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EL CASTIGO DEL CULPABLE
Os expuse ayer, a la luz de la teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la
resurrección de la carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a aquella escena
tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad, que tendrá lugar al fin de los
siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo, sentencia de bendición para los buenos: “Venid,
benditos de mi Padre, a poseer el reino que está preparado para vosotros”, y sentencia de
maldición para los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.”
No podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata
de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el
destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día de estas
conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será una conferencia
llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde,
señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente
trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría
muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el
pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no
resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la caridad,
de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los otros, y otros temas
semejantes.
Son temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia
Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la
opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero
tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo
cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma parte del
depósito sagrado de la divina revelación.
Señores: La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos,
el dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco
puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de
María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos, con su autoridad
infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.
El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad
infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el
Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de la
revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana.
Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o
patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el
depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la
Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con
toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara y más
evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Este es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias
cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas Iglesias de
Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus dogmas. Ya creen
esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya rechazan lo que antes aceptaron, sin
más norte ni guía que el capricho del “libre examen”. Y así, se da el caso pintoresco,
señores, de que ciertas sectas protestantes que se separaron de la Iglesia Católica
principalmente por no admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no
es eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina ironía, José de
Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no admitir el purgatorio,
vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el purgatorio. Es que el error, señores,
conduce, lógicamente, a los mayores disparates.
La Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su
existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que
Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo mantenga intacto,
sin alterarlo en lo más mínimo.
El dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni
cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo
primero, la existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin del
mundo.
Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse
hoy.
Por de pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. “La
Divina Comedia”, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero
tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del infierno
son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice nada de eso. Rechazo,
en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma
católico en torno a la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.
En primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo
entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente
ante nosotros, nos dijera: “Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más
allá”, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se atrevería ya
a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda
la humanidad?
Señores: los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en
la cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas condiciones de
autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa y exigente.
No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna
monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el
de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron
después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los
pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno.
Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas
que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de
personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia. Nuestra
fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más inconmovible.
Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy
decir quién es.
Trasladémonos con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo
que conoció la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los
principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es
Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de Dios en la
tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el
cristianismo enlaza legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y
coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el
representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose
con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: “Por el Dios vivo te conjuro que
nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.” Y aquel preso
maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: “Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y
os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las
nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores: nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido
jamás a decir: “Yo soy el Hijo de Dios”, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá.
Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito atrevimiento de
hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de decirlo, ha tenido también la
infinita audacia de demostrarlo. Una serie de pruebas aplastantes, absolutamente
infalsificables, han puesto la rúbrica divina a esa tremenda afirmación: “Yo soy el Hijo de
Dios.” ¿Queréis que recordemos unas cuantas?
Un día se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó.
Y a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos
contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía
absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y
preguntó: “¿Qué pasa?” “Es Jesús de Nazaret que se acerca”, le contestaron. Y al instante,
el pobre ciego comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!” Y alargando las
manos, que son los ojos del ciego, buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le
pregunta Jesús con dulzura: “¿Qué quieres?” ¡Pobrecito, qué iba a querer! “Señor, que
vea.” Y Jesús pronuncia una sola palabra: “Quiero.” Y al instante se abren los ojos del
ciego y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio
óptico, corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo
con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le
caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas
en los ojos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Y extendiendo Él su mano, le toca
diciendo: “Quiero, sé limpio.” Y en el acto la carne podrida del leproso se vuelve fresca y
sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5, 12-13).
Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los
adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso! El
bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos y adelantos de
la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola palabra: “Quiero”, y al
momento desapareció la lepra.
Otro día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni
los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: “Dadles de comer.” Pero ellos le respondieron:
“No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.” Él les dijo: “Traédmelos acá.” Y alzando
sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus discípulos, y estos, a la
muchedumbre.
Y comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos
llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se
levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza
zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Y
Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece.” Y al
instante se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron
asustados: “¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 34-41).
Otro día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una
alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro día...
¿Para qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades,
con las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y
Señor de todo.
Pero hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo.
Señores: en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte
real: la putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener
una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza a
descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima,
científicamente segura.
Recordemos ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo
de Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al
Maestro, diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo”. Jesucristo no acude enseguida;
deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya
cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: “Señor: si hubieras
estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”, Jesús le dice: “Yo soy la resurrección y la
vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá”. Se dirige al sepulcro, seguido de
una gran muchedumbre. Y ordena: “Quitad la piedra”. Y al instante perciben todos el hedor
pestilencial del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al
cielo, pronuncia estas palabras: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que
siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que
Tú me has enviado”. Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y al
instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de
Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.
Señores: el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y
creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede
suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en nombre
propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le invoca no para
pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los que le rodean crean que
ha sido enviado por Él.
Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una
manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el cielo,
cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta
del Eterno Padre, que exclamaba: “Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo puestas mis
complacencias”. (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe
perfectamente lo que hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio
que existe el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. “Que venga alguien del otro
mundo a decirlo”. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo
de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando la
existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se
les antojen a los incrédulos.
¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo
muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que
les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que
la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma
nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más
que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis
conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido
casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y
ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio
práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta
de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas
palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el
momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No
buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la
fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una
prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si
a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son
juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad
incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto?
Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para
recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la
humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le
dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de
ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente,
no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no
andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no
eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los
verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les
impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la
fe.
No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica
resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un
argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No
puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único
manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que
no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es
imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay
abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una
fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta
el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le
habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella
la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las
cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya
llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: “Antes
desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré
de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror”. (Prov 1, 25-26). El
mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora
reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y
riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la
hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.
El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los
incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es
conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él.
El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la
doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de
bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos
dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que
pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta
fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno.
Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres:
lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos pena de sentido y la eternidad
de ambas penas. Ahí tenemos toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son
circunstancias accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y
resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena
de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.
