrito San Juan 30 años más tarde, no haya referencia expresa al Nuevo Testamento, ni a las instituciones eclesiásticas nacidas de él, ni a los diáconos, presbíteros u obispos de la Iglesia. Esto confirma, sin duda, su carácter estrictamente escatológico.




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Finalmente, San Juan asiste a la venida del Reyes de reyes en persona y contempla su triunfo, anunciado desde las primeras páginas del Libro Sagrado:


Entonces vi el cielo abierto, y he aquí un caballo blanco: el que lo monta es el que se llama Fiel yVeraz; que juzga y combate con justicia. Sus ojos son llama de fuego; sobre su cabeza lleva muchas diademas; lleva escrito un nombre que nadie conoce sino sólo él mismo; viste un manto empapado en sangre, y su nombre es: el Verbo de Dios. Y los ejércitos del cielo, vestidos de finísimo lino blanco y puro, le siguen sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a las naciones; él las regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera de Dios, el Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de Señores.


Fiel y veraz, el mismo Jesucristo, representación y poderío de Cristo Rey.
Cristo, Juez del mundo, vendrá como Rey a derrotar a sus enemigos. Su triunfo va a manifestarse ante todo contra el Anticristo, tal como nos lo anunciara San Pablo en el capítulo segundo de su segunda Carta a los Tesalonicenses.


La batalla final es el advenimiento triunfante de Jesucristo para juzgar al mundo, y representa la resolución definitiva de la secular lucha del Bien y del Mal en este mundo.




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Por lo tanto: Cuando comenzaren, pues, a cumplirse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque cerca está vuestra redención.

jueves, 1 de diciembre de 2011

SERMONES DEL PADRE CERIANI




VIGESIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Por tanto, cuando viereis que la abominación de la desolación, que fue dicha por el profeta Daniel, está en el lugar santo, el que lee entienda. Entonces los que estén en la Judea, huyan a los montes. Y el que en el tejado, no descienda a tomar alguna cosa de su casa. Y el que en el campo, no vuelva a tomar su túnica. ¡Mas ay de las preñadas y de las que crían en aquellos días! Rogad, pues, que vuestra huida no suceda en invierno o en sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no fue desde el principio del mundo hasta ahora ni será. Y si no fuesen abreviados aquellos días, ninguna carne sería salva; mas por los escogidos aquellos días serían abreviados.
Entonces si alguno os dijere: Mirad, el Cristo está aquí o allí, no lo creáis. Porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y darán grandes señales y prodigios, de modo que, si puede ser, caigan en error aun los escogidos. Ved que os lo he dicho de antemano. Por lo cual si os dijeren: He aquí que está en el desierto, no salgáis; mirad que está en lo más retirado de la casa, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente, y se deja ver hasta el Occidente, así será también la venida del Hijo del hombre. Donde quiera que estuviese el cuerpo, allí se juntarán también las águilas.
Y luego después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las estrellas caerán del cielo y las virtudes del cielo serán conmovidas:
Y entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces plañirán todas las tribus de la tierra.
Y verán al Hijo del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad.
Y enviará sus ángeles con trompetas y con grande voz: y allegarán sus escogidos de los cuatro vientos, desde lo sumo de los cielos hasta los términos de ellos.
Aprended de la higuera una comparación: cuando sus ramos están ya tiernos, y las hojas han brotado, sabéis que está cerca el estío: pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas.
En verdad os digo, que no pasará esta generación, que no sucedan todas estas cosas: el cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.



Por caer tan tardíamente este año la Pascua, los Domingos después de Pentecostés se ven reducidos a veintitrés; pero como siempre el postrimero ha de ser el Vigesimocuarto, los textos de la Misa de hoy se toman de este último, y la Misa del Vigesimotercero ha sido anticipada el día de ayer.
Después del episodio del óbolo de la viuda, y saliendo ya del Templo para no volver más a él, los discípulos dirigen al Señor unas palabras para llamar su atención sobre la magnífica mole del templo herodiano. Jesús contesta afirmando solemnemente la destrucción de aquella maravillosa obra.
Fíjase la respuesta del Maestro en la mente de los discípulos; atraviesan todos la ciudad y el torrente Cedrón, ascienden por la ladera del Monte de los Olivos, camino de Betania, cuando al llegar a un punto en que se domina la ciudad y el Templo, siéntase Jesús, mientras sus discípulos aprovechan la oportunidad para escudriñar su pensamiento sobre la gran catástrofe que ha anunciado.

