“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

domingo, 9 de febrero de 2014

La venida del Mesías, en gloria y majestad

La venida del Mesías, en gloria y majestad
Tomo I

Observaciones de Juan, Josafat, Bem-Ezra
Manuel Lacunza

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Discurso preliminar

   Vencido ya de vuestras instancias, amigo y señor mío Cristófilo, y determinado aunque con suma repugnancia a poner por escrito algunas de las cosas que os he comunicado, me puse ayer a pensar, ¿qué cosas en particular había de escribir, y qué orden y método me podría ser más útil, así para facilitar el trabajo, como para explicarme con libertad?,. Después de una larga meditación, en que vi presentarse confusamente muchísimas ideas, y en que nada pude ver con distinción y claridad, conociendo, que perdía el tiempo y me fatigaba inútilmente, procuré por entonces mudar de pensamientos,. Para esto abrí luego la Biblia, que fue el libro que hallé más a la mano, y aplicando los ojos a lo primero que se puso delante, leí estas palabras con que empieza el capítulo 9 de la Epístola a los Romanos. Verdad digo en Cristo, no miento: dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo; que tengo muy grande tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseaba yo mismo ser anatema por Cristo, por amor de mis hermanos, que son mis deudos según la carne, que son los Israelitas, de los cuales es la adopción de los hijos, y la gloria, y la alianza, y la legislación, y el culto, y las promesas: cuyos padres son los mismos, de quienes desciende también Cristo según la carne, etcétera. Con la consideración de estas palabras, no tardaron mucho en excitarse en mí aquellos sentimientos del apóstol; mas viendo que el corazón se me oprimía avivándose con nueva fuerza aquel dolor, que casi siempre me acompaña, cerré también el libro, y me salí a desahogar al campo. Allí, pasado aquel primer tumulto, y mitigado un poco aquel ahogo, comencé a dar lugar a varias reflexiones.

Conque ¿es posible (me acuerdo que decía), conque es posible que el pueblo de Dios, el pueblo santo, la casa de Abraham, de Isaac, y de Jacob, hombres los más ilustres, los más justos, los más amados y privilegiados de Dios, con cuyo nombre el mismo Dios es conocido de todos los siglos posteriores, diciendo: yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob... este es mi nombre para siempre, y este es mi memorial, por generación y generación: un pueblo que había nacido, se había sustentado, y crecido con la fe y esperanza del Mesías. Un pueblo preparado de Dios para el Mesías, con providencias y prodigios inauditos por espacio de dos mil años: que este pueblo de Dios, este pueblo santo tuviese en medio de sí a este mismo Mesías por quien tantos siglos había suspirado, que lo viese por sus propios ojos con todo el esplendor de sus virtudes; que oyese su voz y sus palabras de vida, siempre admirado, suspenso y como encantado, de las palabras de gracia que salían de su boca ; que admirase sus obras prodigiosas, diciendo y confesando que: bien lo ha hecho todo: a los sordos los ha hecho oír, y a los mudos hablar; que recibiese de su bondad toda suerte de beneficios, y de beneficios continuos así espirituales como corporales, etcétera; y que con todo eso no lo recibiese, con todo eso lo desconociese, con todo eso lo persiguiese con el mayor furor; con todo eso lo mirase como un seductor, como un inicuo, y como tenía anunciado Isaías, lo hubiese con los malvados contado; con todo eso, en fin, lo pidiese a grandes voces para el suplicio de la cruz? Cierto que han sucedido en esta nuestra tierra cosas verdaderamente increíbles, al paso que ciertas y de la suprema evidencia.

Mas de este sumo mal, infinitamente funesto y lamentable (proseguía yo discurriendo), ¿quién sería la verdadera causa?, ¿Serían acaso los publicanos, los pecadores, las meretrices, por no poder sufrir la santidad de su vida, ni la pureza y perfección de su doctrina? Parece que no, pues el Evangelio mismo nos asegura que: se acercaban a él los publicanos y pecadores para oírle; y esto era lo que murmuraban los Escribas y Fariseos: y los Fariseos y los Escribas murmuraban diciendo: éste recibe pecadores y come con ellos; y en otra parte: si este hombre fuera profeta, bien sabría quién, y cuál es la mujer que le toca; porque pecadora es (. ¿Sería acaso la gente ordinaria, o la ínfima plebe siempre ruda, grosera y desatenta? Tampoco: porque antes esta plebe no podía hallarse sin él; esta lo buscaba, y lo seguía hasta en los montes y desiertos más solitarios; esta lo aclamaba a gritos por hijo de David y rey de Israel; esta lo defendía y daba testimonio de su justicia, y por temor de esta plebe no lo condenaron antes de tiempo: mas temían al pueblo.


