SOBRE EL PROBLEMA DEL CISMA INTERNO
El título, que recuerda a la obra de Marcel Proust (En busca del tiempo perdido) debe fijar como tema una recapitulación. En la situación actual puede servir de ayuda reconquistar terreno perdido si, más allá de los problemas religiosos y eclesiásticos cotidianos, se piensa en la difícil situación en que nos encontramos todos nosotros. Esta situación ha conducido a un fatalismo eclesiástico que día a día se hace más palpable: por cuanto concierne a la reconstrucción de la Iglesia, e incluso a la construcción de estructuras comunes, se está encerrado, por así decirlo, en el propio centro misal, sin contactos y sin perspectivas. ¿Cuál ha sido nuestro error? ¿Se pueden corregir los errores cometidos? ¿Estamos dispuestos a revisar nuestras propias posiciones? Pero no sólo nosotros, los cristianos católicos que afirmamos -en parte tan ufanos- ser los verdaderos cristianos. No: la sociedad occidental en su conjunto se encuentra en una profunda crisis espiritual que, por supuesto, también repercute en nuestra crisis eclesiástica.
La falta de autoridad y de dirección entre los cristianos católicos que se proponen querer permanecer fieles a la Iglesia de Jesucristo gusta de criticarse como paralizante -a menudo, quienes lamentan el discentimiento de modo más sonoro son precisamente aquellos que lo han provocado con su búsqueda de reconocimiento y falta de disciplina-, pero entonces habría que tener claro que la falta de cooperación y dirección pastoral-eclesiástica se encuentra principalmente en aquellos cuya tarea en tanto que pastores sería propiamente encabezar como pastores los rebaños y ejercer la autoridad espiritual que les fue concedida con la aceptación del ministerio sacerdotal y episcopal., por el bien de toda la Iglesia, y no solamente para el reparto de los sacramentos en una comunidad sectaria de catacumba.
Una postura falsa especialmente grave hacia el ministerio aceptado ha obrado de modo especialmente atroz en una serie de obispos (sin comillas) en relación a nuestros esfuerzos por la reconstrucción de la Iglesia como institución sagrada: a saber, la concepción de que los plenos poderes obtenidos por la consagración se tendrían a una disposición puramente personal, que legitimarían a su posesor a consagrar como obispo a quien quisiera. Esta postura falsa ha provocado en nuestras filas un grave desarrollo erróneo.
No en vano la consagración (y el nombramiento: cfr. CIC canon 329 § 2) de nuevos obispos está reservada al Papa, porque esto concierne a la existencia y a la estructura jerárquica de la Iglesia en su totalidad, por lo cual tienen que ser llevadas centralizadamente. El CIC de 1917 prescribe de modo vinculante en el canon 953: "La administración de la consagración episcopal está reservada al Papa. Por tanto, sin una encomendación papal especial nadie puede administrar las consagraciones episcopales."
Los infringimientos de este canon se consideran normalmente y con razón como rebelión contra la autoridad suprema y la unidad de la Iglesia y como actos cismáticos, y son castigados con sanciones.
Cuando Monseñor Ngô-dinh-Thuc consagró a los primeros obispos sin un mandato papal formal -a causa de la vacancia de la silla apostólica-: al Padre Guerard des Lauriers el 14 de mayo de 1981 y los Padres Carmona y Zamora el 18 de noviembre de 1981, o sea, hace veinte años, eso se hizo exclusivamente para salvar la sucesión apostólica amenazada. Los problemas vinculados con la vacancia y con la necesidad -condicionada por la vacancia- de consagrar sin mandato papal fueron discutidos por extenso en el tiempo posterior, también en relación a la situación global de la Iglesia que había en aquel momento. En cambio, desde diversos lados (meros tradicionalistas, y lo que aún fue más peligroso, ciertos legalistas) se lanzó el reproche de que Monseñor Ngô-dinh-Thuc, lo mismo que los padres ordenados obispos, actuaban cismáticamente. La auténtica razón para la falta de mandato papal la dio por fin oficialmente el propio Monseñor Ngô-dinh-Thuc en la DECLARATIO del 28 de febrero de 1982 sobre la sedevacancia.