Entonces es cuando Jesús pronuncia el importantísimo Discurso o Sermón que vamos a comentar, el último de su vida, y que porque contiene la última palabra o la predicción de los últimos hechos, se llamaescatológico.
Jesús pronunció en este Discurso una serie de oráculos relativos a la destrucción de la ciudad y del Templo de Jerusalén, a su segundo advenimiento y al fin del mundo; pero dejó en la penumbra la relación concreta entre los signos precursores y el hecho que deberán anunciar.
Una parte del contenido de este Discurso está oculta aún en los arcanos de la ciencia de Dios: no quiso revelárnoslo por su Hijo, para que también nosotros estemos en continua vigilancia; sólo quiso levantar el Señor una punta del velo que oculta los grandes acontecimientos de los últimos días de la humana historia.
Pero la parte de los vaticinios que se ha cumplido ya fidelísimamente, es garantía de que se cumplirán también los demás, con la fidelidad con que responden los hechos a la palabra de Dios: el cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán…


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El significado primero de Parusía es presencia, en contraposición de ausencia. De este significado se deriva el de presencia del que viene, venida, vuelta.
En los Papiros, desde el siglo III antes de Cristo, expresa un término técnico para designar la llegada de un Rey o Emperador a una ciudad con su recibimiento triunfal.
Este sentido último es el que estaba en uso en tiempo de Jesucristo y del Cristianismo naciente y nada tiene de extraño que los primeros cristianos se sirvieran de esta palabra como de la más indicada para designar la Segunda y Última Venida de Cristo, en poder y majestad.

Los Apóstoles no creían que la manifestación gloriosa de Cristo tendría lugar como el acto final de la historia del mundo.
Por eso, su pregunta versa directa y principalmente sobre la manifestación gloriosa de Cristo, en la que pensaban se originaría una profunda renovación religiosa y un comienzo de nuevos tiempos…
La respuesta de Jesús a la pregunta de los Apóstoles constituye el gran Discurso o Sermón escatológico.
La idea central es la misma que la parte principal de la pregunta: La Parusía.
En torno a ella gira todo el Discurso, que no viene a ser otra cosa que una historia del Reino de Dios en la tierra hasta la Parusía de Cristo Nuestro Señor, para su congregación definitiva y la entrega al Padre.

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A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre seguirá la magnificencia de su Parusía.
En medio del universal terror y expectación, verán al Hijo del hombre, que vendrá en las nubes del cielo con grande poder y majestad y gloria. Es ello una alusión a la profecía de Daniel: Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.

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Y entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces plañirán todas las tribus de la tierra. Y verán al Hijo del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad.
La descripción de la Venida del Hijo del hombre, es igual en los tres Evangelistas. Nuestro Señor Jesucristo vendrá sobre las nubes, como Dios, Rey y Señor del Universo; con gran poder y majestad; no como en su vida mortal.
San Mateo nos ha conservado en esta parte referente a la Manifestación gloriosa del Hijo del hombre, dos rasgos propios: La aparición de la señal del Hijo del hombre en el cielo y la compunción de las tribus de la tierra.
Mucho han discutido los intérpretes sobre qué será y a qué se referirá la señal del Hijo del hombre en el cielo.
Aparecerá la Santa Cruz, señal de Cristo por antonomasia, instrumento de la redención, que así será glorificada para gozo de los justos y terror de los réprobos, apareciendo luminosa en las regiones superiores, substituyendo su luz a la de los astros en tinieblas.


La común opinión de los Padres de la Iglesia creyó siempre que esta señal de Cristo es la Cruz, que vendrá en el aire precediéndolo, porque es su estandarte, el símbolo de su victoria: Vexilla regis prodeunt, fulget crucis mysterium…
La Iglesia hace suya esta interpretación, que tiene en su favor el gran peso de la Tradición, en la fiesta de la Invención de la Santa Cruz.
La Liturgia canta en el Oficio de la Santa Cruz: Hoc signum Crucis erit in cælo, cum Dominus ad judicandum venerit… Este signo de la Cruz estará en el cielo, cuando el Señor venga para juzgar…

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En estas palabras del Señor se encierra una manifiesta alusión al signum de cælo a que Escribas, Fariseos y Saduceos apelaban en son de triunfo e imposición durante la vida pública del Maestro: Se acercaron los fariseos y saduceos y, para ponerle a prueba, le pidieron que les mostrase una señal del cielo. (Mt 12, 38-42; 16, 1-2; 16, 4; Mc 8, 11-12; Lc 11, 16; 11, 29-32).

