“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

martes, 5 de junio de 2012

Libros Selectos

"Las Maravillas de la Gracia Divina"

Mathias Joseph Scheeben


Libro Primero
Capítulo IV: 

"La gracia nos eleva sobre nuestra naturaleza" 


La gracia supera infinitamente todas las cosas naturales y los mismos milagros. Podríamos añadir que, en cierto sentido, es superior a la gloria de los bienaventurados que sin embargo parece ser el mayor bien que Dios puede otorgamos. En realidad, la gloria de los bienaventurados no es otra cosa que el completo desarrollo de la gracia. La gracia es la fuente que salta hasta la vida eterna; es la raíz cuyas flores y frutos constituyen la gloria, pues éstos dependen de aquélla. “El precio del pecado es la muerte, mas la gracia de Dios es la vida eterna”, dice el Apóstol[1]. Si, de atenernos al Apóstol, la gracia de Dios es la vida eterna, no sólo debe conducirnos a ella, debe contenerla. El pecado es un mal mayor que la muerte, que es su castigo; de igual modo, la gracia debe ser un bien más preciado que la gloria celeste, pues por aquélla merecemos ésta. Sobre este punto insistiremos más tarde; por el momento veamos la excelencia que la gracia comunica al que la posee; siendo en sí misma sobrenatural, a quien la posee lo eleva sobre su propia naturaleza.

“Colocadme -decía un antiguo filósofo- en una mansión extraordinariamente rica, con abundante oro y plata. Estas cosas no lograrán que yo crezca en mi propia estimación. Tales objetos están cerca de mí, pero siempre fuera de mí; como exteriores que son, no afectan al hombre; por su brillo pueden deslumbrar su ojo, pero no añadirle nada, ni en la salud, ni en el desarrollo del cuerpo, menos aún en el espíritu”[2]. Es propio de la excelencia de la gracia elevar a su propia altura a los que la poseen. Penetra el alma es decir, el interior del hombre, tan íntimamente que le comunica sus privilegios; la reviste de un suntuoso vestido. Siendo como es la obra más bella de Dios, quien participa de ella aparece asimismo como la obra más bella salida de las manos divinas. “La gracia de Cristo -dice san Cirilo de Alejandría- nos viste como de púrpura; nos coloca en una dignidad de la que no es posible hacerse idea”[3].

¡Qué honor para el hombre! Sacado de su bajeza y de su nativa oscuridad es transportado, cual otro Adán, sobre este mundo visible, sobre los animales, sobre los cielos, sobre la dignidad que los ángeles más bellos tenían por su naturaleza. Es de saber que los ángeles, según su naturaleza, no tienen la dignidad que nosotros adquirimos por la gracia. Si ellos no hubieran recibido de la generosidad divina esta gracia, serían inferiores a nosotros y en escala mayor que lo somos nosotros con relación a ellos según la naturaleza.

¿Cómo lamentar nuestra desdicha si llegamos a cambiar nuestra nobleza por una servidumbre vil? Porfiamos, nos destrozamos mutuamente cuando se trata de conseguir un puesto que, a juicio de gente ofuscada es más elevado que otro. Si cuando nacimos se nos hubiera dado a escoger, optaríamos indefectiblemente por la dignidad más alta. ¿Qué mágico encanto nos ciega entonces cuando con tanta insistencia se nos ofrece el trono de la gracia divina? ¡Sin embargo, apenas si nos conmovemos!

Cuanto mayor es la altura que conseguimos mediante la gracia, tanto más profunda será nuestra caída, si llegamos a perderla. ¿Quién no se estremece al leer cómo Nabucodonosor fue transformado en animal?[4]. Era un rey poderoso, invencible, dueño de un reino inmenso. “Tocaba el cielos de su grandeza, y su poder los confines de la tierra”, nos dice la Escritura[5]. Su figura, sus cabellos, su voz eran semejantes a los de un animal; pacía y comía como los brutos; echado a la selva, vivió entre ellos siete años. ¡Qué grandeza aquélla y qué degradación ésta otra! Sin embargo no hay término de comparación entre dicho descenso y la caída del hombre que pierde la gracia. En efecto, por lo que hace a él, desde lo alto del trono, de donde contempla a sus pies todas las cosas creadas, se precipita en el infierno para acompañar irrevocablemente a los demonios.

