“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

jueves, 31 de mayo de 2012

Libros Selectos

"Las Maravillas de la Gracia Divina"
Matthias Joseph Scheeben
(PARTE I)
LIBRO PRIMERO
"LA ESENCIA DE LA GRACIA"

Capítulo I:
Del lamentable desprecio que los hombres hacen de la gracia

La gracia de Dios -objeto de este libro- es un destello de la bondad divina que, viniendo del cielo al alma, la llena, hasta sus profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios; se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y recibe en herencia el reino de su felicidad eterna.
Estas palabras, cada una de las cuales anuncia una nueva maravilla, exceden con mucho el alcance de nuestra razón. Ni podemos extrañarnos de no podernos formar una idea acerca de estos bienes, siendo así que los mismos ángeles, aun poseyéndolos, apenas pueden apreciar su valor. Fijas sus miradas en el trono de la misericordia divina, no pueden hacer otra cosa que adorar con el más profundo respeto, si es que no se asombran otro tanto al considerar nuestra locura, al ver que tan poco estimamos la gracia de Dios y somos tan negligentes para procurarla, como fáciles para rechazarla. Lloran nuestro infortunio cuando por el pecado perdemos esta dignidad celeste a la que Dios nos había elevado. Estábamos sobre los ángeles y ahora nos encontramos en el fondo del abismo, entre las bestias y los demonios. ¡Cómo estaremos de endurecidos, insensatos, que apenas lo sentimos!

Enseña el Ángel de la Escuela que el mundo entero, con todo lo que contiene, a los ojos divinos tiene menos valor que un solo hombre en estado de gracia[1]. San Agustín va más lejos y afirma que el cielo y todos los coros de ángeles no pueden comparársele[2]. El hombre debiera estar más reconocido a Dios por la menor gracia que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos celestiales. ¿Cómo no ha de aventajar entonces la gracia a todos los bienes de la tierra?

A pesar de todo, se le prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea, ¡sacrilegio horrendo!, con los más abominables; se juega con ella, se burla de ella.
No se avergüenzan los hombres de sacrificar a la ligera esta plenitud de bienes que Dios nos ofrece a una consigo mismo, ¡y todo por no tenerse que privar de· una· mirada impura! Más insensatos que Esaú, venden su herencia por el miserable goce de un instante. ¡Y eso que sobrepujaba en valor a todo el mundo!
“Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo”[3].

¿Quién sería tan temerario e insensato que, para procurarse un breve deleite, hiciera desaparecer el sol del mundo, y decretara la caída de las estrellas e introdujera la confusión en todos los elementos? ¿Quién osaría sacrificar todo el mundo a un capricho, a una codicia? ¿Qué supone la pérdida del mundo en comparación de la pérdida de la gracia? ¡Y pensar que esto se lleva a cabo con tanta facilidad y frecuencia! Tal hecho acontece, no digo a diario, sino a cada instante y en muchísimos hombres. ¿Cuántos son los que se esfuerzan por impedirlo sea en sí mismos, sea en otros? ¿Cuántos los que se entristecen y lloran por ello?
Nos estremecemos cuando se oscurece el sol por un instante, cuando un terremoto devasta una ciudad, cuando una epidemia siega a hombres y animales. Sin embargo se da algo mucho más terrible y más triste, que se repite a diario sin que nos conmovamos: el que tantos hombres pierdan de continuo la gracia de Dios y desprecien las ocasiones más favorables de procurarla y acrecentarla.

Temblaba Elías ante la conmoción de la montaña[4]; el profeta Jeremías estaba inconsolable en vista de la destrucción de la ciudad santa; el derrumbe del bienestar de Job sumergió a sus amigos, durante siete días, en un dolor mudo. ¡Lloremos nuestra desdicha! Nunca será suficientemente intenso nuestro duelo, si hemos llegado a destruir en nuestra alma el paraíso de la gracia. Pues en tal caso, perdemos el reflejo de la naturaleza divina; nos privamos de la reina de las virtudes, la caridad, con todos los efectos sobrenaturales; arrojamos de nosotros los dones del Espíritu Santo y al mismo huésped celestial; rechazamos· nuestra filiación divina, las ventajas de la amistad de Dios, el derecho a su herencia, el fruto de los sacramentos y de nuestros méritos; en una palabra, desechamos a Dios, el cielo, la gracia con todos sus tesoros.
El alma que pierde la gracia puede aplicarse a sí propia la lamentación de Jeremías sobre Jerusalén: “¿Cómo el Señor, en su cólera, ha cubierto de una nube a la hija de Sión? Ha precipitado del cielo sobre la tierra la magnificencia de Israel; en el día de su cólera no se acordó del escabel de sus pies. El Señor ha destruido sin piedad la morada espléndida de Jacob”[5]. ¿Dónde encontrar a quien reflexione en su infortunio, al que se lamente, al que se ponga en guardia contra nuevos pecados? “Toda la tierra fue cubierta de destrucción, porque no se encontró una persona que se inquietara[6].

Salta a la vista que amamos poco nuestra verdadera dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros que nos ofrece. Obramos como aquellos Israelitas a los que Dios quería sacar de la esclavitud de Egipto y del árido desierto, para llevarlos a un país en el que fluían leche y miel. Despreciaron este don inmerecido; desdeñaron hasta la mano que Dios les tendía en el camino, le volvieron las espaldas y ansiaron nuevamente “las ollas de carne de Egipto”[7]. La tierra de promisión era una imagen del cielo, prometido por Dios a sus elegidos; el maná significaba la gracia de que debemos alimentamos y tomar fuerzas en el camino de la patria celestial. Si ya entonces “levantó Dios su mano vengadora contra los que despreciaban un país tan bello, tan apetecible, y los hizo perecer en el desierto”[8], ¿cuál será el precio que deberemos pagar nosotros por haber despreciado el cielo y la gracia?

Causa de este deplorable menosprecio es que nuestros sentidos nos dan una idea demasiado alta de los bienes perecederos, y nuestro conocimiento de los bienes eternos es sobrado superficial. Consideremos con más atención estos dos extremos y procuremos reparar nuestro error. El aprecio de los bienes celestiales aumentará en nosotros en la misma medida en que baje el aprecio de los bienes terrenos[9]. Acerquémonos todo lo posible a esta fuente inagotable de la gracia divina; esas riquezas robarán nuestra atención y harán que despreciemos los bienes de la tierra. En esa forma, aprenderemos a estimarla. Aquél que venera y alaba la gracia -dice san Juan Crisóstomo- la guardará y vigilará celosamente[10].

Comencemos, pues, con la ayuda de Dios, “la alabanza de la gloria de su gracia”[11].
Dios todopoderoso y bueno, Padre de las luces y de las misericordias, “de quien procede todo don”[12], “Tú que, según el designio de tu voluntad nos has adoptado por la gracia, que desde el principio del mundo escogiste y predestinaste para nosotros a tu Hijo, para que como hijos tuyos seamos santos e inmaculados en tu presencia con un santo amor”[13], concédenos el espíritu de sabiduría y de revelación, aclara los ojos de nuestro corazón, y así conoceremos “la esperanza de tu elección, las riquezas de la gloria de tu herencia en tus santos”[14]. Dame luz y fuerza, para que consiga no disminuir con mis palabras este don de la gracia, por la cual tú arrancas a los hombres del polvo de su raza mortal y los adoptas en tu divina familia.
Señor Jesucristo, Salvador Nuestro, Hijo de Dios vivo, por tu sangre divina derramada para salvarnos y restituirnos la gracia, haz que logre mostrar, según mis débiles fuerzas, el valor inestimable de esa gracia comprada por ti a semejante precio.
Y tú, Espíritu supremo y santo, sello y prenda del divino amor, huésped santificador de nuestra alma, por quien la gracia y la caridad se derraman en nuestro corazón, tú que mediante tus siete dones las nutres y las sostienes y que jamás das la gracia sin que te des a ti mismo, revélanos su esencia y su valor inapreciable.
Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, haz que pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu divino Hijo.
Santos ángeles, espíritus glorificados por el resplandor de la gracia divina, y vosotras, almas santas, que pasasteis de este destierro al seno del Padre celestial, todos cuantos allá arriba gozáis del fruto de la gracia, ayudadme con vuestras plegarias para que, disipadas las nubes que ocultan a mis ojos y a los ojos de los demás el sol de la gracia, luzca éste en todo su brillo y, por su resplandor, despierte en nuestros corazones el amor y la nostalgia de la vida imperecedera.

miércoles, 30 de mayo de 2012

"DE PADRES A HIJOS" (cuentos fabulas y demás)

"Fabulas Morales"
Felix.Samaniego

El muchacho y la fortuna
A la orilla de un pozo,
Sobre la fresca yerba, 
Un incauto Mancebo 
Dormía a pierna suelta. 
Gritóle la Fortuna: 
«Insensato, despierta; 
¿No ves que ahogarte puedes, 
A poco que te muevas?
Por ti y otros canallas 
A veces me motejan, 
Los unos de inconstante, 
Y los otros de adversa. 
Reveses de Fortuna 
Llamáis a las miserias; 
¿Por qué, si son reveses 
De la conducta necia?»