No nos quedan, pues, otros sino los sacerdotes, los sabios y doctores de la ley, en quienes estaba el conocimiento y el juicio de todo lo que tocaba a la religión. Y en efecto, estos fueron la causa y tuvieron toda la culpa. Mas en esto mismo estaba mi mayor admiración: cierto que es esta cosa maravillosa, les decía aquel ciego de nacimiento, que vosotros no sabéis de dónde es, y abrió mis ojos. Estos sacerdotes, estos doctores, ¿no sabían lo que creían? ¿No sabían lo que esperaban? ¿No leían las Escrituras de que eran depositarios? ¿Ignoraban, o era bien que ignorasen que aquellos eran los tiempos en que debía manifestarse el Mesías, según las mismas Escrituras? ¿No eran testigos oculares de la santidad de su vida, de la excelencia de su doctrina, de la novedad, multitud y grandeza de sus milagros? Sí: todo esto es verdad, mas ya el mal era incurable, porque era antiguo; no comenzaba entonces, sino que venía de más lejos: ya tenía raíces profundas.

En suma el mal estaba en aquellas ideas tan extrañas y tan ajenas de toda la Escritura, que se habían formado del Mesías, las cuales ideas habían bebido, y bebían frecuentemente en los intérpretes de la misma Escritura. Estos intérpretes, a quienes honraban con el título de Rabinos, o Maestros por excelencia, o de Señores, tenían ya más autoridad entre ellos que la Escritura misma. Y esto es lo que reprendió el mismo Mesías, citándoles las palabras del capítulo 29 de Isaías. Hipócritas, bien profetizó Isaías de vosotros... diciendo: Este pueblo con los labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Y en vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres, porque dejando el mandamiento de Dios, os asís de la tradición de los hombres. Bellamente hacéis vano el mandamiento de Dios, por guardar vuestra tradición.

Pues estos son, concluía yo, estos son ciertamente los que nos cegaron y los que nos perdieron. Estos son aquellos doctores y legisperitos, que habiendo recibido, y teniendo en sus manos la llave de la ciencia, ni ellos entraron, ni dejaron entrar a otros. ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, que os alzasteis con la llave de la ciencia! vosotros no entrasteis, y habéis prohibido a los que entraban. En las Escrituras están bien claras las señales de la venida del Mesías, y del Mesías mismo: su vida, su predicación, su doctrina, su justicia, su santidad, su bondad, su mansedumbre, sus obras prodigiosas, sus tormentos, su cruz, su sepultura, etcétera. Mas como al mismo tiempo se leen en las mismas Escrituras, y esto a cada paso, otras cosas infinitamente grandes y magníficas de la misma persona del Mesías, tomaron nuestros doctores con suma indiscreción éstas solas, componiéndolas a su modo, y se olvidaron de las otras, y las despreciaron absolutamente como cosas poco agradables. ¿Y qué sucedió? Vino el Mesías, se oyó su voz, se vio su justicia, se admiró su doctrina, sus milagros, etcétera. Él mismo los remitía a las Escrituras, en las cuales como en un espejo fidelísimo lo podían ver retratado con suma perfección: Escudriñad las Escrituras... y ellas son las que dan testimonio de mí. Pero todo en vano; como ya no había más Escritura que los Rabinos, ni más ideas del Mesías, que las que nos daban nuestros doctores; ni los mismos Escribas y Fariseos y legisperitos conocían otro Mesías que el que hallaban en los libros y en las tradiciones de los hombres, fue como una consecuencia necesaria que todo se errase, y que el pueblo ciego, conducido por otro ciego, que era el sacerdocio, cayese junto con él en el precipicio. ¿Acaso podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?