Señores: maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por
partes.
Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La
condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para
toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy oyendo la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible
que hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues
entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé prescindir muy
bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De manera que si lo más terrible
que me voy a encontrar en el infierno es que allí no tendré a Dios, ya puede enviarme allá
cuando le plazca”.
¡Pobrecito! No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento,
que puede ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.
Te gusta la belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en
forma de mujer...
Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si
precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has
cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más allá.
Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella
cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada de todas las
revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo
hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?
Pues mira: todas esas cosas no son más que “gotitas” de una felicidad efímera, que no
llena el corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del
todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne
no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por experiencia!
Ahora bien: en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del
cuerpo, aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de
ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e
inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad,
que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él
está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y de
alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de perro rabioso,
trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos
brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles
palabras: “¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces
verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene
importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se
apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para
siempre, para siempre, para toda la eternidad.
Dios, señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán
incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos
formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto
es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.
Pero, me diréis: “Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente
tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”
De ninguna manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El
condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente
a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es
arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia
que, poseyéndole, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberle
ofendido en este mundo.
El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son
imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido
en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal, según nos encuentre
en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de Dios, la muerte nos fosilizará
en el bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte
nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos
arrepentirnos jamás.
El condenado tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no
solamente no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por
puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la
menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo, señores,
que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os decía que Dios actúa sobre el
condenado como un electroimán incandescente: le atrae y le quema al mismo tiempo. No
podemos formarnos idea, acá en la tierra, del tormento espantoso que esto ocasionará a los
condenados.
Y luego viene la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia,
comparada con la de daño. Es la pena del fuego. Yo no sé, señores, porque la Iglesia
Católica no lo ha definido expresamente, si el fuego del infierno es de la misma naturaleza
que el fuego de la tierra: no lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no
imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la Sagrada Penitenciaría
Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que preguntó qué tenía que hacer con
un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si se tratase
únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría contestó que ese
penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y si después de la debida
instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había que
negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del infierno es un fuego real, no metafórico, aunque no podemos precisar si
es o no de la misma naturaleza que el fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy
distintas, porque el fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las
almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.
Me acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de
Santander. Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el
establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la catástrofe
económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo con el fin de hacer salir
las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho en salir y el incendio crecía por
momentos, el padre del muchacho quiso lanzarse también, ya no por las vacas, sino por
sacar a su hijo que iba a perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De
pronto, el muchacho salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de
cabeza a una poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió
rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras mortales, gritaba
espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión, confesión, que me quemo;
confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir el Viático murió retorciéndose
con terribles dolores.
Señores: yo no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra,
pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los condenados para toda
la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Las cosas son
así, aunque nos resulten incómodas y molestas.
Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera
característica: su eternidad. El infierno es eterno.
¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el
pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se
retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están
adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el
agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y
desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado.
Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la
vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más
que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre
en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible
liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero
durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez
definitivamente.
Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.
La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En
la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil,
fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses,
ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá
jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.
¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con
mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de
dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de
céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos
tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de
céntimos!
Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la
eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno
seguirá petrificado.
Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos
se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.
Pero, quizá me digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema.
Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos
basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad
del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede
compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios,
proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le
cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta”.
Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y
prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente
hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con
toda mi alma porque lo ha revelado Dios.
Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?
Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla
del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de
comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a
su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de
excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola
del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: “¿Qué estás haciendo,
pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero,
¿no ves que eso es imposible?” “Más imposible todavía es que tú puedas comprender el
misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede
caber en tu cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño,
sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran
lección.
Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente
grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es
cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de
Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué
cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e
indiscutibles.
Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma
terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente
más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo
es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos
cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho
hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase
en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco.
Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción,
alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción:
la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para
salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en
una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se
convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del
Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la
humanidad.
Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en
la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el
corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos
ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica,
esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese
mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la
eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que
traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes
nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza!
Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos
caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos
y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata
de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una
falta evidente de honradez.
“¿Pero no es Dios infinitamente misericordioso?”
¿Lo preguntas tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil?
¿Cincuenta mil? ¿Y todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no
sabes que si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el
primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al infierno para toda la
eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente misericordioso espera con tanta
paciencia que se arrepienta el pecador y le perdona en el acto, apenas inicia un movimiento
de retorno y de arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y
humillado. No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente
misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente, obstinadamente,
durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza definitivamente a Dios, sería el
colmo de la inmoralidad echarle a Dios la culpa de la condenación eterna de ese malvado y
perverso pecador.
No puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que se
castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el futuro, ¿por qué
crea a los que sabe que se han de condenar?”
Señores: esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al
pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece
generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que todos los
hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo crucificado para
quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios
quiere que todos los hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la
seriedad que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se
salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre
de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la inmoralidad
sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que se iba a condenar.
Señores: el colmo de la inmoralidad.
Es ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con
infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también con infinito
amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en poner objeciones al
dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible realidad– procuremos evitarlo con
todos los medios a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el
infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.
En realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos
planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin
trascendencia alguna.
¡Muchacho, estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder
las vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.
¡Millonario que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una
miseria vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.
Tú, el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu
mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a encontrar.
Y tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame.
Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya
volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.
La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la
condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda ponderación y
encarecimiento!
¡Que se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad,
la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente seria: la
salvación del alma.
Estamos a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.
¡Pobre pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de
Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos
mandamientos, fíjate bien: si quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una
larga caminata; te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas
delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más íntimo del
alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!” Yo te
garantizo, por la sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen
ladrón, la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde, al
final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.
Pero para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes
a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó instituido
en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón. Basta que
hables unos pocos minutos con él. Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con
inmensa caridad y dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo
Cristo a través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la
fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en paz, y en
adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.
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