La codorniz

Presa en estrecho lazo 
La Codorniz sencilla, 
Daba quejas al aire, 
Ya tarde arrepentida.
«¡Ay de mí miserable 
Infeliz avecilla,
Que antes cantaba libre, 
Y ya lloro cautiva! 
Perdí mi nido amado, 
Perdí en él mis delicias, 
Al fin perdilo todo, 
Pues que perdí la vida. 
¿Por qué desgracia tanta? 
¿Por qué tanta desdicha? 
¡Por un grano de trigo! 
¡Oh cara golosina!»»
El apetito ciego
¡A cuántos precipita, 
Que por lograr un nada, 
Un todo sacrifican!


A los Lectores:

Estimados, a partir de este momento los comentarios están abiertos bajo la opción de "Anonimo".
Esperamos sus comentarios,criticas,sugerencias sera todo tomado en el Señor para mayor Gloria de Dios y la Santa Iglesia.Gracias por su tiempo.

Libros Selectos

"EL SECRETO ADMIRABLE DEL SANTO ROSARIO"
San Luís María Grignion de Montfort
(PARTE I)


"Saludad a María, que ha trabajado mucho en vosotros" (Rom 16, 6)

Primera decena

Excelencia del Santo Rosario manifestada por su origen y su nombre

1ª Rosa: Las oraciones del Santo Rosario

El Rosario encierra dos realidades: la oración mental y la vocal. La oración mental en el Santo Rosario es la meditación de los principales misterios de la vida, muerte y gloria de Jesucristo y de su Santísima Madre. La oración vocal consiste en la recitación de quince decenas de Avemarías precedidas de un Padrenuestro, unida a la meditación y contemplación de las quince principales virtudes que Jesús y María practicaron, conforme a los quince misterios del Santo Rosario. En la primera parte, que consta de cinco decenas, se honran y consideran los cinco misterios gozosos; en la segunda, los cinco dolorosos; y en la tercera los cinco misterios gloriosos. De este modo, el Rosario constituye un conjunto sagrado de oración mental y vocal para honrar e imitar los misterios y virtudes de la vida, muerte, pasión y gloria de Jesucristo y de María.

2ª Rosa: Origen del Santo Rosario

El Santo Rosario, compuesto fundamental y sustancialmente por la oración de Jesucristo (el Padrenuestro), la salutación angélica (el Avemaría) y la meditación de los misterios de Jesús y María, constituye, sin duda, la primera plegaria y la primera devoción de los creyentes. Desde los tiempos de los apóstoles y discípulos ha estado en uso, siglo tras siglo, hasta nuestros días. Sin embargo, el Santo Rosario, en la forma y método de que hoy nos servimos en su recitación, sólo fue inspirado a la Iglesia, en 1214, por la Santísima Virgen que lo dio a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses y a los pecadores. Ocurrió en la forma siguiente, según lo narra el beato Alano de la Rupe en su famoso libro titulado “Dignidad del Salterio Mariano”. Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la conversión de los albigenses, entró a un bosque próximo a Tolosa y permaneció allí tres días dedicado a la penitencia y a la oración continua, sin cesar de gemir, llorar y mortificar su cuerpo con disciplina para calmar la cólera divina, hasta que cayó medio muerto. La Santísima Virgen se le apareció en compañía de tres princesas celestiales, y le dijo: «¿Sabes, querido Domingo, de qué arma se ha servido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?». «Señora, Tú lo sabes mejor que yo – respondió él –, porque, después de Jesucristo, Tú fuiste el principal instrumento de nuestra salvación». «Pues la principal pieza de combate ha sido el salterio angélico, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por ello, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, predica mi Salterio Mariano».

Se levantó el Santo muy consolado. Inflamado de celo por la salvación de aquellas gentes, entró en la catedral. Al momento repicaron las campanas para reunir a los habitantes. Al comenzar él su predicación, se desencadenó una horrible tormenta, tembló la tierra, se oscureció el sol, truenos y relámpagos repetidos hicieron palidecer y temblar a los oyentes. El terror de éstos aumentó cuando vieron que una imagen de la Santísima Virgen expuesta en lugar prominente, levantaba los brazos al cielo tres veces para pedir a Dios venganza contra ellos, si no se convertían y recurrían a la protección de la Santa Madre de Dios.

Quería el cielo con estos prodigios promover esta nueva devoción del Santo Rosario y hacer que se la conociera más. Gracias a la oración de Santo Domingo, se calmó finalmente la tormenta. Prosiguió él su predicación, explicando con tanto fervor y entusiasmo la excelencia del Santo Rosario, que casi todos los habitantes de Tolosa lo aceptaron, renunciando a sus errores. En poco tiempo se experimentó un gran cambio de vida y costumbres en la ciudad.

sábado, 26 de mayo de 2012

Sermones del RP.Juan Carlos Ceriani

FIESTA DE PENTECOSTÉS

Pentecostés es la fiesta de la manifestación pública de la Iglesia. Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. Como hijos de la Iglesia y como almas espirituales estimulémonos a solemnizar día tan memorable.
Los Apóstoles hallábanse reunidos con las piadosas mujeres y la Virgen Santísima en el Cenáculo. Es el día quincuagésimo después de Pascua, y hacia las nueve de la mañana. Todos oran. De repente un ruido como de viento huracanado llena toda la casa, y unas lenguas de fuego se posan sobre la cabeza de los discípulos del Señor, quedando todos repletos del Espíritu Santo.

Efecto de aquel prodigio fue que los que hasta ese momento se habían escondido de los judíos, sienten sus mentes saturadas de luces divinas, y sus corazones repletos de un arrojo y coraje más que humanos.

Hablan diversas lenguas, publicando las maravillas de Dios ante la admiración de gentes de numerosas regiones.

La promesa de Jesús quedaba cumplida con este milagro.

El Espíritu Santo, al descender sobre aquella pequeña congregación de fieles, le infunde impulso y vigor conforme había predicho Cristo.

Bendigamos a ese Espíritu divino, y felicitemos a nuestra Santa Madre Iglesia en el día de su alumbramiento.
Todo el mundo se regocija con indecibles gozos; y las mismas Virtudes del Cielo y las Potestades angélicas cantan himnos de gloria.

No permanezcamos en silencio cuando todos cantan llenos de indescriptible júbilo tributemos honor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

El día de Pentecostés no sólo conmemoramos un acontecimiento histórico, sino que celebramos también algo que sucede en nuestra presencia y en este mismo día.

La venida del Espíritu Santo no es un episodio que pasó, sino más bien un hecho que se repite continuamente en la Iglesia, y de una manera particular en la presente festividad, en la que, a consecuencia de las promesas que oímos de labios de Jesús en las semanas que acaban de transcurrir, y de las oraciones de la Iglesia, el Espíritu Santo se derrama copiosamente sobre todos aquellos que se han preparado a su venida.

No dejemos pasar sin provecho fiesta tan prometedora. Sería verdadera lástima que después de haber estado largos días preparándonos a recibir el Espíritu Santo, llegado el gran día esperado, quedase tanta preparación sin recompensa. Recojámonos, no desperdiciemos ocasión tan propicia.

Hincados también de rodillas, invoquemos al «Paráclito, Don del Altísimo, Fuente viva, Fuego, Caridad y espiritual Unción».

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lunes, 21 de mayo de 2012

LA VALIDEZ DE LAS CONSAGRACIONES DE MONS. NGO-DINH-THUC (Parte 2 final)

III. LA VALIDEZ DE LAS 
CONSAGRACIONES


Ahora, retomemos la cuestión que diera lugar a este estudio:
- ¿Estamos obligados a considerar que las consagraciones Thuc son válidas, i.e., que sirvieron?
Fundándonos en principios de derecho eclesiástico y teología moral aplicables a todos los sacramentos, estamos obligados a responder afirmativamente.
Para entender porqué, simplemente tenemos que repasar los requisitos mínimos exigidos para que una consagración se realice válidamente, y de qué manera el derecho eclesiástico y los moralistas consideran que tales requisitos se han satisfecho en un caso dado, a menos que exista evidencia positiva en contrario.


A. Una receta para la validez


Dentro de las numerosas ceremonias bellísimas de la Iglesia Católica, el Rito de Consagración
Episcopal es sin duda la más espléndida y compleja. Se lleva a cabo en la festividad de un Apóstol, generalmente ante una gran concurrencia de fieles. En su forma más solemne, el obispo consagrante es asistido por otros dos obispos (denominados «co-consa-grantes»), 11 sacerdotes, 20 acólitos y 3 ceremonieros (24).
Realizar una consagración episcopal tal como lo prescriben todas las elaboradas directivas
del ceremonial demanda aproximadamente cuatro horas.
Por otro lado, realizar una consagración episcopal válidamente demanda aproximadamente
15 segundos. O sea, más o menos el tiempo que le toma a un obispo imponer sus
manos sobre la cabeza del sacerdote y recitar las 16 palabras de la fórmula que exige la Iglesia
para la validez.
Lo que acabamos de decir podría dejar pasmado al lector lego, pero este caso es semejante
a algo que todos hemos aprendido en el catecismo. Todo lo que se necesita para bautizar válidamente a alguien es agua común y la fórmula breve (Yo te bautizo, etc.). Es tan simple que hasta un musulmán o un judío podrían hacerlo bien, en caso de que alguien necesitara
ser bautizado verdaderamente. Y una vez que el agua fue derramada y se recitó la fórmula breve, estará tan válidamente bautizado y será tan cristiano como si el Papa en persona
lo hubiera hecho en la Basílica de San Pedro.