Ahora amigo mío: dejando aparte y procurando olvidar del todo unas cosas tan funestas y tan melancólicas, que no nos es posible remediar, volvamos todo el discurso hacia otra parte. Si yo me atreviese a decir, que los Cristianos en el estado presente, no estamos tan lejos como se piensa de este peligro, ni tan seguros de caer en otro precipicio semejante, pensarías sin duda que yo burlaba, o que acaso quería tentaros con enigmas, como la reina Saba a Salomón. Mas si vieras que hablaba seriamente sin equívoco ni enigma, y que me tenía en lo dicho, paréceme que al punto firmaras contra mí la sentencia de muerte, clamando a grandes voces sea apedreado: y tirándome vos mismo, no obstante nuestra amistad, la primera piedra. Pues señor, aunque lluevan piedras por todas partes, lo dicho dicho: la proposición la tengo por cierta, y el fundamento me parece el mismo sin diferencia alguna sustancial. Oíd ahora con bondad, y no os asustéis tan al principio.

Así como es cierto y de fe divina, que el Mesías prometido en las Santas Escrituras vino ya al mundo; así del mismo modo es cierto y de fe divina, que habiéndose ido al cielo después de su muerte y resurrección, otra vez ha de venir al mismo mundo de un modo infinitamente diverso. Según esto creemos los cristianos dos venidas, como dos puntos esenciales y fundamentales de nuestra religión: una que ya sucedió, y cuyos efectos admirables vemos y gozamos hasta el día de hoy: otra que sucederá infaliblemente, no sabemos cuándo. De ésta pues os pregunto yo: ¿si estas ideas son tan ciertas, tan seguras y tan justas, que no haya cosa alguna que temer ni que dudar? Naturalmente me diréis que sí, creyendo buenamente que todas las ideas que tenemos de esta segunda venida del Mesías son tomadas fielmente de las Santas Escrituras, de donde solamente se pueden tomar. Amén, así lo haga el Señor: despierte el Señor las palabras que tú profetizaste.

No obstante yo os pregunto a vos mismo, con quien hablo en particular: ¿si con vuestros propios estudios, trabajos y diligencia habéis sacado estas ideas de las Santas Escrituras? Así parece que lo debemos suponer, pues siendo sacerdote, y teniendo como tal, o debiendo tener la llave de la ciencia, apenas podréis tener alguna excusa en iros a buscar otras cisternas no tan seguras, pudiendo abrir la puerta y beber el agua pura en su propia fuente. Mas el trabajo es, que no podemos suponerlo así, porque sabemos todo lo contrario por vuestra propia confesión. ¿Qué necesidad hay, decís confiadamente, de que cada uno en particular se tome el grande y molestísimo trabajo de sacar en limpio lo que hay encerrado en las Santas Escrituras, cuando este trabajo nos lo han ahorrado tantos doctores que trabajaron en esto toda su vida? Y si yo os vuelvo a preguntar si estáis cierto y seguro como lo pide un negocio tan grave, que son ciertas y justas todas las ideas que halláis en los doctores sobre la segunda venida del Mesías, temo mucho que no os dignéis de responderme, tratándome de impertinente y de necio. Mas yo, por eso mismo os muestro al punto como con la mano aquel mismo peligro de que hablamos, y aquel precipicio mismo en que cayeron mis judíos.

Uno de los grandes males que hay ahora en la Iglesia, por no decir el mayor de todos, paréceme que es la negligencia, el descuido, y aun el olvido casi total en que se ve el sacerdocio del estudio de la Sagrada Escritura. Del estudio, digo, formal, no de una lección superficial. Vos mismo podéis ser buen testigo de esta verdad, pues siendo sabio, y como tal aplicado a la bella literatura, habéis tratado y tratáis con toda suerte de literatos. Entre todos estos, ¿cuántos escriturarios habéis hallado? ¿Cuántos que siquiera alguna vez abran este libro divino? ¿Cuántos que le hagan el pequeño honor de darle lugar entre los otros libros? Acuérdome a propósito de lo que en cierta ocasión oí decir a un sabio de estos; esto es: que la Escritura Divina, aunque digna de toda veneración, no era ya para estudio formal, especialmente en nuestro siglo en que se cultivan tantas ciencias admirables llenas de amenidad y utilidad. Que basta leer lo que cada día ocurre en el oficio, y caso que se ofreciese dificultad sobre algún punto particular, se debía recurrir no a la Escritura misma, sino a alguno de tantos intérpretes como hay. En fin, concluyó este sabio diciendo y defendiendo que el estudio formal de la Escritura le parecía tan inútil como seco e insulso. Palabras que me hicieron temblar, porque me dieron a conocer, o me afirmaron en el conocimiento que ya tenía del estado miserable en que están, generalmente hablando, nuestros sacerdotes; y por consiguiente los que dependemos de ellos. Si la sal pierde su virtud, ¿qué cosa dará sabor a las viandas?

