“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

miércoles, 5 de febrero de 2014

"La venida del Mesías, en gloria y majestad"

"La venida del Mesías, en gloria y majestad"
Tomo I

Observaciones de Juan Josafat Bem-Ezra
Manuel Lacunza.




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Prólogo

     No me atreviera a exponer este escrito a la crítica de toda suerte de lectores, si no me hallase suficientemente asegurado: si no lo hubiese hecho pesar una y muchas veces en las mejores y más fieles balanzas que me han sido accesibles, si no hubiese, digo, consultado a muchos sabios de primera clase, y sido por ellos asegurado (después de un prolijo y riguroso examen) de no contener error alguno, ni tampoco alguna cosa de sustancia digna de justa reprensión.
     Mas como este examen privado (que por mis grandes temores, bien fundado en el claro conocimiento de mi nada, lo empezé a pedir tal vez antes de tiempo) no pudo hacerse con tanto secreto que de algún modo no se trasluciese, entraron con esto en gran curiosidad algunos otros sabios de clase inferior, en quienes por entonces no se pensaba, y fue necesario, so pena de no leves inconvenientes, condescender con sus instancias. Esta condescendencia inocente y justa ha producido, no obstante, algunos efectos poco agradables, y aun positivamente perjudiciales: ya porque el escrito todavía informe se divulgó antes de tiempo y sazón; ya porque en este estado todavía informe se sacaron de él algunas copias contra mi voluntad, y sin serme posible el impedirlo; ya también y principalmente, porque algunas de estas copias han volado más lejos de lo que es razón, y una de ellas, según se asegura, ha volado hasta la otra parte del océano, en donde dicen ha causado no pequeño alboroto, y no lo extraño, por tres razones: primera, porque esa copia que voló tan lejos, estaba incompleta, siendo solamente una pequeña parte de la obra; segunda, porque estaba informe, no siendo otra cosa que los primeros borrones, las primeras producciones que se arrojan de la mente al papel, con ánimo de corregirlas, ordenarlas y perfeccionarlas a su tiempo; tercera, porque a esta copia en si misma informe, se le habían añadido y quitado no pocas cosas al arbitrio y discreción del mismo que la hizo volar; el cual aun lleno de bonísimas intenciones, no podía menos (según su natural carácter bien conocido de cuantos le conocen) que cometer en esto algunas faltas bien considerables. Yo debo por tanto esperar de todas aquellas personas cuerdas a cuyas manos hubiese llegado esta copia infeliz, o tuviesen de ella alguna noticia, que se harán cargo de todas estas circunstancias; no juzgando de una obra por algunos pocos de papeles sueltos, manuscritos, e informes, que contra la voluntad de su autor se arrojaron al aire imprudentemente, cuando debían más antes arrojarse al fuego. Esto último pido yo, no sólo por gracia, sino también por justicia, a cualquiera que los tuviese.
     Hecha esta primera advertencia que me ha parecido inevitable, debo ahora prevenir alguna leve satisfacción a dos o tres reparos generales y obvios, que ya se han hecho por personas nada vulgares, y por consiguiente se pueden hacer.

Primer reparo
     El primero y más ruidoso de todos es la novedad. Está (dicen como temblando, y sin duda con óptima intención) en puntos que pertenecen de algún modo a la religión, como es la inteligencia y explicación de la Escritura Santa, siempre se ha mirado, y siempre debe mirarse con recelo y desecharse como peligro; mucho más en este siglo en que hay tantas novedades, y en que apenas se gusta de otra cosa que de la novedad, etc.