¡Hombre! Reconoce la hermosura que la gracia te confiere; conserva durante tu vida la dignidad que ella proporciona a tu alma. Teniendo el mundo a tus pies, ¿por qué te ocupas de sus leyes? Has sido colocado en el cielo, allí fijaste tu trono. ¿Por qué revolcarte en el fango de la tierra?

Ya los filósofos paganos, comprendieron con su razón que el amor de los bienes de aquí abajo es insensato cuando se lo compara con el cielo, con los astros. Decía uno de ellos[6] : “Si se diera a las abejas la inteligencia humana, repartirían su pequeño dominio en numerosas provincias, como acostumbran hacerlo los reyes de la tierra. Sobre nosotros hay espacios inmensos ante los cuales desaparece la tierra”. Otro recalcaba: “Si miráramos a nuestro planeta desde el sol o desde la luna creeríamos ver un pequeño círculo; los reinos más dilatados, sin hablar de los campos y de las praderas, aparecerían como puntos imperceptibles[7].

Siendo así que hemos sido elevados sobre los mismos cielos, ¿cuál deberá ser en consecuencia nuestro comportamiento? ¿Qué pensar de nosotros mismos, de la gracia, de los bienes de la tierra? La distancia que separa el sol de la tierra, ¿qué digo?, una distancia mucho mayor es la que separa la gracia de todo lo terreno. Nos dejamos llevar, como los pueblos incultos, de las apariencias. Creen estos pueblos que el sol, en comparación de la tierra, no pasa de ser un disco luminoso. Del mismo modo, a pesar de toda nuestra ciencia, no comprendemos la grandeza invisible de la gracia. Los cálculos de los astrónomos en lo relativo al sol nos dejan convencidos. ¿Por qué, en nuestra ignorancia, no dar crédito a las verdades de la fe, sin comparación más seguras?

¡Qué contados son los que, recordando la dignidad obtenida por la gracia, desprecian las solicitaciones de la naturaleza! ¡Pocos son en verdad los que, a semejanza de un campesino convertido en rey de la noche a la mañana, se sonrojan de los resabios, los placeres, las costumbres de su anterior condición! Lloraba san Isidoro de Alejandría porque, estando como estaba destinado a tomar parte en el banquete celestial de los bienaventurados, se veía precisado a sostener su cuerpo con alimentos, como los animales. San Pablo juzgaba como injusticia el tener que ceder a la carne y a la sangre y tomar en consideración algo que no fuera la nueva condición obrada por la gracia de Dios[8]. ¡Locura grande la que nos hace olvidar la alegría del cielo y ceder a los instintos y a los goces de las bestias! Nuestra tarea en esta vida debe ser el aspirar a la dignidad que la gracia nos confiere; no busquemos en esta tierra sino el sufrimiento para que, crucificados a la naturaleza, nos comportemos como habitantes de otro mundo.



Capítulo V: 

"La gracia es una participación de la naturaleza divina increada[9]"


El hombre es elevado por la gracia sobre la naturaleza creada. Más aún, se hace participante de la naturaleza increada de Dios. O, más bien, se encumbra tanto por influjo de esta unión tan íntima y esta participación de los privilegios divinos. Cuanto más cerca está un cuerpo del fuego recibirá más luz y calor.

Escribe san Pedro: las promesas, grandes y preciosas, que Dios nos hiciera en Jesucristo, deben hacernos participantes de la naturaleza divina[10]; es decir los privilegios divinos, en lo posible, vienen a ser participados por nuestra naturaleza. Fundados en dicho texto, unánimemente nos enseñan los Padres esta insigne unión con Dios.