Mas volviendo a nuestro asunto, me atrevo, señor, a deciros, y también a probaros en toda forma, que las ideas de la segunda venida del Mesías que nos dan los intérpretes, cuanto al modo, duración y circunstancias, y que tenemos por tan ciertas y tan seguras, no lo son tanto que no necesitan de examen. Y este examen no parece que puede hacerse de otro modo, sino comparando dichas ideas con la Escritura misma, de donde las tomaron o las debieron tomar. Si esta diligencia hubieran practicado nuestros escribas y fariseos, cuando el Señor mismo los remitía a las Escrituras, ciertamente hubieran hallado otras ideas infinitamente diversas de las que hallaban en los rabinos, y es bien creíble que no hubieran errado tan monstruosamente.

¿Qué quieres amigo que te diga? Por grande que sea mi veneración y respeto a los intérpretes de la Escritura, hombres verdaderamente grandes, sapientísimos, eruditísimos y llenos de piedad, no puedo dejar de decir lo que en el asunto particular de que tratamos, veo y observo en ellos con grande admiración. Los veo, digo, ocupados enteramente en el empeño de acomodar toda la Escritura Santa, en especial lo que es profecía, a la primera venida del Mesías, y a los efectos ciertamente grandes y admirables de esta venida, sin dejar o nada, o casi nada para la segunda, como si sólo se tratase de dar materia para discursos predicables, o de ordenar algún oficio para tiempo de adviento. Y esto con tanto celo y fervor, que no reparan tal vez, ni en la impropiedad, ni en la violencia, ni en la frialdad de las acomodaciones, ni en las reglas mismas que han establecido desde el principio, ni tampoco (lo que parece más extraño), tampoco reparan en omitir algunas cosas, olvidando ya uno, ya muchos versículos enteros, como que son de poca importancia; y muchas veces son tan importantes, que destruyen visiblemente la exposición que se iba dando.

Por otra parte los veo asentar principios, y dar reglas o cánones para mejor inteligencia de la Escritura; mas por poco que se mire, se conoce al punto que algunas de estas reglas, y no pocas, son puestas a discreción, sin estribar en otro fundamento que en la exposición misma, o inteligencia que ya han dado, o pretenden dar a muchos lugares de la Escritura bien notables. Y si esta exposición, esta inteligencia es poco justa, o muy ajena de la verdad (como sucede con bastante frecuencia) ya tenemos reglas propísimas para no entender jamas lo que leemos en la Escritura. De aquí han nacido aquellos sentidos diversos de que muchos abusan para refugio seguro en las ocasiones pues por claro que parezca el texto, si se opone a las ideas ordinarias, tienen siempre a la mano su sentido alegórico. Y si este no basta, viene luego a ayudarlo el anagógico a los cuales se añade el tropológico, místico, acomodaticio, etcétera, haciendo un uso frecuentísimo, ya de uno, ya de otro, ya de muchos a un mismo tiempo, subiendo de la tierra al cielo con grande facilidad, y con la misma bajando del cielo a la tierra al instante siguiente, tomando en una misma individua profecía, en un mismo pasaje, y tal vez en un mismo versículo, una parte literal, otra alegórica, otra anagógicamente, y componiendo de varios retazos diversísimos, una cosa, o un todo que al fin no se sabe lo que es. Y entre tanto la Divina Escritura, el libro verdadero, el más venerable, el más sagrado, queda expuesto al fuego, o agudeza de los ingenios, a quien acomoda mejor, como si fuese libro de enigmas.