23) McHugh & Callan, 1, 645.
24) J. NABUCO, Pontificalis Romani Expositio Juridico- Practica (New York, Benziger 1945), 1, 218.


La receta que la Iglesia da para que una consagración episcopal sea válida es también así de simple. Además del obispo válidamenteconsagrado que realice el rito y un sacerdote válidamente ordenado que tenga la intención de recibir la consagración, hay solo tres ingredientes esenciales para la


validez:
1) La imposición de manos por el obispo consagrante (denominada técnicamente materia del sacramento).
2) La fórmula esencial de 16 palabras recitada por el obispo consagrante (denominada técnicamente forma del sacramento) (25).
3) Una intención mínima de parte del obispo consagrante «de hacer lo que hace la Iglesia» (denominada intención ministerial).
Aunque se deben observar todas las ceremonias que prescribe el rito, los tres elementos precedentes son todo lo que se requiere para que una consagración episcopal sea válida.



sábado, 19 de mayo de 2012

SERMONES DEL R.P. JUAN CARLOS CERIANI


"DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN"

"Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas, y llegará la hora en que todo el que os mate piense que rinde servicio a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue dicha hora, os acordéis de que ya os lo había dicho."


Domingo Infraoctava de la Ascensión o Domingo de los Testigos…, que significa Mártires…

Domingo del testimonio por el martirio…; para lo cual es necesaria la virtud de fortaleza.

El día de la Ascensión, terminamos nuestras reflexiones con el texto de la Antífona del Magnificat de las Segundas Víspera: Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy triunfalmente sobre todos, los cielos; no nos dejes huérfanos, sino envía al Prometido del Padre, al Espíritu de Verdad.

Ninguna nota melancólica percibimos en la Liturgia de la Ascensión. Toda ella respira aires de triunfo.

Sólo al atardecer, cuando las tinieblas se disponen a cubrir la tierra con su lúgubre manto, comienza la Iglesia a sentir los primeros latidos de la añoranza.

El himno vibrante de gloria de ese espléndido Jueves cede su lugar a notas de una modulación más dulce y expresiva, a un final menor. Esto parece indicarnos la antífona que venimos de citar con su sentida súplica:Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos… no nos dejes huérfanos… envía al Espíritu de Verdad.

La Iglesia continúa durante todos los días de la presente Octava repitiendo esta tan dulce oración.


Con ella podemos caracterizar los sentimientos de la Iglesia reunida en el Cenáculo. El júbilo de la Ascensión, aunque sin disminuir, va dando lugar a sentimientos más líricos, una dulce melancolía, producida por el ansia de ver al Salvador.


La Misa de hoy, ya desde su comienzo, es la prueba más palpable de esta aserción.

Obedeciendo a nuestros repetidos clamores en el Introito, aparece el Deseado de las Naciones: No os dejaré huérfanos —nos dice—; voy, y volveré a vosotros, y se alegrará vuestro corazón, se llenará, de gozo (Aleluya). Os enviaré mi Espíritu, y por Él viviré en vosotros. Cuando llegue ese momento, Él dará testimonio de Mí. Y también vosotros daréis testimonio, vivificados y robustecidos por el mismo Espíritu (Evangelio).

¡Qué palabras tan alentadoras! Llenos de la seguridad que respiran, exclamemos con la Iglesia: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el protector de mi vida, ¿ante quién temblaré?

Comprendemos que los Discípulos, congregados en el Cenáculo, tenían presente las tristes predicciones del Maestro acerca del porvenir que les esperaba. Era también muy lógico que, al verse solos y sin la compañía del Maestro, aumentara su temor.

Y vosotros daréis testimonio… Os expulsarán de las sinagogas … Llegará la hora en que todo el que os mate piense que rinde servicio a Dios…

Jesús les consuela prometiéndoles que su Espíritu les dará valor para afrontar cuantos peligros les presente el mundo: Cuando venga el Paráclito, Él dará testimonio de mí…

LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES DE MONSEÑOR LEFEBVRE (PARTE 2 FINAL)

2. Solución al problema 

ocasionado por el “no” del Papa. 



2.1. El “no” del Papa.

Hemos visto que un obispo que –en estado de grave necesidad general de las almas– con­­sagra a otro obispo “dado que tiene el po­­der de orden” (Summa Theol. cit.), no po­ne en tela de juicio el primado de jurisdicción del Papa, a quien él tiene todo el derecho de pre­su­mir favora­ble a un acto requerido por las cir­cuns­­tancias ex­traordinarias “con el fin de que sea atendida ade­cuadamente” (Sum­ma Theol. cit.) la salud de las al­mas y el bien co­­mún: la salud de las almas es, de hecho, la ley su­prema de la Iglesia [salus ani­marum su­prema lex] y es cierto que la Iglesia “suple” la jurisdicción que falta cuando se trata de aten­der la “necesidad pública y general de los fieles” (P. Cappello, S.I., cit.). Esto no en­cuentra objeciones cuando la ape­lación al Pa­pa se hace materialmente im­po­­si­ble por las cir­cunstancias exteriores, co­mo en los casos his­tóricos que hemos recor­da­do.

Pero, si el mismo Papa favorece o promue­ve un curso eclesiástico corrompido por el neo­modernismo y que amenaza, en las almas, los bienes fundamentales indispensables para la salvación (fe y buenas maneras); si el mismo Papa es causa directa o concomitante, y de todas formas, dada su más alta autoridad, cau­sa última de la grave y general necesidad es­piritual, sin esperanza de socorro por parte de los Pastores legítimos, ¿qué resultado podría tener en estas circunstancias la apelación al Papa? Éste será quizás materialmente ac­ce­sible, pero moralmente inaccesible; el re­cur­so a él será, sin duda alguna, materialmen­te posible, pero moralmente imposible y, si se realiza, desembocará fácilmente en un “no” al acto que las circunstancias extraordinarias exigen “con el fin de que sean atendidas ade­cua­damente” (Summa Theol. cit.) las graves ne­cesidades generales de las almas. Un com­por­tamiento diferente por parte del Papa pre­su­pone, en efecto, el arrepentimiento y humil­de reconocimiento de sus responsabilidades, da­do que este acto (las consagraciones epis­co­pales) no sería necesario si el mismo Pa­pa no fuese en cierta medida co­rres­pon­sa­ble del es­tado de grave y general necesidad.

Nos queda preguntarnos si, en tales cir­cuns­­tancias, el fiel está obligado a obedecer el “no” del Papa, a pesar del daño a las nume­ro­sas almas; dicho de otra manera, si el “no” del Papa exonera de este deber sub gravi que incumbe –como ya hemos visto– por de­re­cho divino a cualquiera con la posibilidad de prestar socorro a las almas en estado de gra­ve necesidad general, sin esperanza de so­co­rro por parte de los pastores legítimos. Ésta es la cuestión a la que debemos responder, cues­tión que –una vez más– encuentra la res­pues­­ta en la doctrina católica sobre el estado de necesidad. Lo vamos a aclarar en los prin­ci­pios cuarto, quinto, sexto y séptimo: 1) es pro­pio de la necesidad obligar a socorrer in­de­pendientemente de la causa de la necesidad; 2) es propio de la necesidad que desapa­rez­ca en el superior el poder de obligar; 3) es pro­pio de la necesidad poner al súbdito en la im­­posibilidad moral de obedecer; 4) quien, obli­gado por la necesidad, no obedece, no nie­ga la Autoridad en su ejercicio legítimo, lue­go no puede ser acusado de desobediencia y menos aún de cisma.

4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el su­pe­rior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.

martes, 15 de mayo de 2012

LA VALIDEZ DE LAS CONSAGRACIONES DE MONS. NGO-DINH-THUC (Parte 1)

Por el Padre Anthony Cekada

Escudo de Monseñor Ngo-Dinh-Thuc
Sumario

Introducción
I. Algunas aclaraciones
II. El hecho de las consagraciones
III. La validez de las consagraciones
IV. Objeciones dudosas
Conclusiones
Bibliografía

Introducción


Durante una conversación con Monseñor Marcel Lefebvre, en 1980, di a entender que me preocupaba encontrar algún obispo luego de su muerte que pudiera ordenar sacerdotes católicos tradicionalistas y confirmar a nuestros niños.


El Arzobispo -que hasta entonces no había dado indicios de que consagraría obispos
algún día- me respondió, con tacto, que ese problema también a él le preocupaba y que
«Deus providebit» (Dios proveería). Y agregó-con una de sus típicas humoradas francesas que
cada vez que se resfriaba o estornudaba en el interior de la capilla del Seminario de
Ecône, casi le parecía oír a los 80 seminaristas que dejaban de rezar para hacer en silencio
una sola petición ferviente: «Señor, ¡que viva,al menos, hasta mi ordenación!».
Esta anécdota graciosa pone de relieve un tema grave. Para nosotros, católicos tradicionalistas,
los sacramentos constituyen el centro de nuestra vida espiritual y la clave de nuestra salvación. Sabemos que si deseamos oír Misa, recibir la Santa Comunión, recibir la absolución de nuestros pecados y ser fortalecidos con la Extremaunción, necesitamos sacerdotes, y es bien sabido que solo los obispos pueden ordenar sacerdotes.

LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES DE MONSEÑOR LEFEBVRE (PARTE 1)

ESTUDIO TEOLÓGICO




Han pasado veinticuatro años (1988-2012) desde las consagraciones episcopales de Mons. Le­­febvre. En estos veinticuatro años “el estado de ne­­cesidad” de la Iglesia y de las almas, al cual ape­ló para fundamentar su gesto, se ha agra­va­do. Consideramos extremada­men­te útil pu­bli­car un estudio teológico sobre es­ta cues­tión, estudio necesariamente con­den­sado pe­ro –creemos– exhaustivo, con el fin de que las al­mas no se priven, por falta de in­formación ade­­cuada, del socorro que la Pro­vi­dencia ha que­­rido ofrecernos con la obra de Mons. Le­fe­bvre en estos tiempos de crisis extraordina­ria en la Iglesia. 

Preámbulo

Estas notas no interesan a aquellos que niegan la existencia de una crisis eclesiástica de ex­­cepcional gravedad, ya sea porque no tienen ojos para verla o porque tienen interés en negarlo; estas notas son para aquellos que, aun ad­­mitiendo la existencia de una crisis ex­traor­di­­naria, no saben cómo justificar, basán­do­se en la doctrina cristiana, el gesto extraor­di­nario llevado a cabo por Mons. Le­feb­vre el 30.6.88, cuando, aun a pesar del “no” del Pa­pa, transmitió el poder de orden epis­­co­pal a cuatro miembros de la Hermandad de San Pío X, que él había fundado.

Como sabemos, Mons. Lefebvre justificó su acto apelando al estado de necesidad. La fuer­za de esta “causa excusante” no fue sub­es­­timada por las autoridades vaticanas, quienes no la contestaron en el plano doctrinal, si­no que respondieron con un argumento de he­­cho: a saber, que no existía ese esta­do de ne­­cesidad (1), a sabiendas de que, si hubiese exis­tido, el acto de Mons. Lefebvre habría es­tado plenamente justificado inclusi­ve con el “no” del Papa, por la doctrina católi­ca so­­bre los estados de necesidad.

La fuerza de la justificación adoptada por Mons. Lefebvre escapa, sin embargo, a la ma­­yoría, por el simple hecho de que la doctri­na católica sobre el estado de necesidad, con­cer­niente a los casos extraordinarios, a los cua­­­les se aplican principios extraordinarios, es generalmente poco conocida. Nos propo­ne­mos pues explicarla –brevemente– con el fin de que en un tema tan grave procedamos con una conciencia bien informada y conse­cuen­­temente tranquila. Los principios que re­cor­­­daremos aquí se encuentran en muchos tra­ta­­­dos: De caritate erga proximum, De poe­ni­­­tentia (iurisdictio in specialibus adiunctis [ju­­risdicción en circunstancias extraordinarias]), De Legibus (particularmente, De ce­ssa­­tione legis ab intrinseco y De epiqueya si­­ne recursu ad principem [epiqueya –en el sen­tido propio– sin recurrir al Superior]), así co­­­mo en los diversos diccionarios de teología y de derecho canónico en las voces: caridad, equidad, epiqueya, causas excusantes de la obligación legal, imposibilidad, necesidad, obe­diencia, resistencia al poder injusto, ce­sa­ción de la obligación de la ley, etc.

Antes de recordar los principios fundamen­ta­­­les sobre el estado de necesidad y de apli­car­­los al caso en cuestión, es importante sub­ra­­­yar que existe un contrasentido al admitir una crisis extraordinaria en la Iglesia, y al mismo tiempo pretender medir esto que ha sido he­­­cho en tales circunstancias extraordinarias con el metro de las normas válidas en las cir­cuns­­­tancias ordinarias. Esto es contrario a la ló­­­gica y a la doctrina misma de la Iglesia. La ley, de hecho, “debe fundamentarse en las con­­di­­ciones más normales de la vida social, y en consecuencia hace abstracción necesaria­men­­te de aquellas que raramente se presentan” (2). Y Santo Tomás: “Las leyes universa­les... han sido establecida para el bien de la ma­yoría. Luego, al instituirlas, el legislador tiene en cuenta aquello que sucede ordinaria­men­­te y en la mayor parte de los casos” (Su­mma Theol. II-II q. 147 a. 4). Entonces, dice tam­bién Santo Tomás, en los casos “que rara­men­te ocurren” y en los que “ocurre... tener que actuar fuera de las leyes ordinarias”, “es ne­­cesario juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordi­na­rias” (Su­m­ma Theol. II-II q.51 a. 4). Estos “principios más elevados” son los “principios ge­ne­ra­les del derecho divino y también humano” (Suá­rez, De Legibus, VI, VI, 5), que suplen el silencio de la ley positiva.

La Iglesia autoriza a aplicar estos principios siempre que, para los casos no previstos por la ley, ella misma nos remita a los prin­ci­­pios generales del derecho y al juicio común y constante de los Doctores. Dicho juicio, justamente porque es común y constante, debe ser considerado como canonizado por la Iglesia (3).

Siendo así, proponemos, para comodidad de los lectores, un esquema de los argumentos que vamos a tratar.

Esquema

1. Deberes y poderes de un obispo en es­ta­do de necesidad.

1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados.

1.2. Estado actual de grave necesidad es­pi­ritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas.

1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un in­dividuo.

2º principio: La grave necesidad general o pú­blica sin esperanza de socorro por par­­te de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro sub gra­vi que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado.

1.3. Estado actual de grave necesidad sin es­peranza de socorro por parte de los pasto­res legítimos.

1.4. Deber de suplencia de los obispos.

3º principio: En caso de grave necesidad pú­­blica, el deber de socorro se extiende al po­­der de orden (y no de jurisdicción), y el po­der de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior je­rárquico (Ecclesia supplet iurisdictio­nem).

1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción su­ple­toria” se aplica también en el caso de un obis­po que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en dis­cu­sión el primado de jurisdicción del Papa. Con­firmación histórica.

1.6. Refutación de algunas objeciones erró­neas.

2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa.

2.1. El “no” del Papa.

4º principio: En la necesidad el deber de so­corro es independiente de la causa de la ne­cesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en es­tado de necesidad.

5º principio: Es propio de la necesidad que des­aparezca en el superior la potestad de obli­gar, y si de hecho obliga, su orden no es vin­cu­lante (inefficax).

6º principio: Es propio de la necesidad po­ner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer.

7º principio: Aquel que, obligado por la ne­ce­si­dad, no obedece, no pone en tela de jui­cio la Autoridad en su ejercicio legítimo.

2.2. Unas palabras sobre la epiqueya sine re­cursu ad Principem (o epiqueya “necesaria”).

2.3. Refutación de otras objeciones erróneas.

3. Conclusión.


1. Deberes y poderes de un obispo 

en estado de necesidad. 

1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados.


El estado de necesidad consiste en “una ame­­naza a los bienes espirituales, a la vida, a la libertad o a otros bienes terrenales” (4).

Si la amenaza concierne a los bienes terre­na­­­les tenemos la necesidad material; si con­cier­­ne a los bienes espirituales tenemos la ne­ce­­sidad espiritual, necesidad “mucho más apre­miante que la necesidad material”, pues los bienes espirituales son mucho más impor­tan­­tes que los bienes materiales (5).

De hecho puede haber diversos grados de ne­­cesidad espiritual, pero comúnmente los teó­­logos distinguen cinco:

1) Necesidad espiritual ordinaria (o común): es en la que cae cualquier pecador en cir­­cunstancias ordinarias.

2) Necesidad espiritual grave: es en la que cae un alma amenazada en sus bienes espiri­tua­­les de gran importancia, como la fe y las bue­­nas costumbres.

3) Necesidad espiritual casi extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el so­­co­­rro de otro, podría muy difícilmente salvar­se.

4) Necesidad espiritual extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, no podría salvarse o bien podría tan di­­fícilmente que su salvación podría conside­rar­­se como moralmente imposible.

5) Necesidad espiritual grave general o pú­­­blica: es en la que se encuentran muchas al­­­mas amenazadas en sus bienes espirituales de gran importancia como la fe y las buenas cos­­tumbres. Los canonistas y los teólogos dan co­­­rrientemente como ejemplo de grave nece­si­­dad espiritual general o pública, las epidemias y la difusión pública de una herejía (6).

1.2. Estado actual de grave necesidad es­pi­ritual general o pública o de grave nece­si­dad de numerosas almas.


Hoy existe un estado de grave necesidad es­­piritual general (o pública), porque la fe y las buenas costumbres de mucho católicos se ven amenazadas por la difusión pública e indis­cu­­tible del neomodernismo o de la supuesta “nue­va teología”, ya condenada por Pío XII como un enjambre de errores que “amenazan la subsistencia de los fundamentos de la fe católica” (7), reviviscencia de ese moder­nis­mo ya condenado por San Pío X como “sín­tesis de todas las herejías” (8).