Sentíanse incapaces los Santos de expresar, como lo hubieran deseado, la excelsitud de este don. Escribe san Dionisio: “La santidad o la gracia santificante es un bien divino, una imitación inefable de la divinidad y de la bondad suma[11], en virtud de la cual, por un nacimiento sobre humano, ocupamos un rango divino”[12]. Dice san Maximino mártir: “Se nos da la divinidad cuando la gracia penetra nuestra naturaleza de su luz celestial y cuando, por la gloria, esa gracia nos eleva sobre sí misma”[13]. Nos enseñan estos teólogos y la mayoría de los otros Padres, con santo Tomás[14], que la gracia, por decirlo así, nos diviniza. Tal significado atribuyen a estas palabras del Salvador: “Dije: Sois dioses e hijos del Altísimo”[15]. En una palabra, la gracia nos transporta hasta el trono que solamente Dios ocupa por su naturaleza.



Cuando paramos mientes en la variedad de criaturas, vemos que cada cual se diferencia por su naturaleza: unas son más perfectas que otras; todas en conjunto forman una escala armónicamente graduada en cuyo término sólo Dios ocupa un lugar transcendente. Hay cuerpos que existen, pero que no tienen vida: son las piedras y los metales; hay otros seres que poseen cierta vida: son las plantas, que por sí mismas se desarrollan gracias a su raíz y que producen flores y frutos; los animales tienen además sensibilidad y movimiento; en fin, el hombre posee la razón; mediante ella puede conocer y amar seres que carecen de cuerpo. Sobre el hombre se encuentra la serie incontable de los puros espíritus, invisibles a nuestra vista, cada uno de los cuales tiene su perfección propia. En un puesto infinitamente más elevado se encuentra la naturaleza divina; ninguna criatura se le parece en espiritualidad; ninguna tiene en sí capacidad para contemplar a Dios tal como es, ni de sumergirse en él por el amor. Comparadas con el sol divino, las otras naturalezas no pasan de ser tinieblas y son incapaces de reflejar naturalmente la perfección divina.

Esta naturaleza divina, por el infinito poder de su caridad, atrae a la nuestra, la adopta en su seno por la gracia, sumergiéndola como se sumerge el hierro en el horno. De esta suerte, pertenecemos a la raza de Dios, como la palmera al reino vegetal y el león al animal.

Si, de entre todos los hombres y todos los ángeles, escogiera Dios una sola alma para comunicarle el resplandor de dignidad tan inesperada, esta alma haría palidecer la hermosura del sol, de la naturaleza entera y de todos los espíritus puros; dejaría estupefactos, no sólo a los mortales, sino hasta a los mismos ángeles, quienes se verían como tentados de adorarla, cual si fuera Dios en persona. ¿Cómo es posible que hagamos tan poco caso de este mismo bien, siendo así que se nos dispensa con tanta prodigalidad? ¿O es que nuestra ingratitud aumenta en la medida en que Dios quiere ser generoso con nosotros?

Por amor propio, no escatimamos dinero ni fatigas para acercamos a los grandes. ¡Y despreciamos la intimidad de Dios! Cuando alguien es echado del consejo del rey queda avergonzado e inconsolable. ¡Y de seguro que para nosotros no resulta una amarga pérdida, una herida incurable el vernos privados, por el pecado mortal, de la compañía de Dios, más aún, el no pertenecer ya a su raza, el ser expulsado de su familia! De hecho, Dios mismo desprecia al que desprecia la comunión con su bondad, con su divinidad; semejante hombre se hace enemigo de su propio honor, de su razón, de sí mismo y de Dios.

De otra parte, los honores descansan más en la opinión de los hombres que en las cualidades intrínsecas. La voluntad de un rey puede hacer que alguien ocupe el puesto más apetecido, sin que para ello tenga aptitud o sea digno. Cuando la gracia nos comunica una dignidad divina, no solamente nos otorga el nombre, sino también la perfección divina, pues, según los: teólogos, ella sobrenaturalmente hace que nuestra alma se parezca a Dios.