No por eso penséis, señor, que yo repruebo absolutamente el sentido alegórico o figurado (lo mismo digo a proporción de los otros sentidos). El sentido alegórico en especial, es muchas veces un sentido bueno y verdadero, al cual se debe atender en la misma letra, aunque sin dejarla. Sabemos por testimonio del apóstol San Pablo, que muchas cosas que se hallan escritas en los libros de Moisés, eran figura de otras muchas, que después se verificaron en Cristo. Y el mismo apóstol en la epístola a los Gálatas capítulo cuarto, habla de dos testamentos figurados en las dos mujeres de Abraham, y en sus dos hijos Ismael e Isaac, y añade, las cuales cosas fueron dichas por alegoría: mas como sabemos por otra parte que las epístolas de San Pablo son tan canónicas como el Génesis y Éxodo, quedamos ciertos y seguros, no menos de la historia, que de su aplicación: ni por esta explicación, o alegoría, o figura, dejamos de creer, que las dos mujeres de Abraham, Agar y Sara, eran dos mujeres verdaderas, ni que las cosas que fueron figuradas, dejasen de ser o suceder así a la letra, como se lee en los libros de Moisés. No son así los sentidos figurados que leemos, no solamente en Orígenes (a quien por esto llama San Jerónimo siempre intérprete alegórico, y en otras partes, nuestro alegórico) sino en toda suerte de escritores eclesiásticos, así antiguos como modernos; los cuales sentidos muchísimas veces no dejan lugar alguno, antes parece que destruyen enteramente el sentido historial, esto es, el obvio literal. Y aunque regularmente dicen verdades, se ve no obstante con los ojos que no son verdades contenidas en aquel lugar de la Escritura sobre que hablan, sino tomadas de otros lugares de la misma Escritura, entendida en su sentido propio, obvio, y natural literal; y ellos mismos confiesan, como una verdad fundamental, que sólo este sentido es el que puede establecer un dogma, y enseñar una verdad.

Con todo esto, dice un autor moderno, la Escritura Divina no se ha explicado hasta ahora de otro modo, de como se explicó en el cuarto y quinto siglo: esto es, de un modo más concionatorio, que propio y literal; o por un respeto no muy bien entendido a la antigüedad, o también por ser un modo más fácil y cómodo, pues no hay texto alguno, por oscuro que parezca, que no pueda admitir algún sentido, y esto basta. Esta libertad de explicar la Escritura Divina en otros mil sentidos, dejando el literal, ha llegado con el tiempo a tal exceso, que podemos decir sin exageración, que los escritores mismos la han hecho inaccesible, y en cierto modo despreciable. Son estas expresiones no mías, sino del sabio poco ha citado. Inaccesible a aquellas personas religiosas y pías, que tienen hambre y sed de las verdades que contienen los libros sagrados, por el miedo de caer en grandes errores, que los doctores mismos les ponderan, si se atreven a leer estos libros sagrados sin luz y socorro de sus comentarios, tantos y tan diversos. Y como en estos mismos comentarios lo que más falta y se echa menos, es la Escritura misma, que no pocas veces se ve sacada de su propio lugar, y puesta otra cosa diferente, parece preciso que a lo menos una gran parte de la Escritura, en especial una parte tan principal como es la profecía, quede escondida y como inaccesible a los que con buena fe y óptima intención desean estudiarla: vosotros no entrasteis y habéis prohibido a los que entraban. Lo que si bien es falso hablando en general, a lo menos en el punto presente me parece cierto por mi propia experiencia.

Los comentadores, hablando en general, no entraron ciertamente en muchos misterios bien sustanciales y bien claros, que se leen y repiten de mil maneras en los libros sagrados. Esto es mal, y no pequeño; mas el mayor mal está en que prohíban la entrada y cierren la puerta a otros muchos que pudieran entrar, dándoles a entender, y tal vez persuadiéndoles con sumo empeño, que aquellos misterios de que hablo, son peligro, son error, son sueños, son delirios, etcétera, que aunque en las Escrituras parezcan expresos y claros, no se pueden entender así, sino de otro modo, o de otros cien modos diversos, según diversas opiniones; menos de aquel modo, y en aquella forma en que los dictó el Espíritu Santo. Y si a personas religiosas y pías la Escritura Divina se ha hecho en gran parte inaccesible por los comentadores mismos, a otras menos religiosas y menos pías, en especial en el siglo que llamamos de las luces, se ha hecho también nada menos que despreciable, pues se les ha dado ocasión más que suficiente para pensar, y tal vez lo dicen con suma libertad, que la Escritura Divina es, cuando menos, un libro inútil; pues nada significa por sí mismo, ni se ha de entender como se lee, sino de otro modo diverso que es necesario adivinar. En fin, que cada uno es libre para darle el sentido que le parece. Así el temor respetuoso de los unos, y el desprecio impío de los otros, han producido por buena consecuencia un mismo efecto natural; esto es, renunciar enteramente al estudio de la Escritura, lo que en nuestros días parece que ha llegado a lo sumo.

Todo esto que acabo de apuntar, aunque en general y en confuso, me persuado que os parecerá duro e insufrible, mucho más en la boca o pluma de un mísero judío. Vuestro enfado deberá crecer al paso que fuéremos descendiendo al examen de aquellas cosas particulares, tampoco examinadas, aunque generalmente recibidas; pues en estas cosas particulares de que voy a tratar, pienso, señor, apartarme del común sentir, o de la inteligencia común de los expositores, y en tal cual cosa también de los teólogos. Esta declaración precisa y formal que os hago desde ahora, y que en adelante habéis de ver cumplida con toda plenitud, me hace naturalmente temer el primer ímpetu de vuestra indignación, y me obliga a buscar algún reparo contra la tempestad. Digo contra la censura fuerte y dura, que ya me parece oigo antes de tiempo.

Paréceme una cosa naturalísima, y por eso muy excusable, que aun antes de haberme oído suficientemente, aun antes de poder tener pleno conocimiento de causa, y aun sin querer examinar el proceso, me condenéis a lo menos por un temerario y por un audaz; pues me atrevo yo solo, hombrecillo de nada, a contradecir a tantos sabios, que habiendo mirado bien las cosas, las establecieron así de común acuerdo. Lejos sea de mí, si acaso no lo está, el pensar que soy algo respecto de tantos y tan grandes hombres. Los venero y me humillo a ellos, como creo que es no sólo razón, sino justicia. Mas esta veneración, este respeto, esta deferencia, no ignoráis, señor, que tienen sus límites justos y precisos, a los cuales es laudable llegar, mas no el pasar muy adelante. Los doctores mismos no nos piden, ni pueden pedirnos que se propasen estos límites con perjuicio de la verdad: antes nos enseñan con palabra y obra; todo lo contrario, pues apenas se hallará alguno entre mil, que no se aparte en algo del sentimiento de los otros. Digo en algo, porque apartarse en todo, o en la mayor parte, sería cuando menos una extravagancia intolerable. Yo sólo trato un punto particular, que es, LA VENIDA DEL MESÍAS, que todos esperamos. Y si en las cosas que pertenecen a este punto particular, hallo en los doctores algunos defectos, o algunas ideas poco justas, que me parecen de gran consecuencia, ¿qué pensáis, amigo, qué deberé hacer? ¿Será delito hallar estos defectos, advertirlos, y tenerlos por tales? ¿Será temeridad y audacia el proponerlo a la consideración de los inteligentes? ¿Será faltar al respeto debido a estos sapientísimos doctores, el decir que, o no los advirtieron por estar repartida su atención en millares de cosas diferentes, o no les fue posible remediarlas en el sistema que seguían? Pues esto es solamente lo que yo digo, o pretendo decir. Si a esto queréis llamar temeridad y audacia, buscad, señor, otras palabras más propias que les cuadren mejor. ¿Qué maravilla es que una hormiga que nada entre el polvo de la tierra, descubra y se aproveche de algunos granos pequeños, sí, pero preciosos, que se escapan fácilmente a la vista de una águila? ¿Qué maravilla es, ni qué temeridad, ni qué audacia, que un hombre ordinario, aunque sea de la ínfima plebe, descubra en un grande edificio dirigido por los más sabios arquitectos, descubra, digo, y avise a los interesados que el edificio flaquea y amenaza ruina por alguna parte determinada? No ciertamente porque el edificio en general no esté bien trabajado según las reglas, sino porque el fundamento sobre que estriba una parte del mismo edificio, no es igualmente sólido y firme como debía ser.

¿Se podrá muy bien tratar a este hombre de ignorante y grosero? ¿se podrá reprender de audaz y temerario? ¿se le podrá decir con irrisión que piensa saber más que los arquitectos mismos, pues estos teniendo buenos ojos edificaron sobre aquel fundamento? ¿y no es verosímil que mirasen primero lo que hacían, etcétera? Mas si por desgracia los arquitectos en realidad no examinaron el fundamento por aquella parte, o no lo examinaron con atención, si se fiaron de la pericia de otros más antiguos, y estos de otros; si en esta buena fe edificaron sin recelo, no mirando otra cosa que a poner una piedra sobre otra; en este caso nada imposible, ¿será maravilla que el hombre grosero e ignorante descubra el defecto, y diga en esto la pura verdad? Con este ejemplo obvio y sencillo deberéis comprender cuanto yo tengo que alegar en mi defensa. Todo se puede reducir a esto solo, ni me parece necesaria otra apología.

Debo solamente advertiros, que como en todo este escrito que os voy a presentar, he de hablar necesariamente, y esto a cada paso, de los intérpretes de la Escritura; o por hablar con más propiedad, de la interpretación que dan a todos aquellos lugares de la Escritura pertenecientes a mi asunto particular; temo mucho que me sea como inevitable el propasarme tal vez en algunas expresiones o palabras, que puedan parecer poco respetuosas, y aun poco civiles. Las que hallaréis en esta forma, yo os suplico, señor, que tengáis la bondad de corregirlas, o sustituyendo otras mejores, o si esto no se puede, quitándolas absolutamente. Mi intención no puede ser otra que decir clara y sencillamente lo que me parece verdad. Si para decir esta verdad no uso muchas veces de aquella amable discreción, ni de aquella propiedad de palabras que pide la modestia y la equidad, esta falta se deberá atribuir más a pobreza de palabras que a desprecio o poca estimación de los doctores, o a cualquiera otro efecto menos ordenado. Tan lejos estoy de querer ofender en lo más mínimo la memoria venerable de nuestros doctores y maestros, que antes la miro con particular estimación, como que no ignoro lo que han trabajado en el inmenso campo de las Escrituras, ni tampoco dudo de la bondad y rectitud de sus intenciones. Así mis expresiones y palabras, sean las que fueren, no miran de modo alguno a las personas de los doctores, ni a su ingenio, etcétera, miran únicamente al sistema que han abrazado. Este sistema es el que pretendo combatir, mostrando con los hechos mismos, y con argumentos los más sencillos y perceptibles, que es insuficiente, por sumamente débil, para poder sostener sobre sí un edificio tan vasto, cual es el misterio de Dios que encierran las Santas Escrituras; y proponiendo otro sistema, que me parece solo capaz de sostenerlo todo. De este modo han procedido más de un siglo nuestros físicos en el estudio de la naturaleza, y no ignoráis lo que por este medio han adelantado.

Esta obra, o esta carta familiar, que tengo el honor de presentaros, paréceme bien (buscando alguna especie de orden) que vaya dividida en aquellas tres partes principales a que se reduce el trabajo de un labrador: esto es, preparar, sembrar, y recoger. Por tanto, nuestra primera parte comprenderá solamente los preparativos necesarios, y también los más conducentes, como son allanar el terreno, ararlo, quitar embarazos, remover dificultades, etcétera. La segunda comprenderá las observaciones, las cuales se pueden llamar con cierta semejanza el grano que se siembra, y que debe naturalmente producir primeramente yerba, después espiga, y por último, grano en la espiga. En la tercera, en fin, procuraremos recoger todo el fruto que pudiéremos de nuestro trabajo.

Yo bien quisiera presentaros todas estas cosas en aquel orden admirable, y con aquel estilo conciso y claro, que sólo es digno del buen gusto de nuestro siglo; mas no ignoráis que ese talento no es concedido a todos. Entre la multitud innumerable de escritores que produce cada día el siglo iluminado, no deja de distinguirse fácilmente la nobleza de la plebe: es decir, los pocos entre los muchos. ¿Qué orden ni qué estilo podéis esperar de un hombre ordinario de plebe, de los pobres, a quien vos mismo obligáis a escribir? ¿No bastará entender lo que dice, y penetrar al punto cuanto quiere decir? Pues esto es lo único que yo pretendo, y a cuanto puede extenderse mi deseo. Si esto sólo consigo, ni a mí me queda otra cosa a que aspirar, ni a vos otra cosa que pedir.


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