Esta difusión pública de errores y herejías fue dramáticamente denunciada por el mismo Pablo VI, que vino a hablar de “auto­de­mo­­lición” de la Iglesia (9) y de “humo de Satán en el templo de Dios” (10). Esto fue también admitido por Juan Pablo II al principio de su pontificado, con ocasión de un congreso para las misiones al pueblo: “Hay que ad­mi­­tir con realismo y con sensibilidad profunda y desgarradora que los cristianos hoy se sien­­ten en gran parte perdidos, confundidos, per­­plejos y decepcionados; se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral, creando dudas, confusiones, rebeliones; la liturgia ha sido alterada; inmersos en el ‘relativismo’ in­­telectual y moral, y por tanto en el ‘positivis­mo’, los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vaga­men­te mo­ralista, por un cristianismo sociológico, sin dog­mas definidos y sin moral objetiva” (11).

Estado, así pues, de grave necesidad pú­bli­­ca o general: grave, porque son la fe y la mo­­ral las que están amenazadas; pública o ge­­neral, porque estos bienes espirituales, in­dis­­pensables para la salvación, están amena­za­­dos en una “gran parte” del pueblo cristiano. Hoy, después de veinte años de pontifica­do, no sólo no ha cambiado, si no que podemos decir que se ha agravado notablemente. “Creíamos –reconoció Pablo VI– que después del Concilio vendría un día de Sol para la historia de la Iglesia. Ha sido, al contrario, un día nuboso, de tempestad, de dudas”. En es­ta tempestad, en medio de estas “dudas”, las almas deben sin embargo dirigirse hacia el puer­to de la salvación eterna en el breve tiempo que les ha sido concedido. ¿Quién puede ne­gar que, generalmente, hoy, muchas almas se encuentran en un estado de “grave necesidad espiritual”?

1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo.

Es una doctrina común de los teólogos y de los canonistas que la grave necesidad de mu­­chos (o general, o pública) equivale a la ne­­cesidad extrema de un individuo: “Gravis ne­­cessitas communis extremae equi­pa­ra­tur” (Palazzini, Diction. mor. et can. I, p. 571).

Es éste un principio fundamental, porque es­to viene a decir que en la grave necesidad de muchos está permitido aquello que se per­mi­te en caso de necesidad extrema de un indi­vi­duo. Y esto –explican los teólogos– por varias razones:

1) porque entre numerosas personas en es­­tado de grave necesidad no faltarán almas en estado de necesidad extrema: en una epi­de­mia, por ejemplo, habrá almas incapaces de un acto de contrición perfecto y que de es­­te modo, para salvarse, tengan necesidad de la absolución sacramental; así mismo, si una herejía se expande, habrá almas incapaces de defenderse de los sofismas de los here­jes y en peligro de perder la fe (12);

2) porque la grave necesidad espiritual de mu­chos es también una amenaza para el bien co­­mún de la sociedad cristiana: no sólo cuando hay necesidad espiritual de muchos –escri­be Suárez– se vuelve extrema para las perso­nas a título individual, sino que además “en tal género de necesidad la misma religión cris­tia­­na y su honor están casi siempre en grave pe­ligro” (13).

Debe señalarse que el bien común debe ser considerado en peligro no sólo cuando mu­­chos sufren un daño (en nuestro caso: pier­den la fe), sino también cuando pueden su­frirlo (en nuestro caso: se puede perder la fe) por el mero hecho de que subsista una cau­sa objetiva que haga posible ese peligro (14). Para juzgar hoy el bien común en peligro, es sufi­cien­te la difusión de errores y de he­rejías ya con­denadas por la Iglesia, que ex­ponen a las ge­neraciones actuales a la pérdida de la fe y pri­van a las nuevas generaciones de la transmi­sión íntegra de la doctrina, des­po­jando a todo el mundo –viejos y jóvenes– de los bienes que les debe la jerarquía en los tér­­mi­nos del derecho eclesiástico (can. 682 del código “pío-benedictino”, y can. 213 del Nuevo Código): doctrina y sacramentos, cuyos ritos hoy son dejados a merced de la “crea­­tividad” y además se confían a ese “arbi­trio de las personas privadas, aunque sean miem­­bros del clero”, ya condenado por Pío XII en Mediator Dei. Esto es suficiente para de­cir que hoy no solamente muchas almas se en­­cuentran en estado de grave necesidad, sino que también está comprometido el “objetivo que la Iglesia persigue: el bien de la comunidad religiosa y la salvación eterna [de las almas]” (15), y por tanto está en juego –es el comentario de Pío XII al canon 682 mencionado anteriormente– “el sentido y el objetivo mismo de toda la vida de la Iglesia” (16), así como el bien común.

2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro “sub gravi” que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado.

¿A quién corresponde socorrer a las almas en estado de necesidad? En justicia (ex officio) esto corresponde a los Pastores legí­ti­mos, pero si, por cualquier motivo, el socorro viene a faltar, a título de caridad (ex ca­ri­ta­­te) este deber recae en toda persona que ten­ga la posibilidad de prestar socorro. San Al­fonso y Suárez observan que el poder de or­­den añade al deber de caridad un deber de es­­tado: el deber del estado sacerdotal, institui­do por Jesús Nuestro Señor para satisfacer las necesidades espirituales de las almas (17).

Debe señalarse que el deber de caridad im­puesto por la necesidad de las almas es un de­­ber sub gravi, es decir, bajo pena de peca­do mor­tal; en efecto, el mandato más grande es el de la caridad, que obliga a socorrer al pró­­jimo en la ne­cesidad, sobre todo espiritual, y obliga bajo pe­na de pecado mortal en ca­­so de necesidad ex­trema o casi extrema del individuo y en la ne­cesidad grave de muchos, que se asemeja a la primera (18). Por ello Genicot escribe que “puede ser grave (has­­ta el punto de pecar mortalmente si se omi­­te) la obligación de so­correr a la gente que, si no, por los esfuerzos de los herejes y de los incrédulos, perderían la fe, sobre todo por­­que a veces es mo­ral­mente imposible para los más simples reco­no­cer los sofismas, y mu­chos caerían probab­lemente en una extrema ne­cesidad” (19).

Este deber de caridad, en algunos casos, pue­­de llegar a obligar hasta el punto de arriesgar su propia vida, su reputación y sus bienes. San Alfonso dice que así obliga la grave ne­­cesi­dad espiritual pública o general, y que así “se atiende, aún arriesgando su vida, a ad­mi­­­nistrar los Sacramentos al pueblo que, de otra manera, estaría en peligro de perder la fe” (20). Suárez da el mismo aviso: “si conoz­co la propagación de una herejía en el pueblo por los heréticos, tendré que oponerme a ellos, in­­cluso poniéndome en peligro” (21). Asimismo Billuart escribe: “si un herético pervierte con una falsa doctrina a una comunidad entera, el particular (es decir, el fiel o el sacerdote que no está oficialmente investido del cuidado de las almas), si se entera y puede, debe im­pedirlo aún a riesgo de su vida. De hecho se debe de ayudar, aún arriesgando la propia vi­da, al bien común temporal y con mayor ra­zón al bien espiritual. Más aún cuando en este caso muchos individuos se encontrarían en una necesidad extrema” (22).

1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos.

La necesidad actual, grave y general, de las almas, carece de esperanza por parte de los pastores legítimos, ya que estos son gene­ral­­mente arrastrados o paralizados por el curso eclesial neomodernista.

Es innegable, en efecto, que “las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada des­­de siempre”, las “verdaderas herejías (...) pro­­pagadas, en los campos de la dogmática y la moral”, por las que “los cristianos hoy se sien­­­ten en gran parte perdidos, confundidos, per­­­plejos y decepcionados” (Juan Pablo II cit.), o bien son direc­ta­mente propagadas por los miembros de la jerarquía (obispos y auto­ri­­dades romanas), o bien estas “ideas” y “he­re­jías” les convierten en cómplices o mudos.

“La Iglesia –admitió (¡hace ya más de trein­ta años!) Pablo VI– se encuentra en una ho­­ra de inquietud, de autocrítica, diríamos de au­­­todemolición... Es como si la Iglesia quisie­ra gol­­pearse a sí misma”; lo que, en forma teo­ló­gicamente exacta, viene a decir que hoy la Iglesia y las almas son agredidas por los propios ministros de la Iglesia, como en la época del arrianismo, cuando “los sacerdotes de Cris­­to luchaban contra Cristo” (23).

Es un hecho que, en Iota Unum, Romano Ame­rio ha podido documentar las desviaciones doctrinales postconciliares únicamente con “textos conciliares, actas de la Santa Se­de, alocuciones papales, declaraciones de car­de­­nales y obispos, pronunciamientos de Con­fe­­rencias Episcopales, y artículos del Osser­va­­­tore Romano”, en definitiva con “manifes­ta­­ciones oficiales u oficiosas del pensamiento de la Iglesia jerárquica” (24), llegando a la con­­clusión de que “la corrupción doctrinal ha de­­jado de ser un fenómeno de pequeños cír­cu­­los esotéricos” y “se ha convertido en una ac­­ción pública en el cuerpo eclesial en ho­mi­lías y libros, en la escuela y en la catequesis” (25). Siguiendo con Iota Unum, Romano Ame­­rio enseña lo que el llama la “desistencia” de la Autoridad, es decir, la renuncia por parte de la Autoridad Suprema a ejercer el poder re­­cibido de Nuestro Señor Jesucristo para con­­denar el error y apartar a los que mienten (26). “Muchos esperan del Papa –declara Pa­blo VI– gestos reticentes, intervenciones enér­gi­­cas y decisivas. El Papa no cree tener que se­­guir otra línea que no sea la de la confianza en Jesucristo, que defiende Su Iglesia contra cual­­quier cosa. Es Él el que amainará la tem­pes­­tad” (loc. cit.). Esto es efectivamente de fe, pero que no exonera a Pedro del deber de ocupar el lugar de Cristo en el gobierno de la Iglesia , recuperar el cetro y enderezarla.