No deja de ser verosímil que para mayor confusión de los enemigos de Cristo, se convierta ésta en la señal del cielo por ellos exigida.
Jesús no había de someterse a sus ridículas pretensiones. Era El Hijo del hombre, El Siervo de Yahvé, cuya misión y modo de llevarla a cabo estaba profetizado en el Antiguo Testamento. Sus milagros no habían de ser otros que los vaticinados o figurados en la Ley y los Profetas.
Dios ha escogido un plan divino de libertad y de mérito en que es necesario el homenaje del hombre a la Fe.
Llegará empero un día en que, puesto por el Padre fin a la obra de la Redención, aparecerá Cristo en el cielo, ya no como humilde Siervo de Yahvé, cuya misión habrá terminado, sino como Dios; como quien ha sido constituido por el Padre, en premio a su humillación redentora, Señor del Universo y Juez Supremo del mundo, ante cuyo acatamiento han de doblar la rodilla el cielo, la tierra y los infiernos, y toda lengua ha de confesarle por Rey, Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Al verle aparecer con tal poder y majestad imponente, se compungirán todas las tribus de la tierra.
Es el Señor que, recibido su Reino, viene a pedir cuentas a sus súbditos.

Quienes principalmente se verán confundidos, serán sus enemigos: los que le odiaban y no quisieron que reinara sobre ellos; los que al prometerles la señal del cielo tuvieron su profecía por blasfema bravata, digna de muerte.

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Descrita en los versículos anteriores la Parusía del Hijo del hombre, pasa San Mateo a describirnos la finalidad de la Segunda Venida de Cristo: La reunión de los elegidos o La congregación del Reino de Dios, que manifiesta claramente la divina Realeza del Hijo del hombre.
Aparece rodeado de su corte, sus ministros, los Ángeles; a quienes envía a congregar a sus elegidos, los hijos del Reino, a toque de trompeta de clamoroso y penetrante sonido.

Este detalle de la trompeta es una imagen que debe su origen a la costumbre de convocar a reunión a son de tubas; y es aptísima para este lugar, puesto que trae a la memoria la gran congregación figurativa del pueblo de Israel; la convocación militar para las batallas; y la majestad de Dios, aparecida en el Sinaí.
La reunión del último día será la más solemne de cuantas jamás han existido, en la que aparecerá la majestad divina a convocar a los justos para el eterno jubileo, decretando a la vez el castigo sin fin de los malvados.
La trompeta se dice que será de sonido estruendoso, porque ha de convocar a todos los elegidos, aun a aquellos que duermen el sueño de la muerte.

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… Del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas.

¿A qué se refiere el Señor cuando dice todo esto? ¿Qué es lo que estará entonces cerca, a las puertas?
Obviamente, parece que ha de ser todo lo profetizado anteriormente, y lo cercano es el fin, la Venida del Hijo del hombre, su Parusía, y el Reino de Dios, como lo indica San Lucas.

Así lo entendieron generalmente los Santos Padres y Comentaristas antiguos.
La expresión Reino de Dios, que trae San Lucas, ha de entenderse aquí en su fase definitiva, es decir, la congregación de los elegidos, finalidad de la Parusía.
Si se tratase de la dilatación del Reino de Dios, ¿a qué vendría el decir el Reino de Dios estará cerca, cuando el mismo San Lucas había dicho ya que el Reino de Dios había llegado y se anunciaba ya como presente desde la predicación del Bautista?

No hay que perder nunca de vista que el tema principal del Discurso escatológico, alrededor del cual gira todo él, es la Parusía en sus relaciones con el Reino de Dios.
No se trata de dos temas independientes y de parecido valor, la ruina de Jerusalén y el fin del mundo, sino de uno central solamente.
Terminado propiamente el Discurso, el Señor parece como volver sobre sus pasos a dar una respuesta a las preguntas de los Apóstoles, no en lo que pudieran tener de ambición o curiosidad, sino en lo que tienen de útil para regular su conducta y la de los futuros fieles, en espera de la Parusía de su Maestro.
Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, sabed que está cerca, a las puertas…

¿Qué cosa?
Algo bueno, sin duda…
La Parusía, el Reino de Dios de que nos habla San Lucas, la congregación de los elegidos…

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Del análisis exegético del Sermón escatológico se deduce, pues, que la idea central, que late en todo él, el tema principal, que se va desarrollando en todas sus partes, es el del Reino de Dios.