Según san Cirilo de Alejandría, “somos participantes de la naturaleza divina por la unión con el Hijo y el Espíritu Santo; no sólo de nombre, sino en realidad, cuantos hemos creído somos semejantes a Dios, pues hemos sido revestidos de una beldad que sobrepasa la de cualquier criatura. Cristo se ha formado en nosotros de una manera inefable y no como una criatura en otra, sino como Dios en la naturaleza creada, transformando, por el Espíritu Santo, la creación, esto es, a nosotros mismos, en su imagen, elevándola a una dignidad sobrenatural”[16].

“Lo que en Dios es esencial y sustancial -observa santo Tomás-, en el alma que por la gracia participa de la caridad divina es como una cualidad agregada a su naturaleza”[17].

Los Padres aplican a este misterio diversas imágenes.- San Atanasio[18] compara la divinidad con el ámbar[19] o bálsamo, que comunica su suavidad a los objetos que toca, o también con el sello que en la cera blanda deja grabada su imagen. Dice san Gregorio Nacianceno que nuestra naturaleza está íntimamente unida a Dios por la gracia y que participa de sus propiedades, al igual que una gota de agua, arrojada a un vaso de vino y absorbida por éste, toma el mismo color, olor y sabor. Santo Tomás, siguiendo a san Basilio, nos evoca la imagen del hierro: de sí rudo, frío e informe, se vuelve ardiente, luminoso, flexible, cuando se lo coloca en el fuego y éste lo penetra; es de notar que no por eso pierde su esencia. El que sabe que Dios es la luz más pura, el fuego del amor eterno, comprenderá sin dificultad, cómo, al abajarse con toda su gloria hasta su criatura y al admitirla en su seno sin aniquilarla, la puede penetrar de su luz y de su ardor, hasta el punto de hacer desaparecer su poquedad natural y su debilidad, de suerte que parezca quedar completamente absorbida en Dios.

Si pudiéramos adquirir la sutilidad de los ángeles con la facilidad con que podemos aumentar en nosotros la gracia, nadie desaprovecharía la ocasión. ¿La sutilidad de los ángeles, dije? ¡Pero si envidiamos la agilidad de los seres inferiores! De seguro que bien pronto nos apropiaríamos, si de nosotros dependiera, la ligereza del ciervo, la fuerza del león, el vuelo de las águilas, etc., etc. ¡Qué vergüenza! Los esplendores de la naturaleza divina están a nuestro alcance, nos ennoblecen y nos elevan a una altura infinita; no obstante, apenas sirve todo ello para que realicemos un pequeño esfuerzo! ¿Qué se ha hecho de nuestra razón? ¿Dónde está nuestra fe?

Supongamos que Dios resume en un solo hombre todas las maravillas de la creación, que este hombre sea más fuerte que el león, más bello que la aurora y que las flores del campo, más refulgente que el sol, más radiante que los querubines. Supongamos que ese tal aventura todos estos bienes en una jugada de dados. ¿Quién contemplaría sin estremecerse tamaña locura, semejante ingratitud? Nos asombra la fuerza de Sansón. Pero nos asombra mucho más el que esta fuerza cediera locamente a las falaces lágrimas de una mujer. ¡Y nosotros vendemos nuestra intimidad con Dios, vendemos el esplendor del sol divino, la fuerza de las virtudes divinas a la carne miserable, hija de la corrupción, hermana y madre de gusanos! ¡Qué pensar ante un hecho tan desolador y por desgracia repetido a diario! Llorad, ángeles de paz, llorad si podéis; llorad la inconcebible locura de vuestros hermanos de la tierra que se destrozan a sí mismos. ¡Llorad la profanación de tantos tesoros!

Aquellos que todavía tienen puros los ojos y el alma sana, guarden con honor su dignidad; están en el deber de amar con todas las fibras de su corazón a su Padre, el Padre de las luces. Si los planetas pudieran darse cuenta de su belleza, de seguro que se mostrarían sumamente reconocidos al sol, ya que gracias a la luz recibida de él se convirtieron en su imagen resplandeciente. Un príncipe profesa amor a sus antepasados, un hijo a su padre, cada cual a su semejante. ¿No es para elevarnos de la tierra hacia Dios el sentimiento de parentesco y semejanza descrito? No se concibe que nosotros, cristianos, podamos tener de nuestra dignidad menor aprecio que el que tuvieron los filósofos paganos, esclarecidos por la razón, de la dignidad humana. Para ellos el hombre constituía una maravilla, la médula, el corazón del mundo, el rey de la creación. Si el hombre a la luz de la razón aparecía tan grande, ¿qué será a la luz de la fe? Abramos los ojos de nuestra alma y sigamos el aviso de san Juan Crisóstomo: “Os ruego y os suplico que no permitáis que los más bellos dones del cielo (aquéllos que hemos recibido por la gracia de Cristo) aumenten a causa de su misma grandeza, el pecado de nuestra negligencia”.

Capítulo VI: 

"La participación de la naturaleza divina nos hace sobrenaturalmente semejantes a ella[20]"


Veamos ahora, con más precisión, ‘cómo’ se produce esta participación de la naturaleza divina.

Según afirman los teólogos, en todos los seres registramos una participación de la naturaleza divina. Todos ellos se asemejan a Dios más o menos en su vida, en sus fuerzas o en su actividad y manifiestan la gloria divina. De igual manera que el Apóstol, podemos también nosotros contemplar la gloria invisible de Dios en las cosas creadas[21]. El parecido es sumamente variado. Las cosas materiales nos presentan tan sólo una débil expresión de la gloria de Dios; los vestigios que dejan tras de sí podríamos compararlos a la huella dejada por el pie del hombre en tierra blanda. Esa huella acusa el paso de un hombre; no pasa de ser una imagen de su pie; no refleja la naturaleza del hombre. Dios es espíritu; los seres materiales, como obras de sus manos, le dan gloria, proclaman su sabiduría y su poder; pero no representan su naturaleza. Por el contrario, nuestra alma y los espíritus puros contienen ya una cierta imagen de la naturaleza divina, pues son espirituales, racionales, libres. Sin embargo, estas naturalezas son finitas, sacadas de la nada, de una especie del todo distinta de la naturaleza divina. Vienen a ser algo así como la imagen de un hombre que en el lienzo reproduce un artista; dicha imagen no nos hace ver la figura, los rasgos, el color de la persona representada; siempre será inferior a la imagen reproducida por un espejo, puesto que la persona aparece aquí con su verdadero aspecto, su verdadera luz, con toda su belleza, su frescura, su vida. Del mismo modo, la naturaleza racional es del todo semejante a la divinidad, cuando se convierte en espejo inmaculado, cuando la refleja en toda su belleza. Penetrada y glorificada por el ardor divino, queda como transformada en Dios, como un cristal que concentra los rayos solares, como el parhelio[22], imagen del sol.

Cuando decimos que nuestra alma participa de la naturaleza divina afirmamos que recibe la condición propia de Dios; en tal forma se vuelve semejante a su Creador que puede decirse, con los Padres, que está verdaderamente divinizada. Escribe san Dionisio: “La divinización es la asimilación y la unión más íntima posible con Dios”[23]. Otro tanto nos enseña san Basilio: “El Espíritu Santo es fuente de un gozo sin fin que consiste en la asimilación de Dios. ¡Convertirse en Dios! Nada puede apetecerse de más bello”[24]. No se trata pues de una identificación de nuestra sustancia con la sustancia divina, ni de una unión personal, hipostática, como la de Cristo; sino de una transfiguración de nuestra sustancia en la imagen de la naturaleza divina. De consiguiente para ello no hace falta que nos convirtamos en nuevos dioses, separados del verdadero Dios y por lo tanto en dioses falsos. Lo que Dios es por su naturaleza nos hacemos nosotros por gracia: somos su imagen sobrenatural, un reflejo de la gloria propia de Dios.

Para que nos formemos una idea más cabal de esta semejanza con Dios, es preciso recorrer una a una las propiedades que distinguen la naturaleza divina de las naturalezas creadas.

Ante todo consideremos la esencia divina. Solamente Dios tiene en sí la existencia, existencia eterna e inmutable; de nadie depende. De por sí, las criaturas se confunden con la nada; únicamente existen porque Dios tuvo a bien concederles la existencia, porque las creó de la nada. Aun después de creadas, en comparación de Dios siguen siendo nada. “Yo soy el que soy”, dice el Señor[25], Y “todos los pueblos en mi Presencia son como si no existieran; no pasan de ser polvo y vanidad”[26]. Todas las criaturas, incluyendo a los espíritus inmortales, dejarían de existir, si la mano de Dios no las sostuviera.

Según la enseñanza del Apóstol, la gracia es una “nueva creación”, la fundación de un reino nuevo e inconmovible[27]. Gracias al poder de Dios que todo lo ha creado, somos adoptados en el seno del Padre eterno, al lado del Verbo, asimismo eterno[28]. Estamos llamados a participar de una vida que pasa los linderos del tiempo, de una vida eterna. Descansamos bajo la tienda de la eternidad divina, junto a la fuente de todo ser y de toda vida. Nuestra existencia eterna está tan asegurada como si fuéramos Dios en persona. Pueden perecer el cielo y la tierra, caer los astros del firmamento, desquiciarse la tierra de sus bases: no importa, nada de esto nos afectará, puesto que reposamos más arriba que todas las criaturas, en el seno del Creador.

Dice el libro de la Sabiduría: “Los justos vivirán eternamente; recibirán de la mano del Señor un reino espléndido y una maravillosa diadema; los cubrirá con su mano derecha y los protegerá con su brazo sagrado”[29]. Por lo que hace a los que están separados de Dios, aquellos que antepusieron los bienes perecederos a los tesoros de la gracia, se lee en el mismo capítulo: “¿De qué nos sirve el orgullo? ¿Qué utilidad nos ha reportado la vanidad de las riquezas? Todo esto se a desvanecido como una sombra, ha desaparecido como ligera posta, como la huella de un navío en el agua…, hubimos nacido apenas y dejamos de existir… y en nuestra malicia nos consumiremos”[30]. Si pues verdadera y eternamente queremos ser algo grande, acudamos a la fuente de toda existencia. No tenemos por qué ir en pos de nuestra propia nada, ni por qué correr tras las cosas fútiles y perecederas, ni por qué cubrimos de vanos oropeles. ¿Por qué hemos de ansiar eterizarnos en la boca de los hombres y no en nosotros mismos y en Dios?.

A imitación del primer hombre y del demonio, el pecador desea “asemejarse a Dios”[31]. No otra cosa desea el Señor, quiere que seamos como Él, pero no sin Él o fuera de Él o en contra de Él; tampoco quiere que nos consideremos dioses, que nos adoremos y nos hagamos adorar. Desea que seamos como El, en El y por El, a semejanza de su Primogénito, que no es otro Dios, sino un solo y mismo Dios con el Padre. Sería incalificable locura, espantoso crimen el rechazar el amor infinito de Dios y el volverse enemigo suyo, declarándose independiente.


Capítulo VII: 

"La participación de la naturaleza divina nos comunica la más alta perfección" 

Seré semejante al Altísimo”[32], dijo Lucifer al contemplar la belleza y la gloria con que Dios lo había revestido. Injuriaba a Dios con ese lenguaje, ya que trataba de poseer dicha gloria independientemente de su Hacedor. Por lo que toca a nosotros, el medio más adecuado de alabar y agradecer a Dios es confesar que por su gracia quiere hacernos semejantes a él en toda perfección. Ha dicho nuestro Señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”[33]. Estas palabras en primer término se refieren a la perfección moral; pero, después de todo lo que dejamos dicho, podemos tomarlas también en el sentido de que las otras perfecciones divinas deben ser copiadas por nosotros.