Para ilustrar el pontificado de Juan Pablo II, la declaración siguiente del Prefecto de la Con­­­gregación para la Doctrina de la Fe, el Card. Ratzinger, ante la conferencia episcopal chi­­lena, nos bastará: “El mito de la dureza del Va­­ticano frente a la desviaciones progre­sis­tas se revela como una vana elucubración. Has­­ta el momento solamente se han pronun­cia­­do admoniciones, y en ningún caso penas ca­­nónicas en sentido propio” (27).

La “desistencia” de la Autoridad Suprema ante el error y sus propagadores conlleva la misma renuncia de cualquier autoridad dentro de la Iglesia. Es el Card. Ratzinger mis­mo quien reconoce en este mismo dis­curso al episcopado chileno: “El mismo obispo que, an­tes del Concilio, había expulsa­do a un pro­fe­sor irreprochable por causa de su forma de hablar un poco rústica, no ha sido ca­paz, después del Concilio, de echar a un profesor que ne­gó abiertamente algunas verdades fundamentales de la Fe”.

Ahora bien, en cualquier parte donde las al­­mas no puedan esperar el socorro de los pas­­tores legítimos, se impone a cualquiera que ten­­ga la posibilidad, el deber sub gravi de pres­­tar socorro a los católicos “en gran parte” tentados por el ateísmo, por el agnosticismo... “por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (Juan Pablo II, loc. cit.), y este deber recae ante todo so­­bre los obispos y acto seguido sobre los sa­­cerdotes, porque no socorrer a las almas en estado de necesidad espiritual no es sólo con­trario al precepto de la caridad, sino que tam­bién es una cosa “directe pugnans cum statu episcopali et sacerdotali [en desacuerdo directo con el estado episcopal y sacerdotal]” (Suárez).

1.4. Deber de suplencia de los obispos.

Este deber de socorro se impone ante todo a los obispos, de una forma muy especial. El Pa­­pado y el episcopado –escribe el cardenal Jour­net– “son dos formas, la una independien­te..., la otra subordinada, a un mismo poder que viene de Cristo y que está dedicado a la sal­vación eterna de las almas” (28).

Concretamente, el Papa y los obispos están en la Iglesia, por derecho divino positivo, co­­­mo el marido y la mujer están en la familia por derecho divino natural; el obispo esta su­bor­­dinado al Papa, lo mismo que la mujer de­be estarlo al marido, pero los dos (obispo y Pa­pa) están ordenados para el mismo fin: el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. Y lo mismo que el deber de suplencia se impo­ne ante todo a la mujer, en la medida de sus po­­­sibilidades, en caso de que el marido –con culpa o sin ella– venga a faltar a su de­­ber, así un deber de suplencia se impone an­te todo a los obispos, en la medida de sus po­sibilidades, en el caso de que el Papa –con culpa o sin ella– no atienda a la necesidad de las almas.

3º principio: En caso de grave ne­ce­sidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción) y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico [Eccle­sia supplet iurisdictionem].

Llegado el caso debemos prestar socorro, dentro de los límites de nuestras posibili­da­des; es decir, para un sacerdote y un obispo, viene a decir en los límites de su poder de or­­den. Esto es, en caso de necesidad ex­tre­ma de un individuo o de grave necesidad de un gran número de personas, cualquier sa­cer­­dote está obligado sub gravi a dar la ab­so­­lución sacramental, aunque esté privado de ju­­risdicción. San Alfonso escribe que “el ex­co­­mulgado vitando, si puede administrar vá­li­­­da­mente los sacramentos, está obligado a ad­­ministrarlos in articulo mortis [necesidad extrema de uno, equivalente a la necesidad gra­ve de muchos] por precepto divino y natu­ral, al cual no podrá oponerse el precepto hu­mano de la Iglesia” (29).

Abreviando: si la necesidad extrema de un in­­dividuo o la necesidad grave de muchos lo pi­de, podemos hacer lícitamente, más bien de­bemos hacer bajo pena de pecado mortal, to­do lo que puede hacerse válidamente en virtud del poder de orden. La jurisdicción nece­sa­­ria se adquiere, cada vez, como respuesta a la petición de las almas: véase el canon 2261.2 y 3 del código pío-benedictino, donde dice que los fieles pueden “ex qualibet iusta causa” pedir los sacramentos al sacerdote excomulgado (a quien la Iglesia ha privado de jurisdicción) y “el excomulgado así requerido puede administrarlos” [“et tunc ex­communi­ca­­tus requisitus potest eadem ministrare”]. “Su petición [de los fieles] otorga al sacerdote excomulgado el poder de administrar los sacramentos”: éste es el comentario del padre Hugueny O.P. (30). Esto significa que, en la necesidad, el ejercicio del poder de orden en toda la amplitud necesaria, es llamado al acto, no por la voluntad del superior jerárqui­co, sino directamente por el estado de necesi­dad: “la acción que en otras circunstancias es­­taría prohibida... es lícita y permitida por el es­­tado de necesidad” (cf. Enciclopedia Ca­tto­­lica, voz Necesidad, estado de).

En tales circunstancias extraordinarias se di­ce que la Iglesia “suple” la falta de jurisdicción. El Concilio de Trento (ses. 14, c. 7) nos ase­gura, en efecto, que va contra el pensa­mien­to de la Iglesia que las almas se pierdan a causa de reservas o de limitaciones jurisdic­cio­nales: “Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva [jurisdiccional] subsista en peligro de muerte [necesidad extrema del individuo, equivalente a la necesidad grave de muchos]” (Denz. 903) (31). Inocencio XI, ata­jando toda controversia sobre la cuestión, es­tablece definitivamente que, en la necesidad, la Iglesia suple la jurisdicción que le falta a los sacerdotes heréticos, degradados y excomulgados vitandos (32).

El pensamiento y el uso de la Iglesia están ba­sados en el principio de que en la necesidad se impone, por derecho natural y positivo, un grave deber de caridad, y que contra el derecho divino y natural, la Iglesia no tiene ningún poder. Hemos citado ya a San Alfonso: al “precepto divino y natural... no podrá opo­nerse el precepto humano de la Iglesia”. Suárez escribe: “La justicia o la caridad mandan evitar... el daño del prójimo, y a este mandato [divino] no puede oponerse razonable­men­te la ley humana” (33). Santo Tomás, por úl­timo, recuerda que “las disposiciones del de­re­cho humano no pueden jamás contravenir al derecho natural ni a la ley de Dios” (Summa Theol. II-II q. 66 a 7). Esto es válido ante to­do para el derecho humano eclesiástico, que debería facilitar, y no entorpecer, el ejerci­cio de la caridad. Es por esto que el P. Cap­pe­llo escribe que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para ocuparse o bien de la ne­cesidad extrema de un individuo o bien “de la necesidad pública o general de los fieles” (34). “ La razón de esto –explica San Alfonso– es que de otra manera muchas almas se per­derían, luego entonces se supone que la Iglesia suple la jurisdicción” (35).

En otros términos, así como en la necesidad ma­terial las cosas vuelven a su destino ini­cial, que es la utilidad de todos los hombres en ge­neral, así en la necesidad espiritual el poder de orden vuelve a su destino inicial, que es atender la necesidad de todas las almas en ge­neral, y cae la limitación (o privación total) de la jurisdicción que se deriva de las leyes eclesiásticas (36) : “Todo sacerdote –explica Santo Tomás–, en virtud de su poder de orden, tiene un poder igual sobre todos [los hombres] y para todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos [los hombres] de todos los pecados depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiástica. Pero como «la necesidad no obedece a la ley» (cf. Consilium de observ. Ieiun., De Reg. Iur., V Decretal., c. 4), en caso de necesidad, él [cualquier sacerdote] no está impedido por la disposición de la Iglesia de poder absolver sacramentalmente, ya que lo tiene dado por el poder de orden “ (Summa Theol., Suppl. q. 8 a. 6).

1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción su­ple­toria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extra­or­dinaria, consagra a otro obispo y no po­ne en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica.

La doctrina sobre la jurisdicción supletoria es­tá tratada ordinariamente a propósito del sa­cramento de la penitencia, porque la falta de jurisdicción convierte la confesión no sólo en ilícita, sino también en inválida. Esta doctri­na, sin embargo, puede ser aplicada por ana­lo­gía también en otros dominios (37). Así que, lo mismo que un sacerdote, en caso de nece­si­dad extrema de un individuo o de grave ne­ce­sidad pública sin esperanza de socorro por par­te de los pastores legítimos, no sólo puede, si no que debe absolver sacramentalmente “da­do que tiene el poder de orden” (Santo To­más cit.), así, si una necesidad grave y ge­ne­ral de las almas –sin esperanza de so­co­rro por parte de los pastores legítimos– lo exige, un obispo puede transmitir el episcopado, o más bien tiene el deber de hacerlo, “da­do que tie­ne el poder de orden”.

El P. Cappello, S.I., dice que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para atender la “ne­cesidad pública o general de los fieles” en to­dos los casos “en los que ha manifestado, o expresa o tácitamente, querer suplirla” (38). La historia muestra que la Iglesia ha manifesta­do, al menos tácitamente, la voluntad de suplir la jurisdicción para la consagración de otros obispos en caso de grave necesidad es­pi­ritual general o pública: en la historia más pró­xima, más allá del “telón de acero” los obispos “clandestinos” han sido consagrados sin autorización pontificia para atender las gra­ves necesidades generales de las almas; y en la historia más remota, durante la crisis arriana, al­gunos obispos, entre los que estaba San Eu­se­bio de Samosato, sin mandato pontificio, no sólo consagraron, sino que también esta­ble­cieron las sedes episcopales de otros obispos (39), y la Iglesia no vaciló en proclamar su santidad.

El Card. Billot escribe que Jesús Nuestro Se­ñor instituyó el Primado, pero dejó en cierto modo indefinidos los límites del poder epis­co­pal, ya que “no habría sido adecuado que el derecho divino determinase inmutablemente lo que tendría que quedar a veces sujeto a cam­bios en función de la variedad de las cir­cuns­tancias y de los tiempos, de la facilidad más o menos grande de recurrir a la Sede Apos­tólica, y de otras cosas parecidas (De Ec­clesia Christi, q. XV, 2, p. 713).

De hecho, la historia confirma que el estado de necesidad ha dilatado, junto con los de­beres de los obispos, igualmente su poder de jurisdicción. Dom A. Grea, de cuya adhesión al Primado no se puede dudar, en su li­bro De la Iglesia y de su divina constitución, dedica un capítulo entero a La acción extraordinaria del episcopado (vol. I, p. 218). No solamente al inicio del cristianismo –dice– las “necesidades de la Iglesia y del cris­tianismo” exigieron que el poder de orden episcopal se ejerciera en toda su extensión, sin limitaciones jurisdiccionales (p. 214), sino que, en las épocas siguientes, las circuns­tan­cias extraordinarias requirieron “de mani­fes­taciones más raras y extraordinarias todavía” del poder episcopal (p. 218), para “llevar remedio a las necesidades más urgentes del pueblo cristiano” (ibid.), para las que no había esperanza de socorro por parte de los pas­tores legítimos y del Papa. En tales circuns­tan­cias, en las que está también en juego el bien común de la Iglesia, las limitaciones juris­dic­cionales desaparecen y “prima la universa­li­dad” del poder episcopal –dice Dom Grea– “para ir directamente al socorro de las almas” (p. 218). “Así, en el siglo IV vemos a San Eu­sebio de Samosate recorrer las Iglesias orien­tales devastadas por los arrianos y con­sa­grar en ellas a los obispos católicos sin tener sobre ellas [estas Iglesias] ninguna jurisdic­ción especial (op. cit., p. 218).

Palazzini recuerda que “hoy la jurisdicción [so­bre una diócesis] es otorgada [a los obispos] directa y expresamente por el Papa (...); en la Antigüedad, sin embargo, dependía más in­di­rectamente del Vicario de Cristo; casi por sí misma (quasi ex sese) salía del Papa a sus obispos, que permanecían en unión y paz con la Iglesia Romana, madre y cabeza de todas las Iglesias” (40). Y “casi por sí misma”, la jurisdicción parece haber fluido del Papa en la historia de la Iglesia cada vez que lo ha exi­gido una grave necesidad de la Iglesia y de las almas. En estas circunstancias extraordinarias –dice Dom Grea– el episcopado actúa “amparado por el consentimiento tácito de su Cabeza, y legitimado por la necesidad” (op. cit., vol. I, p. 220). Debe resaltarse que Dom Grea no dice que el consentimiento del Pa­­pa asegure a los obispos la existencia de la ne­­cesidad, sino que, al contrario, es la necesi­dad la que les garantiza el consentimiento del Papa.

¿Y por qué la necesidad hace cierto “el con­sentimiento” de su Cabeza, consentimiento que en realidad sus obispos ignorarían? Evi­den­temente, porque en la necesidad el parecer positivo de Pedro es obligado: si Pedro, en virtud del Primado, tiene el poder –recibido de Cristo– de ampliar o restringir el ejercicio del poder de orden episcopal, tiene también, de parte de Cristo, el deber de extenderlo o restringirlo según la necesidad de la Iglesia y de las almas. En el ejercicio del poder de las Llaves, en efecto, Cristo es siempre el “agente principal” (“llave de excelencia”) y “ningún otro hombre puede ejercer [el poder de las llaves] como agente principal” (Summa Theol., Supl q. 19 a. 4), sino solamente “como instrumento y ministro de Cristo” (“llave del Ministerio”) (Summa Theol., Supl. q. 18 a. 4). También las Llaves de Pedro son “las llaves del Ministerio”, y por esto Pedro no puede usar de forma arbitraria el poder de las Llaves, sino que debe atenerse al orden divino. Y el orden divino es que la jurisdicción fluya hacia los otros por medio de Pedro, de tal manera que se provea “sufi­cien­temente a la salvación de los fieles” (Sum­ma Contra Gentiles, c. 72). Así, si Pedro im­pidiese que fuesen atendidas las necesi­da­des de las almas, actuaría contra el orden divi­no e incurriría en una falta muy grave (v. Sum­ma Theol. Supl. q. 8, a. 4 a 9 y sq.).

El Primado no es otra cosa que la plenitud de posesión de ese “poder público de go­ber­nar a los fieles con el fin de que alcancen la vida eterna” (41); es la plenitud de ese poder de jurisdicción que es “concedido no para el provecho del depositario, sino para el bien del pueblo y para el honor de Dios” (Summa Theol., Supl. q.8 a. 5 ad. 1), y “ninguna razón de derecho ni de sentido de equidad puede sostener que esto que ha sido salvífi­ca­men­te instituido para el provecho de los hombres se con­vier­ta en su detrimento” (Digesto, cit. en Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 y II-II q. 60 a. 5 ad 2). Por esto escribe Dom Grea que las manifes­ta­ciones extraor­di­narias del po­der episcopal no cuestionan la doctrina sobre el Primado, por­que la necesidad sin espe­ran­za de socorro por parte de los pastores le­gítimos re­con­duce la “acción extraordinaria” del episcopado “a las leyes esenciales de la jerarquía”, que no se restringen a las leyes ju­risdiccionales ordinarias.

Santo Tomás, ilustrando la constitución je­rár­quica de la Iglesia, escribió: “el que tiene un poder universal [el Papa] puede ejercer so­bre todos el poder de las llaves: los que sin em­bargo han recibido un poder concreto [los obispos] no pueden utilizar el poder de las llaves sobre cualquiera, sino solamente sobre los que han recibido en herencia; excepto en caso de necesidad” (Summa Theol., Supl., q. 20, a. 1). Lo que quiere decir que la cons­ti­tución jerárquica de la Iglesia, y por ende su Primado, no se cuestiona por “la acción nor­mal­­mente prohibida, que viene a ser lícita y permiti­da en el estado de necesidad” (42).

1.6. Refutación de algunas objeciones erró­neas.


En el caso de Mons. Lefebvre, sin embargo, algunos, preocupados por salvar el Prima­do pontificio (el cual, tratándose de estado de necesidad, no se estaba cuestionando), han pretendido encerrar el poder de socorro de los obispos en los límites del poder jurisdiccio­nal. Por ejemplo, según los autores de un opúsculo (43), el problema sentado por las con­sa­gra­ciones episcopales de Mons. Le­febv­re de­be afrontarse no sólo en la vertiente del poder de orden, sino también del poder de juris­dic­­ción; y puesto que está en “el orden de las co­­sas deseadas por el mismo Cristo” el que co­rresponda siempre y solamente al soberano Pontífice “elevar al inferior (...) al nivel de su­cesor de los Apóstoles, confirién­do­le una ju­risdicción determinada [lo que pre­ci­­samente Mons. Lefebvre no hizo, pues trans­mitió sólo el poder de orden]” (p. 15), “en ningún caso”, ni siquiera en caso de nece­si­dad, puede un obispo consagrar a otro obispo sin mandato del Papa. Y la exclusión es tan rigurosa que los autores del opúsculo llegan a examinar el ejem­plo de los sacramentos: “así –escriben–quien no tiene agua para bau­tizar no puede bautizar con limonada a su hijo moribundo”, y “quien no es sacerdote no pue­de dar la ab­so­lución a un moribundo, aunque le hiciera fal­ta” (p. 57).

Mala teología y muy mala lógica. Dejemos la respuesta a Santo Tomás: “El bautismo debe su eficacia a la consagración de la ma­­teria sacramental [luego nadie podrá bautizar con limonada]... Sin embargo, la eficacia del sacramento de la penitencia [así como el sacramento del orden sacerdotal] deriva de la consagración del ministro” (Summa Theol., Supl. q. 8 a. 6 ad 3).

Luego quien no es sacerdote no puede ab­sol­ver, ni siquiera en caso de necesidad, pues no tiene el poder de orden; si lo hiciera, actua­ría de forma inválida, luego no teniendo poder no tiene tampoco el deber. Por el contrario, quien tiene el poder de orden actúa válida­men­te; y en caso de necesidad puede (más bien debe) hacer lícitamente todo lo que puede hacer válidamente: un sacerdote, absolver; un obispo, consagrar otro obispo, “pues tie­ne el poder para hacerlo”. Las leyes que li­mitan el poder de orden episcopal no son le­­yes inhabilitantes, es decir, que convierten el acto en nulo o convierten al sujeto en incapaz de hacerlo válidamente (como lo son las le­yes divinas sobre la materia y sobre el minis­tro de los sacramentos), sino leyes ju­risdic­cio­nales, y por consiguiente eclesiásti­cas.

San Alfonso escribe: “en lo que concierne a la materia o a la forma de los sacramentos” la Iglesia no tiene el poder [nil potest Eccle­sia], “pero en lo referente a la jurisdicción la Iglesia puede suplir, y se presume que suple por el bien de las almas” (44).

De hecho, en toda la historia de la Iglesia no se encuentra ningún cristiano bautizado con limonada, pero sí se encuentran sin embar­go obispos nombrados, ordenados e instituidos inconsulto Petro [sin consultar al Papa], in­clusive en período de Sede vacante (45). Esto no hubiera sido posible si fuera “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo”, el que corresponda siempre y solamente a Pedro el poder de nombrar e instituir a los obispos, y “en ningún caso” a otro obispo.

Si hubiera sido verdaderamente así, “el or­den de las cosas deseadas por el mismo Cristo” habría sido repetidamente violado durante siglos por la Iglesia, lo que es insostenible.

Los autores del opúsculo, situados ante el ar­­gumento histórico (pp. 63 y ss.), escriben que esto demuestra que “la Iglesia sabe ser rea­­lista”, y que el Concilio de Nicea (325), de­sig­nando a los metropolitanos como com­pe­­tentes en el nombramiento y la institución de los obispos, habla “explícitamente de difi­cul­­tades de orden geográfico” (p. 64, n. A).

Decididamente, los autores del opúsculo no se dan cuenta de su contradicción: como de­­muestra el ejemplo de los sacramentos por ellos adoptado, cuando se trata “del orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”, la Iglesia no puede ser “realista”, y no hay mo­­tivos de orden geográfico que valgan. Así por ejemplo, no le está permitido a la Iglesia ser “realista” para el ministro o para la materia de las sacramentos, y desde luego nunca pue­­de permitir por “motivos geográficos” que un sacerdote consagre a un obispo (46), ni que en los países donde no se cultiva la uva se ce­lebre la Santa Misa con otra cosa que no sea vino de viña (pensemos en las dificulta­des del Card. Massaia en Abisinia). Si la Iglesia, para el nombramiento y la institución de los obispos, ha podido ser “realista” y tener en cuenta las “dificultades geográficas”, es se­ñal de que no está en “el orden de las cosas que­­ridas por el mismo Cristo”que el nombra­mien­­to de un obispo sea solamente competen­cia del Pontífice Romano, y de que desde luego no es en absoluto verdad que “en ningún ca­so”, ni siquiera en caso de necesidad, un obis­po pueda nombrar e instituir otro.

Y de hecho en el pasado, por ejemplo cuan­do la herejía arriana amenazaba a toda la Iglesia, lo mismo que en nuestros días más allá del Telón de Acero, exigiéndolo la grave ne­­cesidad sin esperanza de socorro de las almas y de la Iglesia, los obispos han consagra­do no solo válidamente, sino también lícita­men­­te, a otros obispos sin haber recibido el man­­dato del Papa, y a su vez los obispos con­sa­grados sin mandato del Papa, han ejercido no sólo válidamente, sino también lícitamente, su poder episcopal, porque la necesidad de la Iglesia y de las almas lo pedían. Hasta el pun­to que ciertos teólogos, hechas las debidas precisiones, sostienen la hipótesis de que la Iglesia concede también tácitamente la juris­dic­ción a los obispos ortodoxos cismáticos con el fin de que, con la consagración de otros obispos, así como con la ordenación de otros sa­cerdotes, se atienda la necesidad de nume­ro­sas almas (47).

Luego el problema de las consagraciones epis­copales de Mons. Lefebvre debe cierta­men­te ser afron­tado no sólo desde el punto de vista del po­der de orden, sino también desde el poder de jurisdicción, pero sin excluir la doctrina ca­tó­lica sobre la “jurisdicción su­plida” in specialibus adiunctis [en circuns­tan­cias extraordinarias], porque estamos dentro del dominio de la jurisdicción y en la Iglesia la jurisdicción es para las almas, y no las almas para la jurisdicción.

* * *

Dentro del camino erróneo de los autores del opúsculo, llegan a sostener que “la cuestión de las consagraciones es un asunto funda­men­­talmente dogmático, y consecuentemente in­mutable en su solución, cualesquiera sean las circunstancias”, por tanto “los atrevidos lex positiva non obligat [cum tanto in­com­mo­do] parecen demasiado ex­pe­di­tivos” (p. 7).

Dejando de lado que en el caso de Mons. Le­­febvre no se trata de “grave incomodidad”, si­no, como veremos más adelante, de la impo­si­bilidad moral absoluta de obedecer tanto a la ley como al legislador, aquí lo único “dema­sia­do expeditivo” es el “consecuentemente” de la afirmación: “es un asunto funda­men­tal­men­­te dogmático, y consecuentemente in­mu­ta­­ble en su solución”.

Una ley disciplinaria, de hecho (y así son las leyes jurisdiccionales que disciplinan el ejer­­cicio del poder de orden), aunque sea fun­da­­mentalmente dogmática, no pierde por ello su naturaleza de ley disciplinar, y no se con­vier­te por tanto en cuestión dogmática y “con­se­cuentemente in­mu­ta­ble en su solución”.

En el Código de Derecho Canónico existe un derecho “propuesto” por la Iglesia (y son las normas de derecho divino natural y po­sitivo, entre las que está el canon sobre el Primado) y un derecho “constituido” de la Iglesia (al cual pertenecen las normas que recogen el ejercicio del poder de orden episcopal, co­mo la reserva papal sobre las consagraciones episcopales) (48). El derecho constitui­do por la Iglesia es “fundamentalmente dog­má­tico”, porque “el dogma... es la condición y la guía de la norma canónica” (49), pero la nor­ma canónica se distingue y es bien dis­tin­gui­ble de su fundamento dogmático. La distin­ción se hace ratione Legislatoris immediati, es decir, considerando al Legislador inmediato de la norma (50).

Parece evidente que el primado es de de­re­cho divino, porque lo instituyó directamente Nuestro Señor Jesucristo, pero la reserva pa­pal sobre las ordenaciones episcopales es de derecho eclesiástico, porque está instituida directamente por el Papa. Esto es lo que ha hecho posible la variación en materia de dis­­ciplina eclesiástica a través de los siglos: “a partir del siglo XI (...), a causa de los abusos que surgieron a veces por parte de los me­­tropolitanos, la consagración de los obispos comienza gradualmente a estar reservada en algunos lugares al Soberano Pontífice, y a partir del siglo XV la reserva ya es universal [y sólo dentro de la Iglesia latina]” (51). Reserva, entonces, introducida bastante tarde en la Iglesia y motivada por los abusos que habían surgido y no por derecho divino. Sin duda alguna, el Papa ha instituido esta reserva vi primatus [en virtud de su Primado], y el primado es el fundamento dogmático de es­ta norma canónica, pero no está permitido por ello identificar la norma canónica con su fun­damento dogmático y afirmar así que la nor­ma es tan “inmutable” como su fundamento dog­mático. Esto significa la anulación de toda dis­tinción entre derecho divino y derecho ecle­siás­tico humano, entre leyes dogmáticas y leyes jurisdiccionales.

Declarar una norma canónica “inmutable cualesquiera sean las circunstancias” sólo porque tiene un “fundamento dogmático” significa darle el concepto de inmutable a todo o ca­si todo el Código de Derecho Canónico, y anular sic et simpliciter la doctrina católica so­bre las causas excusantes de la obligación de la ley. Cosa evidentemente absurda.

En conclusión: puesto que Nuestro Señor Je­sucristo ha instituido el Primado, pero no ha determinado directamente los límites de la ju­risdicción episcopal (v. Billot cit.), y ha deja­do al Pontífice Romano determinar vi pri­ma­tus esos límites, queda claro que la reserva del Papa sobre las ordenaciones episcopales no es de derecho divino, sino eclesiástico, y por tanto no es “inmutable cualesquiera sean las circunstancias”, sino al contrario: como en todo derecho constituido por la Iglesia, se sobreentiende siempre la cláusula “salvo el bien común y la salus animarum en un caso parti­cu­lar y extraordinario examinado prudente­men­te”, cláusula que, “siendo universal y derivando racionalmente de la naturaleza de las co­sas, la omite el derecho en las leyes particu­la­res, sin que sin embargo deje de limitar ver­da­­deramente la materia y la obligación de­ter­mi­­nadas por toda ley humana” (52).


CONTINUARA....