Si se considera detenidamente la pregunta de los Apóstoles, que origina este discurso, y sobre todo si se la examina a la luz de la respuesta del Señor, se verá que el Reino de Dios es su tema central.
Claro está que el Reino de Dios en la mente de los Apóstoles no tenía su verdadera significación. Imbuidos de falsas ideas mesiánicas, soñaban con una manifestación gloriosa de Cristo, que daría comienzo al Reino de Dios, consistente en un nuevo e inusitado esplendor de la Antigua Teocracia.
Pero allí está el Maestro, que todo lo sabe, para poner las cosas en su punto.
De este modo, vemos cómo la misma Parusía se subordina al Reino de Dios, pues tendrá como fin su congregación definitiva.
El Discurso escatológico no viene a ser sino una página, la más sintética y grandiosa, del Evangelio del Reino: la historia del Reino de Dios vista y expuesta proféticamente.


Los Apóstoles parecían soñar con una gloriosa restauración de la Antigua Teocracia, y el Señor les expone la cruda realidad de este punto: impenitentes y rebeldes a la última gracia, las autoridades y la mayoría del Pueblo, la Antigua Teocracia, vacía ya de sentido desde la Muerte y Resurrección de Cristo, se derrumbaría irremisiblemente.
La Parusía de Cristo no tiene otro fin que la reunión de los elegidos: El Reino Eterno de Dios, para entregarlo en manos del Padre a fin de que sea Él todo en todos.

El Maestro, que ha ido desvaneciendo a través del Discurso las vanas ilusiones de sus Apóstoles respecto de su misión y de los destinos gloriosos del pueblo judío, poniendo ante sus ojos el panorama de la realidad dolorosa de la lucha del Reino de Dios en la tierra, iluminado, es verdad, con el triunfo rotundo de la Parusía, explica por último la intima relación que media entre ambos extremos, respondiendo a las preguntas de sus Discípulos, tomadas en su sentido real y verdadero.
La Parusía (parte gloriosa del Reino) no tendrá otra señal que el cumplimiento de todo lo predicho: el triunfo en medio del sufrimiento, la consumación de la Obra de la Redención en lucha sin cuartel contra los violentos ataques del Enemigo, la victoria de la Cruz…

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El Reino es el plan divino sobre el hombre. El enemigo tendrá fuerza, sí, para oponerse al Reino. Le declarará guerra sin cuartel; procurará sofocarle en su nacimiento, extinguirle, anonadarle, desnaturalizarle o mitificarle…, pero todos sus conatos serán inútiles.
El Señor se ha propuesto derrotarle con sus propias armas; y Satanás está condenado a ir viendo, en lo que creía su triunfo, una contribución al triunfo del Reino y a su irremisible derrota.
Así ha de ser en efecto; porque ¿qué podrán todos los asaltos de Satán contra los designios del Omnipotente? ¿Podría, acaso toda su descendencia hacer desaparecer el cielo y la tierra? Pues mucho más estable es el Reino de la Mujer y de su Descendencia… Enemistades pondré entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su descendencia…

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En definitiva, el Sermón escatológico ha de ser considerado como el más grandioso y trascendental Discurso del Reino de Dios.

En él se nos describe toda la obra de la Redención: la historia, a rasgos proféticos, del Reino de Dios en el mundo, desde el anuncio del combate en el Génesis, hasta el punto inicial de su existencia ultraterrena, definitiva y eterna.
El Reino de Dios no puede tener otras señales de su consumación que las que indican el cumplimiento de la obra redentora.
El mundo mismo no tiene otro objeto que servir al plan divino de la comunicación de la Vida sobrenatural.

Cuando este Plan llegue a su cumplimiento, el mundo dejará de existir.

¿Cuándo precisamente llegará a su cumplimiento? Sólo Dios lo sabe.
Del Plan divino no se nos ha concedido saber sino lo que toca a nuestro aprovechamiento: la libre colaboración u aposición, y el triunfo seguro, para que el último día seamos inexcusables…

Y entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo… Y verán al Hijo del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad.