“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

viernes, 6 de julio de 2012

FIDES EX AUDITE

"EL CASTIGO DEL CULPABLE"

5ta Conferencia de Antonio Royo Marin O.P
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EL CASTIGO DEL CULPABLE

Os expuse ayer, a la luz de la teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la

resurrección de la carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a aquella escena

tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad, que tendrá lugar al fin de los

siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo, sentencia de bendición para los buenos: “Venid,

benditos de mi Padre, a poseer el reino que está preparado para vosotros”, y sentencia de

maldición para los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.”

No podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata

de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el

destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día de estas

conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será una conferencia

llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde,

señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente

trágico, del destino eterno de los réprobos.

Es un tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría

muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el

pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no

resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la caridad,

de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los otros, y otros temas

semejantes.

Son temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia

Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la

opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero

tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo

cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma parte del

depósito sagrado de la divina revelación.

Señores: La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos,

el dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco

puede crear otros nuevos.

Cuando el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de

María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos, con su autoridad

infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.

El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad

infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el

Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de la

revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana.

Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o

patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el

depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.

El dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la

Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con

toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara y más

evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.

Este es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias

cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas Iglesias de

Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus dogmas. Ya creen

esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya rechazan lo que antes aceptaron, sin

más norte ni guía que el capricho del “libre examen”. Y así, se da el caso pintoresco,

señores, de que ciertas sectas protestantes que se separaron de la Iglesia Católica

principalmente por no admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no

es eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina ironía, José de

Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no admitir el purgatorio,

vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el purgatorio. Es que el error, señores,

conduce, lógicamente, a los mayores disparates.

La Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su

existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que

Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo mantenga intacto,

sin alterarlo en lo más mínimo.

El dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni

cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo

primero, la existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin del

mundo.

Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse

hoy.

Por de pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. “La

Divina Comedia”, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero

tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del infierno

son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice nada de eso. Rechazo,

en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma

católico en torno a la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.

En primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.

Lo hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo

entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente

ante nosotros, nos dijera: “Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más

allá”, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se atrevería ya

a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda

la humanidad?

Señores: los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en

la cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas condiciones de

autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa y exigente.

No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna

monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el

de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron

después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los

pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno.

Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas

que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de

personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia. Nuestra

fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más inconmovible.

Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy

decir quién es.

Trasladémonos con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo

que conoció la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los

principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es

Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de Dios en la

tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el

cristianismo enlaza legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y

coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el

representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose

con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: “Por el Dios vivo te conjuro que

nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.” Y aquel preso

maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: “Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y

os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las

nubes del cielo (Mt 26, 63-64).

Señores: nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido

jamás a decir: “Yo soy el Hijo de Dios”, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá.

Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito atrevimiento de

hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de decirlo, ha tenido también la

infinita audacia de demostrarlo. Una serie de pruebas aplastantes, absolutamente

infalsificables, han puesto la rúbrica divina a esa tremenda afirmación: “Yo soy el Hijo de

Dios.” ¿Queréis que recordemos unas cuantas?

Un día se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó.

Y a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos

contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía

absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y

preguntó: “¿Qué pasa?” “Es Jesús de Nazaret que se acerca”, le contestaron. Y al instante,

el pobre ciego comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!” Y alargando las

manos, que son los ojos del ciego, buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le

pregunta Jesús con dulzura: “¿Qué quieres?” ¡Pobrecito, qué iba a querer! “Señor, que

vea.” Y Jesús pronuncia una sola palabra: “Quiero.” Y al instante se abren los ojos del

ciego y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).

Oculista que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio

óptico, corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo

con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?

Otro día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le

caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas

en los ojos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Y extendiendo Él su mano, le toca

diciendo: “Quiero, sé limpio.” Y en el acto la carne podrida del leproso se vuelve fresca y

sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5, 12-13).

Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los

adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso! El

bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos y adelantos de

la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola palabra: “Quiero”, y al

momento desapareció la lepra.

Otro día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni

los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: “Dadles de comer.” Pero ellos le respondieron:

“No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.” Él les dijo: “Traédmelos acá.” Y alzando

sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus discípulos, y estos, a la

muchedumbre.

Y comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos

llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?

Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se

levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza

zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Y

Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece.” Y al

instante se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron

asustados: “¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 34-41).

Otro día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una

alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).

Otro día...

¿Para qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades,

con las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y

Señor de todo.

Pero hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro

Señor Jesucristo.

Señores: en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte

real: la putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener

una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza a

descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima,

científicamente segura.

Recordemos ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo

de Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al

Maestro, diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo”. Jesucristo no acude enseguida;

deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya

cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: “Señor: si hubieras

estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”, Jesús le dice: “Yo soy la resurrección y la

vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá”. Se dirige al sepulcro, seguido de

una gran muchedumbre. Y ordena: “Quitad la piedra”. Y al instante perciben todos el hedor

pestilencial del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al

cielo, pronuncia estas palabras: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que

siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que

Tú me has enviado”. Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y al

instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de

Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.

Señores: el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y

creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede

suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en nombre

propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le invoca no para

pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los que le rodean crean que

ha sido enviado por Él.

Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una

manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el cielo,

cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta

del Eterno Padre, que exclamaba: “Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo puestas mis

complacencias”. (Mt 3, 16-17).

Pues bien: ese que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe

perfectamente lo que hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio

que existe el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. “Que venga alguien del otro

mundo a decirlo”. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo

de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando la

existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se

les antojen a los incrédulos.

¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo

muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que

les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que

la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma

nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más

que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis

conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido

casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y

ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio

práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta

de paz y de felicidad ansiada.

¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas

palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el

momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No

buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la

fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una

prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si

a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son

juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad

incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto?

Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para

recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la

humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le

dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de

ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente,

no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no

andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.

¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no

eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los

verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les

impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la

fe.

No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica

resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un

argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No

puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único

manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que

no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es

imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay

abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una

fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta

el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le

habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella

la carcajada de la incredulidad.

¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las

cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya

llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: “Antes

desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré

de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror”. (Prov 1, 25-26). El

mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora

reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y

riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la

hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.

El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los

incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es

conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él.

El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la

doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de

bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos

dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que

pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta

fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno.

Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres:

lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos pena de sentido y la eternidad

de ambas penas. Ahí tenemos toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son

circunstancias accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y

resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena

de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.

Señores: maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por

partes.

Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La

condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para

toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.

Ya estoy oyendo la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible

que hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues

entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé prescindir muy

bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De manera que si lo más terrible

que me voy a encontrar en el infierno es que allí no tendré a Dios, ya puede enviarme allá

cuando le plazca”.

¡Pobrecito! No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento,

que puede ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.

Te gusta la belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en

forma de mujer...

Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si

precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has

cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más allá.

Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella

cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada de todas las

revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo

hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?

Pues mira: todas esas cosas no son más que “gotitas” de una felicidad efímera, que no

llena el corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del

todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne

no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por experiencia!

Ahora bien: en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del

cuerpo, aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de

ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e

inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad,

que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él

está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y de

alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de perro rabioso,

trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos

brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles

palabras: “¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces

verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene

importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se

apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para

siempre, para siempre, para toda la eternidad.

Dios, señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán

incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos

formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto

es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.

Pero, me diréis: “Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente

tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”

De ninguna manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El

condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente

a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es

arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia

que, poseyéndole, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberle

ofendido en este mundo.

El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son

imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido

en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal, según nos encuentre

en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de Dios, la muerte nos fosilizará

en el bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte

nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos

arrepentirnos jamás.

El condenado tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no

solamente no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por

puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la

menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo, señores,

que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os decía que Dios actúa sobre el

condenado como un electroimán incandescente: le atrae y le quema al mismo tiempo. No

podemos formarnos idea, acá en la tierra, del tormento espantoso que esto ocasionará a los

condenados.

Y luego viene la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia,

comparada con la de daño. Es la pena del fuego. Yo no sé, señores, porque la Iglesia

Católica no lo ha definido expresamente, si el fuego del infierno es de la misma naturaleza

que el fuego de la tierra: no lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no

imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la Sagrada Penitenciaría

Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que preguntó qué tenía que hacer con

un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si se tratase

únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría contestó que ese

penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y si después de la debida

instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había que

negarle la absolución. Está claro, señores.

El fuego del infierno es un fuego real, no metafórico, aunque no podemos precisar si

es o no de la misma naturaleza que el fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy

distintas, porque el fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las

almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.

Me acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de

Santander. Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el

establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la catástrofe

económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo con el fin de hacer salir

las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho en salir y el incendio crecía por

momentos, el padre del muchacho quiso lanzarse también, ya no por las vacas, sino por

sacar a su hijo que iba a perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De

pronto, el muchacho salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de

cabeza a una poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió

rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras mortales, gritaba

espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión, confesión, que me quemo;

confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir el Viático murió retorciéndose

con terribles dolores.

Señores: yo no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra,

pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los condenados para toda

la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Las cosas son

así, aunque nos resulten incómodas y molestas.

Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera

característica: su eternidad. El infierno es eterno.

¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el

pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se

retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están

adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el

agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y

desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado.

Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la

vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más

que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre

en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible

liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero

durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez

definitivamente.

Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.

La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En

la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil,

fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses,

ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá

jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.

¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con

mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de

dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de

céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos

tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de

céntimos!

Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la

eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno

seguirá petrificado.

Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos

se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.

Pero, quizá me digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema.

Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos

basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad

del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede

compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios,

proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le

cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta”.

Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y

prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente

hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con

toda mi alma porque lo ha revelado Dios.

Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?

Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla

del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de

comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a

su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de

excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola

del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: “¿Qué estás haciendo,

pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero,

¿no ves que eso es imposible?” “Más imposible todavía es que tú puedas comprender el

misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede

caber en tu cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño,

sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran

lección.

Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente

grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es

cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de

Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué

cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e

indiscutibles.

Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma

terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente

más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo

es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos

cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho

hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase

en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco.

Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción,

alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción:

la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para

salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en

una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se

convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del

Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la

humanidad.

Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en

la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el

corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos

ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica,

esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese

mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la

eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que

traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes

nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza!

Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos

caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos

y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata

de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una

falta evidente de honradez.

“¿Pero no es Dios infinitamente misericordioso?”

¿Lo preguntas tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil?

¿Cincuenta mil? ¿Y todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no

sabes que si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el

primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al infierno para toda la

eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente misericordioso espera con tanta

paciencia que se arrepienta el pecador y le perdona en el acto, apenas inicia un movimiento

de retorno y de arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y

humillado. No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente

misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente, obstinadamente,

durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza definitivamente a Dios, sería el

colmo de la inmoralidad echarle a Dios la culpa de la condenación eterna de ese malvado y

perverso pecador.

No puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que se

castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el futuro, ¿por qué

crea a los que sabe que se han de condenar?”

Señores: esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al

pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece

generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que todos los

hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo crucificado para

quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios

quiere que todos los hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la

seriedad que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se

salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre

de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la inmoralidad

sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que se iba a condenar.

Señores: el colmo de la inmoralidad.

Es ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con

infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también con infinito

amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en poner objeciones al

dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible realidad– procuremos evitarlo con

todos los medios a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el

infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.

En realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos

planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin

trascendencia alguna.

¡Muchacho, estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder

las vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.

¡Millonario que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una

miseria vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.

Tú, el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu

mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a encontrar.

Y tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame.

Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya

volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.

La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la

condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda ponderación y

encarecimiento!

¡Que se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad,

la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente seria: la

salvación del alma.

Estamos a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.

¡Pobre pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de

Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos

mandamientos, fíjate bien: si quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una

larga caminata; te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas

delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más íntimo del

alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!” Yo te

garantizo, por la sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen

ladrón, la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde, al

final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.

Pero para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes

a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó instituido

en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón. Basta que

hables unos pocos minutos con él. Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con

inmensa caridad y dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo

Cristo a través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la

fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en paz, y en

adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.

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