Desde diversos lados se planteó (y se sigue planteando hasta hoy) la exigencia de que la DECLARATIO tendría que haberse publicado antes de las consagraciones, porque sólo a partir de la aceptación de esta posición podrían haberse considerado las consagraciones como legitimadas. Las personas que argumentan así suponen que la posición del arzobispo en el momento de la primer consagración habría diferido de la posición en el momento de la redacción de la DECLARATIO. Esta concepción no puede tenerse por válida: ya en nuestra primera visita a Monseñor Thuc junto con el luego fallecido Dr. Katzer, que se había puesto a disposición como primer candidato para una consagración, se discutieron por extenso y se unificaron las posiciones sobre la sedisvacnacia, sobre la amenazada sucesión apostólica y sobre las falsificaciones de la Santa Misa. Y sólo sobre esta base se administraron las consagraciones posteriores.
Por otro lado, las circunstancias concretas no permitían otra solución más que realizar estas consagraciones en secreto. (En este sentido, piénsese en la precipitada huida del arzobispo a Alemania, porque temía con razón persecuciones, después de que el Padre Barbara revelara a la prensa las consagraciones episcopales, pero piénsese también en su posterior secuestro del Seminario en Rochester, EE.UU.)
Pero para expresar que se compartía la fundamentación teológica y jurídica de que el Papa tiene la potestad exclusiva para consagrar obispos, a saber, porque la ocupación de sillas episcopales representa un asunto de toda la Iglesia, se acordó entre los obispos que -como equivalente para el mandato papal que faltaba- las demás consagraciones episcopales posteriores sólo podrían ser tras el acuerdo y la aprobación de todos los obispos. Ante la vacancia de la silla romana, el grupo de los obispos habría de representar así a toda la Iglesia. En cambio, las simples ordenaciones sacerdotales quedarían bajo la responsabilidad de los obispos concretos, porque los sacerdotes respectivos también quedarían sometidos directamente a su autoridad.
De este modo, las posteriores consagraciones episcopales de Fr. Musey, P. Vezelis, P. Martínez y P. Bravo se administraron sólo tras el acuerdo y con la aprobación expresa de Su Eminencia Monseñor Ngô-dinh-Thuc o bien del obispo Musey (bajo asistencia de Monseñor Carmona). Decisivo para estas consagraciones era que se tuviera presente la reconstrucción de las estructuras eclesiásticas, pero también se quería custodiar la unidad. De ello también dan testimonio los intentos de los obispos Vezelis y Musey de delimitar mutuamente sus esferas de influencia episcopal, aun cuando con ello se forzara el concepto de "jurisdicción" regular. Este proceder, a saber, comunicar previamente una consagración episcopal planeada a todos los obispos y recoger su aprobación -como equivalente para el mandato papal que falta-, fue desatendido por vez primera por Monseñor Guerard des Lauriers en la consagración del Dr. Storck, cuando lo consagró incluso contra las reservas explícitas de Monseñor Vezelis. Monseñor Vezelis viajó de propio a Etiolles, cerca de París, para exponer sus consideraciones a Monseñor Guerard des Lauriers.
Tras la consagración del Dr. Storck, Monseñor Guerard des Lauriers se dejó incluso inducir por indicación de una señora anciana a consagrar al Padre McKenna, y luego también al ex-econista Munari (sin haberlo consagrado posteriormente sub conditione), que entre tanto ha renunciado por completo tanto a su ministerio episcopal como a su ministerio sacerdotal. También se le había prevenido de la consagración del Padre McKenna.
Con este proceder, Monseñor Guerard des Lauriers ya no consieraba la consagración de un obispo como decisión de toda la Iglesia -representada por el gremio de los obispos-, sino que había hecho de ella su asunto propio, es decir, la había puesto bajo la decisión de un obispo particular.
Desde luego que a la provisionalidad de la representación del gremio de los obispos en tanto que
equivalente para el mandato papal que falta no se le puede atribuir ninguna dignidad jurídicamente vinculante. Pese a ello no dudaré un momento en calificar tal postura y tal comportamiento -de modo análogo a la concepción del CIC según la cual las consagraciones episcopales están reservadas al Papa- cuanto menos como latentemente cismáticos (en este caso, hay suposiciones justificadas de que Monseñor Guerard des Lauriers seguía sólo intereses personales), incluso sectarios. Pues aquí se vulneró conscientemente el principio de unidad.
Si por una vez se pasa revista a las acciones de aquella época, es decir, a las consagraciones episcopales con las que en realidad debería asegurarse la sucesión apostólica, o a la DECLARATIO de Su Eminencia Monseñor Ngô-dinh-Thuc, que trazó una clara línea de separación frente a la llamada "Iglesia conciliar", es decir, acciones que en realidad deberían y podrían haber llevado a un giro en nuestra lucha eclesiástica, no puede menos de constatarse que la unidad entre los obispos se perdió por las vías particulares de Monseñor Guerard des Lauriers, y que la fuerza de imposición de nuestra lucha eclesiástica sufrió con ello un daño considerable. Con su teoría del "Papa materialiter, non formaliter", G. des Lauriers había desatado artificiosamente otra nueva lucha. Y sin cohesión, también se perdió la autoridad, es decir, se parcializó. Aquí habría que emplearse de nuevo para volver a soldar la unidad.
En el tiempo siguiente, y esto fue bastante vergonzoso para la resistencia, los obispos de cuya validez de consagración se dudaba, siguieron consagrando sin consulta ni acuerdo con los otros obispos a unos candidatos que se caraterizaban por su ignorancia teológica y su deficiencia moral -a algunos se les sugirió retirarse "tras las rejas"-. Estos fueron presentados luego al pueblo atónito de los creyentes como los llamados obispos de Thuc, como obispos de la resistencia. En realidad eran y siguen siendo sólo sectarios catolizantes. A causa de este modo de sucesión, en el que cada obispo consagra a un candidato de su elección sin reparar en las relevancias objetivas de la reconstrucción de la Iglesia, se desarrolló un "cisma" interno total, y con ello casi se paralizó la reconstrucción. Si uno asume esta mirada crítica y echa un vistazo a la lista de los obispos consagrados, constatará que sólo unos pocos pueden considerarse como obispos de la Iglesia católica.
Un ejemplo especialmente craso de tal comportamiento internamente cismático, pero también sectario, lo ha dado el obispo Dr. López Gastón con las consagraciones que ha recibido y administrado.
Junto con el mero problema de la validez sacramental, que se puede conceder sin más también a todo auténtico cismático, pero también a muchos sectarios -pero ni con mucho a todos-, ha pasado completamente por alto que, desatendiendo a la autorización, se niega la relevancia eclesiástica de tal acción consagradora.
Todavía peor que este explosivo "cismático" fue y sigue siendo el sectarismo que se introdujo en la resistencia por la ambición y la vanidad de diversos clérigos, clérigos que a causa de la necesidad de validez se hicieron consagrar por alguno de aquellos "obispos de Thuc". Ahí les era igual a estos señores si sus consagradores eran obispos auténticos o sólo obispos entre comillas, o sólo presuntos obispos de la escena de los vagantes. Algunos incluso recibieron el apoyo de los representantes de la teoría de la llamada "intención externa". Lo que les importa fundamentalmente a estos obispos (u "obispos") es llevar una mitra que los "legitime" para recaudar dinero entre los creyentes ingenuos.
Un caso especialmente craso lo representa el llamado obispo Roux, que falseó su certificado de consagración, en el que testimoniaba haber sido consagrado por Monseñor Ngô-dinh-Thuc en un momento en el que, como podemos demostrar, éste se encontraba en Munich con nosotros. (Tras una consagración "sub conditionale" [sic] "opera" desde entonces en Francia, donde se ha hecho una reputación como "Monseñor Tartufo".) El llamado "obispo" Franck ha llegado a ser un caso criminal, el cual se presentó a los creyentes alemanes como el obispo de la resistencia, y resultaba que no cabía ni plantear la validez de sus "consagraciones". (Entre tanto está encarcelado en Bélgica por abuso de menores.) Este sectarismo, o esta vagancia, bajo el pretexto de la defensa de la verdadera fe, se ha abierto paso en la auténtica resistencia como una infección cancerígena. Una y otra vez me asombra ver cómo estos sectarios son venerados como guardianes del Grial.
Las turbulencias en el campo de los sedisvacantistas son desatadas además por un grupo de clérigos que, por ejemplo, han abandonado a Econe a causa del convencimiento de que a un herético no se le puede reconocer más como autoridad. Pero a este paso consecuente, la mayoría de las veces le sigue el segundo paso ya menos consecuente. En lugar de esforzarse por ser admitidos en el círculo de sus cofrades sedisvacantistas -en esto, el problema de su consagración de momento puede posponerse-, empiezan como solitarios a reunir en torno de sí a un rebaño de ovejitas descarriadas catolizantes y la mayor parte de las veces poco informadas. De estructuras eclesiásticas ya dadas se ocupan más bien poco. Sólo en los casos más raros están dispuestos a una cooperación. Esta conducta documenta que también en el caso de este grupo se trata de sectarios catolizantes.
Me gusta que se me reproche que juzgo demasiado radicalmente. A todos estos críticos les pido que hagan por una vez el siguiente experimento mental: supongamos que de hecho se hubiera logrado instalar una autoridad legítima, es decir, un Papa elegido válidamente. ¿Cuál de todos estos clérigos "independientes" y "autónomos", que tan a gusto proclaman sus convicciones eclesiásticas, que afirman de sí mismos ser lo únicos que predican lo que es la doctrina de la Iglesia, estaría dispuesto a someterse a este Papa? ¿No sucedería más bien que todos estos señores buscarían evasivas para conservar su "independencia", es decir, para proseguir sin estorbo su sectarismo?
Estas posturas erróneas ("cisma" interno, sectarismo, vagancia, "independencia") y las conductas
que resultan de ellas han conducido a que hay toda una serie de obispos pero sin embargo no hay
ninguna autoridad, a que se han formado muchos grupos pero ninguna comunidad ni tampoco ninguna unidad eclesiástica. Hasta ahora las actividades han tenido y tienen que seguir siendo estériles, porque en ellas no puede haber ninguna verdadera bendición. La idea de la Iglesia como un organismo global espiritual, como dice Pío XII, un "cuerpo místico" en el que los miembros están unificados entre sí, se ha perdido. Y me permito la advertencia crítica de que por ahora no veo en qué parte alguno de los obispos actúe preocupado por el bien total de la Iglesia.
Entiéndase bien que sólo me interesa mostrar lo que habría que hacer desde la visión de sedisvacantistas consecuentes para reconstruir las estructuras eclesiásticas, lo cual incluiría la construcción de comunidades y asociaciones eclesiásticas, así como la elección de un Papa, aun cuando aún no se sepa cómo deba llevarse a cabo tal elección.
Una mejora de este estado eclesiástico desgarrado en muchos sentidos sólo se puede alcanzar comenzando a pensar de otro modo. Ya se ha ganado mucho si cada clérigo comienta a plantearse en serio la pregunta de cómo puede fundamentar y legitimar su acción pastoral concreta en atención a los problemas de toda la Iglesia (aunque no con el argumento de "los fieles necesitan sacramentos": la pregunta de qué "necesitan" los fieles sólo puede responderse en conexión con la aclaración de los problemas eclesiásticos), para de este modo crear al menos el pesupuesto teológico y mental para una acción de la que quepa responder, lo cual tendría que incluir una fructífera cooperación con los otros sacerdotes y obispos.
Hemos tratado de mostrar qué aspecto podría ofrecer el resultado de tal reflexión. Para un comienzo se habría ganado ya mucho si los clérigos respectivos tuvieran claro que no les es lícito hacer todo lo que pueden hacer, es decir, si comprendieran que no les es lícito ejercer sus plenos poderes espirituales por propia plenitud de poder, sino sólo por encomienda de la Iglesia -como encomendados por ésta-, si se consideraran a sí mismos como ministros atributados por mandato. Un objetivo intermedio esencial sería la visión de que podrían hallarse en un cierto dilema, que consiste en que sólo pueden actuar lícitamente por encargo de la Iglesia, por mandato de la autoridad, pero que a esta Iglesia le falta hoy la autoridad encomendante. Sin esta vinculación a la Iglesia, todo ejercicio ministerial representa un acto desempeñado con el sello del cisma (o del sectarismo). Con ello vuelve a plantearse la pregunta por la autoridad perdida y por la unidad. En la nueva "Declaración" hemos tratado de mostrar el dilema de la encomendación sacerdotal por un lado y la falta de autoridad por otro lado. En atención a la encomendación sacerdotal hay que constatar:
"Por un lado falta por ahora la jurisdicción eclesiástica necesaria para el cumplimiento de estas tareas, puesto que la jerarquía ha apostasiado, pero por otro lado el cumplimiento de estas tareas es el presupuesto necesario para el restablecimiento precisamente de esta autoridad eclesiástica. Pero el restablecimiento de la autoridad eclesiástica es exigido por la voluntad de salvación de Cristo. En mi opinión, el dilema sólo puede resolverse si todas las actividades hechas hasta ahora quedan bajo la reserva de una legitimación posterior y definitiva a cargo de la jerarquía restablecida. De este modo, por ejemplo la celebración de la misa y la administración de los sacramentos sólo puede legitimarse entre tanto merced a que quedan bajo el aspecto de la restitución global de la Iglesia como institución sagrada y se someten al posterior enjuiciamiento a cargo de la autoridad legítima restablecida. Por tanto, la administración y la recepción de los sacramentos (incluida la celebración y la visita de la Santa Misa), al margen de su validez sacramental, serían inautorizadas si se efectuaran sin referencia a esta única legitimación posible."
La falta de autoridad y de dirección entre los cristianos católicos que se proponen querer permanecer fieles a la Iglesia de Jesucristo gusta de criticarse como paralizante -a menudo, quienes lamentan el discentimiento de modo más sonoro son precisamente aquellos que lo han provocado con su búsqueda de reconocimiento y falta de disciplina-, pero entonces habría que tener claro que la falta de cooperación y dirección pastoral-eclesiástica se encuentra principalmente en aquellos cuya tarea en tanto que pastores sería propiamente encabezar como pastores los rebaños y ejercer la autoridad espiritual que les fue concedida con la aceptación del ministerio sacerdotal y episcopal., por el bien de toda la Iglesia, y no solamente para el reparto de los sacramentos en una comunidad sectaria de catacumba.
Una postura falsa especialmente grave hacia el ministerio aceptado ha obrado de modo especialmente atroz en una serie de obispos (sin comillas) en relación a nuestros esfuerzos por la reconstrucción de la Iglesia como institución sagrada: a saber, la concepción de que los plenos poderes obtenidos por la consagración se tendrían a una disposición puramente personal, que legitimarían a su posesor a consagrar como obispo a quien quisiera. Esta postura falsa ha provocado en nuestras filas un grave desarrollo erróneo.
No en vano la consagración (y el nombramiento: cfr. CIC canon 329 § 2) de nuevos obispos está reservada al Papa, porque esto concierne a la existencia y a la estructura jerárquica de la Iglesia en su totalidad, por lo cual tienen que ser llevadas centralizadamente. El CIC de 1917 prescribe de modo vinculante en el canon 953: "La administración de la consagración episcopal está reservada al Papa. Por tanto, sin una encomendación papal especial nadie puede administrar las consagraciones episcopales."
Los infringimientos de este canon se consideran normalmente y con razón como rebelión contra la autoridad suprema y la unidad de la Iglesia y como actos cismáticos, y son castigados con sanciones.
Cuando Monseñor Ngô-dinh-Thuc consagró a los primeros obispos sin un mandato papal formal -a causa de la vacancia de la silla apostólica-: al Padre Guerard des Lauriers el 14 de mayo de 1981 y los Padres Carmona y Zamora el 18 de noviembre de 1981, o sea, hace veinte años, eso se hizo exclusivamente para salvar la sucesión apostólica amenazada. Los problemas vinculados con la vacancia y con la necesidad -condicionada por la vacancia- de consagrar sin mandato papal fueron discutidos por extenso en el tiempo posterior, también en relación a la situación global de la Iglesia que había en aquel momento. En cambio, desde diversos lados (meros tradicionalistas, y lo que aún fue más peligroso, ciertos legalistas) se lanzó el reproche de que Monseñor Ngô-dinh-Thuc, lo mismo que los padres ordenados obispos, actuaban cismáticamente. La auténtica razón para la falta de mandato papal la dio por fin oficialmente el propio Monseñor Ngô-dinh-Thuc en la DECLARATIO del 28 de febrero de 1982 sobre la sedevacancia.
Desde diversos lados se planteó (y se sigue planteando hasta hoy) la exigencia de que la DECLARATIO tendría que haberse publicado antes de las consagraciones, porque sólo a partir de la aceptación de esta posición podrían haberse considerado las consagraciones como legitimadas. Las personas que argumentan así suponen que la posición del arzobispo en el momento de la primer consagración habría diferido de la posición en el momento de la redacción de la DECLARATIO. Esta concepción no puede tenerse por válida: ya en nuestra primera visita a Monseñor Thuc junto con el luego fallecido Dr. Katzer, que se había puesto a disposición como primer candidato para una consagración, se discutieron por extenso y se unificaron las posiciones sobre la sedisvacnacia, sobre la amenazada sucesión apostólica y sobre las falsificaciones de la Santa Misa. Y sólo sobre esta base se administraron las consagraciones posteriores.
Por otro lado, las circunstancias concretas no permitían otra solución más que realizar estas consagraciones en secreto. (En este sentido, piénsese en la precipitada huida del arzobispo a Alemania, porque temía con razón persecuciones, después de que el Padre Barbara revelara a la prensa las consagraciones episcopales, pero piénsese también en su posterior secuestro del Seminario en Rochester, EE.UU.)
Pero para expresar que se compartía la fundamentación teológica y jurídica de que el Papa tiene la potestad exclusiva para consagrar obispos, a saber, porque la ocupación de sillas episcopales representa un asunto de toda la Iglesia, se acordó entre los obispos que -como equivalente para el mandato papal que faltaba- las demás consagraciones episcopales posteriores sólo podrían ser tras el acuerdo y la aprobación de todos los obispos. Ante la vacancia de la silla romana, el grupo de los obispos habría de representar así a toda la Iglesia. En cambio, las simples ordenaciones sacerdotales quedarían bajo la responsabilidad de los obispos concretos, porque los sacerdotes respectivos también quedarían sometidos directamente a su autoridad.
De este modo, las posteriores consagraciones episcopales de Fr. Musey, P. Vezelis, P. Martínez y P. Bravo se administraron sólo tras el acuerdo y con la aprobación expresa de Su Eminencia Monseñor Ngô-dinh-Thuc o bien del obispo Musey (bajo asistencia de Monseñor Carmona). Decisivo para estas consagraciones era que se tuviera presente la reconstrucción de las estructuras eclesiásticas, pero también se quería custodiar la unidad. De ello también dan testimonio los intentos de los obispos Vezelis y Musey de delimitar mutuamente sus esferas de influencia episcopal, aun cuando con ello se forzara el concepto de "jurisdicción" regular. Este proceder, a saber, comunicar previamente una consagración episcopal planeada a todos los obispos y recoger su aprobación -como equivalente para el mandato papal que falta-, fue desatendido por vez primera por Monseñor Guerard des Lauriers en la consagración del Dr. Storck, cuando lo consagró incluso contra las reservas explícitas de Monseñor Vezelis. Monseñor Vezelis viajó de propio a Etiolles, cerca de París, para exponer sus consideraciones a Monseñor Guerard des Lauriers.
Tras la consagración del Dr. Storck, Monseñor Guerard des Lauriers se dejó incluso inducir por indicación de una señora anciana a consagrar al Padre McKenna, y luego también al ex-econista Munari (sin haberlo consagrado posteriormente sub conditione), que entre tanto ha renunciado por completo tanto a su ministerio episcopal como a su ministerio sacerdotal. También se le había prevenido de la consagración del Padre McKenna.
Con este proceder, Monseñor Guerard des Lauriers ya no consieraba la consagración de un obispo como decisión de toda la Iglesia -representada por el gremio de los obispos-, sino que había hecho de ella su asunto propio, es decir, la había puesto bajo la decisión de un obispo particular.
Desde luego que a la provisionalidad de la representación del gremio de los obispos en tanto que
equivalente para el mandato papal que falta no se le puede atribuir ninguna dignidad jurídicamente vinculante. Pese a ello no dudaré un momento en calificar tal postura y tal comportamiento -de modo análogo a la concepción del CIC según la cual las consagraciones episcopales están reservadas al Papa- cuanto menos como latentemente cismáticos (en este caso, hay suposiciones justificadas de que Monseñor Guerard des Lauriers seguía sólo intereses personales), incluso sectarios. Pues aquí se vulneró conscientemente el principio de unidad.
Si por una vez se pasa revista a las acciones de aquella época, es decir, a las consagraciones episcopales con las que en realidad debería asegurarse la sucesión apostólica, o a la DECLARATIO de Su Eminencia Monseñor Ngô-dinh-Thuc, que trazó una clara línea de separación frente a la llamada "Iglesia conciliar", es decir, acciones que en realidad deberían y podrían haber llevado a un giro en nuestra lucha eclesiástica, no puede menos de constatarse que la unidad entre los obispos se perdió por las vías particulares de Monseñor Guerard des Lauriers, y que la fuerza de imposición de nuestra lucha eclesiástica sufrió con ello un daño considerable. Con su teoría del "Papa materialiter, non formaliter", G. des Lauriers había desatado artificiosamente otra nueva lucha. Y sin cohesión, también se perdió la autoridad, es decir, se parcializó. Aquí habría que emplearse de nuevo para volver a soldar la unidad.
En el tiempo siguiente, y esto fue bastante vergonzoso para la resistencia, los obispos de cuya validez de consagración se dudaba, siguieron consagrando sin consulta ni acuerdo con los otros obispos a unos candidatos que se caraterizaban por su ignorancia teológica y su deficiencia moral -a algunos se les sugirió retirarse "tras las rejas"-. Estos fueron presentados luego al pueblo atónito de los creyentes como los llamados obispos de Thuc, como obispos de la resistencia. En realidad eran y siguen siendo sólo sectarios catolizantes. A causa de este modo de sucesión, en el que cada obispo consagra a un candidato de su elección sin reparar en las relevancias objetivas de la reconstrucción de la Iglesia, se desarrolló un "cisma" interno total, y con ello casi se paralizó la reconstrucción. Si uno asume esta mirada crítica y echa un vistazo a la lista de los obispos consagrados, constatará que sólo unos pocos pueden considerarse como obispos de la Iglesia católica.
Un ejemplo especialmente craso de tal comportamiento internamente cismático, pero también sectario, lo ha dado el obispo Dr. López Gastón con las consagraciones que ha recibido y administrado.
Junto con el mero problema de la validez sacramental, que se puede conceder sin más también a todo auténtico cismático, pero también a muchos sectarios -pero ni con mucho a todos-, ha pasado completamente por alto que, desatendiendo a la autorización, se niega la relevancia eclesiástica de tal acción consagradora.
Todavía peor que este explosivo "cismático" fue y sigue siendo el sectarismo que se introdujo en la resistencia por la ambición y la vanidad de diversos clérigos, clérigos que a causa de la necesidad de validez se hicieron consagrar por alguno de aquellos "obispos de Thuc". Ahí les era igual a estos señores si sus consagradores eran obispos auténticos o sólo obispos entre comillas, o sólo presuntos obispos de la escena de los vagantes. Algunos incluso recibieron el apoyo de los representantes de la teoría de la llamada "intención externa". Lo que les importa fundamentalmente a estos obispos (u "obispos") es llevar una mitra que los "legitime" para recaudar dinero entre los creyentes ingenuos.
Un caso especialmente craso lo representa el llamado obispo Roux, que falseó su certificado de consagración, en el que testimoniaba haber sido consagrado por Monseñor Ngô-dinh-Thuc en un momento en el que, como podemos demostrar, éste se encontraba en Munich con nosotros. (Tras una consagración "sub conditionale" [sic] "opera" desde entonces en Francia, donde se ha hecho una reputación como "Monseñor Tartufo".) El llamado "obispo" Franck ha llegado a ser un caso criminal, el cual se presentó a los creyentes alemanes como el obispo de la resistencia, y resultaba que no cabía ni plantear la validez de sus "consagraciones". (Entre tanto está encarcelado en Bélgica por abuso de menores.) Este sectarismo, o esta vagancia, bajo el pretexto de la defensa de la verdadera fe, se ha abierto paso en la auténtica resistencia como una infección cancerígena. Una y otra vez me asombra ver cómo estos sectarios son venerados como guardianes del Grial.
Las turbulencias en el campo de los sedisvacantistas son desatadas además por un grupo de clérigos que, por ejemplo, han abandonado a Econe a causa del convencimiento de que a un herético no se le puede reconocer más como autoridad. Pero a este paso consecuente, la mayoría de las veces le sigue el segundo paso ya menos consecuente. En lugar de esforzarse por ser admitidos en el círculo de sus cofrades sedisvacantistas -en esto, el problema de su consagración de momento puede posponerse-, empiezan como solitarios a reunir en torno de sí a un rebaño de ovejitas descarriadas catolizantes y la mayor parte de las veces poco informadas. De estructuras eclesiásticas ya dadas se ocupan más bien poco. Sólo en los casos más raros están dispuestos a una cooperación. Esta conducta documenta que también en el caso de este grupo se trata de sectarios catolizantes.
Me gusta que se me reproche que juzgo demasiado radicalmente. A todos estos críticos les pido que hagan por una vez el siguiente experimento mental: supongamos que de hecho se hubiera logrado instalar una autoridad legítima, es decir, un Papa elegido válidamente. ¿Cuál de todos estos clérigos "independientes" y "autónomos", que tan a gusto proclaman sus convicciones eclesiásticas, que afirman de sí mismos ser lo únicos que predican lo que es la doctrina de la Iglesia, estaría dispuesto a someterse a este Papa? ¿No sucedería más bien que todos estos señores buscarían evasivas para conservar su "independencia", es decir, para proseguir sin estorbo su sectarismo?
Estas posturas erróneas ("cisma" interno, sectarismo, vagancia, "independencia") y las conductas
que resultan de ellas han conducido a que hay toda una serie de obispos pero sin embargo no hay
ninguna autoridad, a que se han formado muchos grupos pero ninguna comunidad ni tampoco ninguna unidad eclesiástica. Hasta ahora las actividades han tenido y tienen que seguir siendo estériles, porque en ellas no puede haber ninguna verdadera bendición. La idea de la Iglesia como un organismo global espiritual, como dice Pío XII, un "cuerpo místico" en el que los miembros están unificados entre sí, se ha perdido. Y me permito la advertencia crítica de que por ahora no veo en qué parte alguno de los obispos actúe preocupado por el bien total de la Iglesia.
Entiéndase bien que sólo me interesa mostrar lo que habría que hacer desde la visión de sedisvacantistas consecuentes para reconstruir las estructuras eclesiásticas, lo cual incluiría la construcción de comunidades y asociaciones eclesiásticas, así como la elección de un Papa, aun cuando aún no se sepa cómo deba llevarse a cabo tal elección.
Una mejora de este estado eclesiástico desgarrado en muchos sentidos sólo se puede alcanzar comenzando a pensar de otro modo. Ya se ha ganado mucho si cada clérigo comienta a plantearse en serio la pregunta de cómo puede fundamentar y legitimar su acción pastoral concreta en atención a los problemas de toda la Iglesia (aunque no con el argumento de "los fieles necesitan sacramentos": la pregunta de qué "necesitan" los fieles sólo puede responderse en conexión con la aclaración de los problemas eclesiásticos), para de este modo crear al menos el pesupuesto teológico y mental para una acción de la que quepa responder, lo cual tendría que incluir una fructífera cooperación con los otros sacerdotes y obispos.
Hemos tratado de mostrar qué aspecto podría ofrecer el resultado de tal reflexión. Para un comienzo se habría ganado ya mucho si los clérigos respectivos tuvieran claro que no les es lícito hacer todo lo que pueden hacer, es decir, si comprendieran que no les es lícito ejercer sus plenos poderes espirituales por propia plenitud de poder, sino sólo por encomienda de la Iglesia -como encomendados por ésta-, si se consideraran a sí mismos como ministros atributados por mandato. Un objetivo intermedio esencial sería la visión de que podrían hallarse en un cierto dilema, que consiste en que sólo pueden actuar lícitamente por encargo de la Iglesia, por mandato de la autoridad, pero que a esta Iglesia le falta hoy la autoridad encomendante. Sin esta vinculación a la Iglesia, todo ejercicio ministerial representa un acto desempeñado con el sello del cisma (o del sectarismo). Con ello vuelve a plantearse la pregunta por la autoridad perdida y por la unidad. En la nueva "Declaración" hemos tratado de mostrar el dilema de la encomendación sacerdotal por un lado y la falta de autoridad por otro lado. En atención a la encomendación sacerdotal hay que constatar:
"Por un lado falta por ahora la jurisdicción eclesiástica necesaria para el cumplimiento de estas tareas, puesto que la jerarquía ha apostasiado, pero por otro lado el cumplimiento de estas tareas es el presupuesto necesario para el restablecimiento precisamente de esta autoridad eclesiástica. Pero el restablecimiento de la autoridad eclesiástica es exigido por la voluntad de salvación de Cristo. En mi opinión, el dilema sólo puede resolverse si todas las actividades hechas hasta ahora quedan bajo la reserva de una legitimación posterior y definitiva a cargo de la jerarquía restablecida. De este modo, por ejemplo la celebración de la misa y la administración de los sacramentos sólo puede legitimarse entre tanto merced a que quedan bajo el aspecto de la restitución global de la Iglesia como institución sagrada y se someten al posterior enjuiciamiento a cargo de la autoridad legítima restablecida. Por tanto, la administración y la recepción de los sacramentos (incluida la celebración y la visita de la Santa Misa), al margen de su validez sacramental, serían inautorizadas si se efectuaran sin referencia a esta única legitimación posible."
Fuente: http://vida-en-el-soledad.over-blog.net/article-sobre-la-division-del-tradicionalismo-por-rev-padre-abad-basilio-79238281.html
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