Respuesta
     La primera parte de esta proposición ciertamente es justa y prudentísima, así como la segunda parte parece imprudentísima, injustísima, y por eso infinitamente perjudicial. La novedad en cualquier asunto que sea, mucho más en la inteligencia y exposición de la Escritura Santa, debe mirarse siempre con recelo, y no admitirse ni tolerarse con ligereza: mas de aquí no se sigue que deba luego al punto desecharse como peligro, ni reprobarse ligeramente por sólo el título de novedad. Esto sería cerrar del todo la puerta a la verdad, y renunciar para siempre a la esperanza de entender la Escritura Divina. Todos  los intérpretes, así antiguos como no antiguos, confiesan ingenuamente (y lo confiesan muchas veces ya expresa ya tácitamente sin poder evitar esta confesión) que en la misma Escritura hay todavía infinitas cosas oscuras y difíciles que no se entienden, especialmente lo que es profecía. Y aunque todos han procurado con el mayor empeño posible dar a estas infinitas cosas algún sentido o alguna explicación, saben bien los que tienen en esto alguna práctica, que este sentido y explicación realmente no satisface; pues las más veces no son otra cosa que una pura acomodación gratuita y arbitraria, cuya impropiedad y violencia salta luego a los ojos.
     Ahora digo yo: estas cosas que hasta ahora no se entienden en la Escritura Santa, deben entenderse alguna vez, o a lo menos proponerse su verdadera inteligencia; pues no es creíble, antes repugna a la infinita santidad de Dios, que las mandase escribir inútilmente por sus siervos los profetas. Si alguna vez se han de entender, o se ha de proponer su verdadera inteligencia, será preciso esperar este tiempo, que hasta ahora ciertamente no ha llegado. Por consiguiente será preciso esperar sobre esto en algún tiempo alguna novedad. Mas si esta novedad halla siempre en todos tiempos cerradas absolutamente todas las puertas, si siempre se ha de recibir y mirar como peligro, si siempre se ha de reprobar por solo el título de novedad, ¿qué esperanza puede quedarnos? El preciso título de novedad, aun en estos  asuntos sagrados, lejos de espantar a los verdaderos sabios, por píos y religiosos que sean, debe por el contrario incitarlos más, y aun obligarlos a entrar en un examen formal, atento, prolijo, circunstanciado, imparcial de esta que se dice novedad, para ver y conocer a fondo, lo primero: si realmente es novedad o no; si es alguna idea del todo nueva, de que jamás se ha hablado ni pensado en la iglesia católica desde los apóstoles hasta el día de hoy, o es solamente una idea seguida, propuesta, explicada y probada con novedad. En lo cual no pueden ignorar los sabios católicos, religiosos y píos, que hay una suma diferencia y una distancia casi infinita. Lo segundo: si esta novedad o esta idea solo propuesta, seguida, explicada y probada con novedad, es falsa o no; es decir, si se opone o no se opone a alguna verdad de fe divina, cierta, segura, e indisputable, si es contraria o no contraria, sino antes conforme a aquellas tres reglas, únicas e infalibles de nuestra creencia, que son: primera, la Escritura Divina entendida en sentido propio y literal; segunda, la tradición, no humana, sino divina: la tradición, digo, no de opinión sino de fe divina, cierta, inmemorial, universal y uniforme (condiciones esenciales de la verdadera tradición divina); tercera, la definición expresa y clara de la Iglesia congregada en el Espíritu Santo.
     Lejos de temer un examen formal por esta parte, o por las tres reglas únicas e infalibles, arriba dichas, es precisamente el que deseo y pido con toda la instancia posible; ni temo otra cosa sino la falta de este examen, exacto y fiel. Si las cosas que voy a proponer (llámense nuevas, o solo propuestas y tratadas con novedad) se hallaren opuestas, o no conformes con estas tres reglas infalibles, y si esto se prueba de un modo claro y perceptible, con esto sólo yo me daré al punto por vencido, y confesaré mi ignorancia sin dificultad. Mas si a ninguna de estas tres reglas se opone nuestra novedad, antes las respeta y se conforma con ellas escrupulosamente: si la primera regla que es la Escritura Santa no sólo no se opone, sino que favorece y ayuda, positivamente, claramente, universalmente; si por otra parte las dos reglas infalibles nada prohíben, nada condenan, nada impiden, porque nada hablan, etc.; en este caso ninguno puede condenar ni reprender justa y razonablemente esta novedad, por sólo el título de novedad, o porque no se conforma con el común modo de pensar. Esto sería canonizar solemnemente como puntos de fe divina, las infinitas inteligencias y explicaciones puramente acomodaticias con que hasta ahora se han contentado los intérpretes de la Escritura, prescindiendo absolutamente de la inteligencia verdadera, como saben, lloran y se lamentan los eruditos de esta sagrada facultad, especialmente sobre las profecías.


Segundo reparo
     El sistema o las ideas que yo llamo ordinarias sobre la segunda venida del Señor, se dice, y por consiguiente se puede decir, son la fe y creencia de toda la Iglesia católica, propuesta y explicada por sus doctores, los cuales en esta inteligencia y explicación no pueden errar, cuando todos o los más concurren a ella unánimemente. Es verdad (se añade con poca o ninguna reflexión) que en los tres o cuatro primeros siglos de la Iglesia se expone de otro modo por algunos, y se diría mejor por muchos y aun por muchísimos de sus doctores, como veremos a su tiempo; pero vale más, prosiguen diciendo, catorce siglos que cuatro, y catorce siglos más ilustrados, que cuatro oscuros, etc.

Respuesta
     En toda esta declamación tan breve como despótica, yo no hallo otra cosa que un equívoco constituido. Primeramente se confunde demasiado lo que es de fe y creencia divina de toda la Iglesia católica, con lo que es de fe y creencia puramente humana, o mera opinión: lo que creemos y confesamos todos los católicos como puntos indubitables de fe divina, con las cosas particulares y accidentales que se han opinado, y pueden opinarse sobre estos mismos puntos indubitables de fe divina. Esta palabra fe o creencia, puede tener y realmente tiene dos sentidos tan diversos entre sí, y tan distante el uno del otro, cuanto dista Dios de los hombres. Aun en cosas pertenecientes a Dios y a la revelación, no solamente puede haber y hay entre los fieles dentro de la Iglesia católica una fe y creencia toda divina, sino también una fe y creencia puramente humana: aquella infalible, esta falible; aquella obligatoria, esta libre.
     Esta última, en cosas accidentales al dogma, y que no lo niegan, antes lo suponen, se llama con propiedad, opinión, dictamen, conciencia, buena fe, etc. En este sentido toma San Pablo la palabra fe, cuando dice: Y al que es flaco en la fe, sobrellevadlo, no en contestaciones de opiniones: cada uno abunde en su sentido. Una opinión por común y universal que sea, puede muy bien ser en la Iglesia una buena fe, sin dejar por eso de ser una fe puramente humana, y sin salir del grado de opinión: más esta buena fe, o esta fe y creencia por buena e inocente que sea, no merece con propiedad el nombre sagrado de fe y creencia de la Iglesia católica, si no es en caso que la misma Iglesia católica, congregada en el Espíritu Santo, haya adoptado como cierta aquella cosa particular de que se trata, declarando formalmente que no es de fe humana sino divina, o porque consta clara y expresamente en la Escritura Santa, o porque así la recibió y así la ha conservado fielmente desde sus principios.
     De aquí se sigue legítimamente que aquellas palabras, cuya sustancia se halla en toda clase de escritores eclesiásticos de dos o tres siglos a esta parte: esto se pensó en los cuatro primeros siglos de la Iglesia; pero valen más catorce siglos en que se ha pensado lo contrario, etc. son palabras de poca sustancia, y se adelanta poquísimo con ellas. Cuatro siglos de una opinión, y catorce de la otra contraria opinión, si no se produce otro fundamento u otra razón intrínseca, valen lo mismo que cuatro autores de una opinión, y catorce de la opinión contraria en un asunto todo de futuro, que no es del resorte de la pura razón humana. Aunque aquellos cuatro siglos o aquellos cuatro autores se multipliquen por 400, y aquellos catorce siglos se multipliquen por 4.000 o por 40.000, jamás podrán hacer un dogma de fe divina, precisamente por haberse multiplicado por número mayor: ni por esta sola razón podrán cautivar un entendimiento libre, que en estas cosas de futuro se funda solamente en la autoridad divina; y de ella sola, manifestada claramente, o por la Escritura Santa o por la decisión de la Iglesia, se deja plenamente cautivar. Por consiguiente, los cuatro, y los catorce así autores como siglos, si no se produce otra verdadera y sólida razón, deberán quedar eternamente en el estado de mera opinión o fe puramente humana, y nada más.
     Ahora, estando las cosas de que hablamos en este estado de opiniones o de oscuridad, sin saberse de cierto donde está la verdad, ¿quién nos prohíbe ni nos puede prohibir en una causa tan interesante, buscar diligentemente esta verdad? Buscarla, digo, así en los catorce como en los cuatro. Y si en ninguno de ellos se halla clara y limpia; pues al fin han sido opiniones y no han salido de esta esfera, quién nos puede prohibir buscar esta verdad en su propia fuente, que es la Divina Escritura? No se trata aquí de buscar en las Escrituras la sustancia del dogma: este ya se conoce, y se supone conocido, creído y confesado expresa y públicamente en toda la Iglesia católica. Se trata solamente de buscar en las Escrituras algunas cosas accidentales, cuya noticia cierta y segura, aunque no es absolutamente necesaria para la salud, puede ser de suma importancia, no solamente respecto de los católicos, sino respecto de todos los cristianos en general, y también quizá mucho más respecto de los míseros judíos. Aunque en estas cosas de que hablo accidentales al dogma, hay o puede haber en la Iglesia alguna buena fe, no siempre puede reputarse racional y cristianamente por fe de la Iglesia, o por fe divina que es lo mismo. Si este falso principio se admitiese o tolerase alguna vez, ¿qué consecuencias tan perjudiciales no debíeran temerse?.

Tercer reparo

     Pocos años ha salió a luz en italiano una obra intitulada: segunda época de la Iglesia, cuyo autor se llama Enodio Papiá. Como en la obra presente, cuyo título es: La venida del Mesías en gloria y majestad, se leen cosas muy semejantes a las que se leen en aquella (aunque propuestas y seguidas de otro modo diverso), es muy de temer, que ambas tengan una misma suerte; esto es, que ésta última sea puesta luego como lo fue aquella en el índice romano. Por tanto sería lo más acertado obviar con tiempo a este inconveniente, oprimiéndola en la cuna, y haciéndola pasar desde el vientre al sepulcro sin discreción ni misericordia.

Respuesta

     Los que así discurren o pueden discurrir, me parece, salvo el respecto que se les debe, que o no han leído la primera obra de que hablamos, o no han leído la segunda; o lo que parece más probable, no han leído ni la una ni la otra, sino que hablan al aire, y se meten a juzgar sin el debido examen, y sin conocimiento alguno de causa. La razón que tengo para esta sospecha, es la misma variedad de sentencias que han llegado a mis oídos sobre este asunto casi por los 32 rumbos; porque ya me acusan de plagiario, como que he tomado mis ideas de Enodio Papiá; ya que sigo en la sustancia el mismo sistema; ya que me conformo con él en los principios y en los fines, diferenciándome solamente en los medios; ya en suma, por abreviar, que aunque disconvengo de este autor en casi todo; pero a lo menos convengo con él en el modo audaz de pretender desatar el nudo sagrado e indisoluble del capítulo 20 del Apocalipsis; como si no fuesen reos de este mismo delito todos cuantos han intentado explicar el mismo Apocalipsis.
     Ahora para satisfacer en breve a tantas y tan diversas acusaciones, me parece que puede bastar una respuesta general. Primeramente, yo protesto con verdad ante Dios y los hombres, que de esta obra de que hablamos, ni he tomado ni he podido tomar la más mínima especie. La razón es única; pero decisiva: a saber, porque no he leído tal obra, ni la he visto aún por de fuera, ni tampoco he oído jamás hablar de ella a persona que la haya leído. Lo único que he leído de este mismo autor, es la exposición del Apocalipsis, en la cual se remite algunas veces a otra segunda obra que promete, esto es, a la segunda época de la Iglesia. Mas esta exposición del Apocalipsis, lejos de contentarme, me desagradó tanto, y aun más, que cuanto he leído de diversos autores, porque aunque apunta algunas cosas buenas en sí mismas, no las funda sólidamente, sino que las presenta informes, y aun disformes sin explicación ni prueba. Algunas otras parecen duras e indigeribles: otras extravagante, otras no poco groseras y aun ridículas: por ejemplo, todo lo que dice sobre la batalla de San Miguel con el dragón del capítulo XII, etc., a lo que se añade aquel error (que por tal lo tengo) de poner tres venidas de Cristo, cuando todas las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y el símbolo apostólico, no nos hablan sino de dos solas: una que ya sucedió en carne pasible, otra que debe suceder en gloria y majestad, que los apóstoles San Pedro y San Pablo llaman frecuentemente la revelación o manifestación de Jesucristo. De estos y otros defectos que he hallado en la exposición del Apocalipsis de este autor, infiero bien que podrá haber otros, o iguales o mayores en su segunda obra, a que algunas veces se remite.
     Aunque esta segunda obra ciertamente no la he leído, como protesté poco atras, mas por un breve estracto de ella que me acaba de enviar un amigo cuatro días atras, comprendo bastante bien, que así el sistema general de este autor, como su modo de discurrir, distan tanto del mío, cuanto dista el oriente del ocaso. Exceptuando tal cual extravagancia, su sistema general, me parece el mismo que propuso el siglo pasado el sabio jesuita Antonio Vieira en una obra que intituló Del reino de Dios establecido en la tierra. Así como este sistema, me parece el mismo en sustancia que el de muchos santos padres y otros doctores que cita, y también de otros que han escrito después. Todos los cuales suponen como cierto, que algún día todo el mundo, y todos los pueblos y naciones, y aun todos sus individuos se han de convertir a Cristo y entrar en la Iglesia, y cuando esto sucediere, añaden, entonces entrarán también los judíos para que se verifique aquello de San Pablo: que la ceguedad ha venido en parte a Israel, hasta que haya entrado la plenitud de las gentes. Y que así todo Israel se salve, como está escrito , y aquello del Evangelio, y será hecho un solo aprisco, y un pastor. Por consiguiente suponen que ha de haber otro estado de la Iglesia mucho más perfecto que el presente, en que todos los habitadores de la tierra han de ser verdaderos fieles, y en que ha de haber en la Iglesia una grande paz y justicia, y observancia de las divinas leyes, etcétera.
     La diferencia que hay entre el sentimiento de los doctores sobre este punto, no es otra en mi juicio, sino que unos ponen este estado feliz mucho antes del Anticristo; pues dicen que el Anticristo vendrá a perturbar esta paz. Otros, y creo que los más, lo ponen después del Anticristo, por guardar del modo posible ciertas consecuencias de que hablaremos a su tiempo. Así admiten, sin poder evitarlo, algún espacio de tiempo entre el fin y el Anticristo, y la venida gloriosa de Cristo. Enodio parece que sigue este último rumbo; y no había por qué reprenderlo de novedad, si no pusiese al empezar esta época, otra venida media de Cristo a destruir la iniquidad, ordenar en otra mejor forma la Iglesia y el mundo; haciéndolo venir otra vez al fin del mundo a juzgar a los vivos y a los muertos : sobre lo cual parece que debía haberse explicado más. Yo que no admito, antes repruebo todas estas ideas, por parecerme opuestas al Evangelio y a todas las Escrituras, ¿cómo podré seguir el mismo sistema? Pues ¿qué sistema sigo? Ninguno, sino solamente el dogma de fe divina que dice: y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y sobre este dogma de fe divina sigo el hilo de todas las Escrituras sin interrupción, sin violencia y sin discursos artificiales, como podrá ver por sus ojos cualquiera que los tuviese buenos.
     Puede ser no obstante que yo convenga con Enodio Papiá, como puedo convenir con otros autores, en algunas cosas o generales o particulares: ¿y qué? ¿Luego por esto sólo podrá confundirse una obra con otra? ¿En qué tribunal se puede dar semejante sentencia? La obra de Enodio, como de autor católico y religioso, es de creer que contiene muchísimas cosas buenas, inocentes, pías, verdaderas y probables; y también es de creer, que en estas se hallen algunas otras conocidamente falsas, duras, indigestas, sin explicación ni pruebas, etcétera; pues por algo ha sido reprendida. De este antecedente justo y racional, lo que se sigue únicamente es, que cualquiera que convenga con este autor en aquellas mismas cosas que son reprensibles, merecerá sin duda la misma reprensión; la cual no merecerá, ni se le podrá dar sin injusticia, si sólo conviene en cosas indiferentes o buenas, o verdaderas, o probables. ¿No lo dicta así invenciblemente la pura razón natural?
     En suma, la conclusión sea, que la obra de Enodio y la mía, siendo dos obras diversísimas, y de diversos autores, deben examinarse separadamente, y dar a cada una lo que le toca, según su mérito o demérito particular. Ni aquella se puede examinar ni juzgar por esta, ni esta por aquella. Esta especie de juicio repugna esencialmente a todas las leyes naturales, divinas y humanas. Fuera de que yo nada afirmo de positivo, sino que propongo solamente a la consideración de los inteligentes; proponiéndoles al mismo tiempo con la mayor claridad de que soy capaz, las razones en que me fundo; y sujetándolo todo de buena fe al juicio de la Iglesia a quien toca juzgar del verdadero sentido de las Escrituras. Al juicio de los doctores particulares también estoy pronto a sujetarme, después que haya oído sus razones.

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