Alma cristiana, llamada a la comunión con Dios, contempla las riquezas de su gloria. Admira su naturaleza infinita; es el ser más puro, el ser mismo, que encierra cuanto de bello y de bueno pueda concebirse; es el ser ante el cual todo se desvanece como humo. Admira su majestad infinita que, a semejanza de los rayos solares, esparce en torno de sí toda la hermosura y todas las perfecciones que observamos en nosotros y en torno nuestro. Fíjate en su gesto creador del que brota el mundo con toda su variedad; asómbrate ante la armonía de innumerables cuerpos celestes; muchos de los cuales son millares de veces mayores que la tierra. Sin moverse lo mueve todo; pone en acción las causas, ordena los elementos; de entre sus tesoros saca las fuerzas y las propiedades de los metales, las fuentes, las plantas, los animales, la ciencia de los hombres y la de los ángeles. Si en vista de las riquezas y maravillas incontables que ves en Dios, lleno de admiración, caes rendido; si, como un pobre gusano al contemplar el sol radiante, crees que tu deber es desaparecer, espántate, oh alma cristiana, asómbrate de tu propio esplendor: Dios, en su ilimitado amor, mediante su gracia, te ha revestido como de un manto de púrpura con todos estos esplendores.

Cada naturaleza creada tiene su perfección propia; ninguna posee las perfecciones de todas las demás. El elefante tiene la fuerza del león, pero no su agilidad; el león tiene la fuerza del elefante, pero no su corpulencia. Tienen los animales algo de que carecen las plantas: la sensibilidad, mas no se cubren como éstas de flores. El hombre, por su alma racional, ha sido elevado mucho más alto que los animales; no obstante, muchos de éstos poseen cualidades que no tiene el hombre. Por el contrario, Dios, en la simplicidad de su esencia, posee en grado eminente las perfecciones de todas las criaturas juntas, así como la luz solar contiene, en su simplicidad, toda la variedad de los colores del arco iris. Las diversas naturalezas creadas son a modo de rayos de colores diferentes que proceden en su totalidad de un solo rayo. Tanto la naturaleza espiritual de nuestra alma como la de los ángeles, es sin comparación más perfecta que la naturaleza de los cuerpos materiales. Y nótese que no pasa de ser la refracción de un rayo del sol divino, tal vez la más hermosa, pero que no contiene todas las otras. Por el contrario; tratándose de la gracia, la luz de la gloria divina, pura y perfecta, en forma de rayo entero y acabado, desciende sobre nuestra alma, convirtiéndose ésta en imagen perfecta de Dios en quien se reflejan todas las perfecciones creadas.

Aunque seas pobre de bienes materiales, a nadie envidies; por rico que seas en dinero, en fuerza, en honores, en ciencia, piensa que el más necesitado de tus hermanos, si está en gracia, es infinitamente más perfecto y feliz que tú, ya que posee en su corazón el reino más hermoso, el reino de Dios, del que Jesucristo ha dicho: “El reino de Dios está en vosotros”[34].

Mas objetas: -yo no percibo este esplendor; de nada me sirve un tesoro del que no disfruto-.

Cierto, no ven tus ojos ese tesoro, y sin embargo lo tienes dentro de ti. Si por ventura eres dueño de un diamante· todavía no tallado, no te das cuenta de su valor, de su hermosura; con todo, en sí mismo, vale tanto como si estuviera tallado. Pasa lo propio cuando tomas en tus manos la semilla de un árbol gigantesco; no sospechas que ahí esté oculto un hermoso árbol. Ocurre otro tanto con la perfección que te comunica la gracia; no la ves, está oculta. “Somos ya ahora hijos de Dios, dice san Juan, mas lo que seremos algún día, cuando contemplemos a Dios tal cual es, no aparece aún”[35]. Mientras no contemples a Dios cara a cara, no verás en ti su imagen. La gracia es como el primer fulgor del sol divino; aguarda a que este sol se eleve, a que muestre su esplendor, a que te penetre por entero de su ardor y te glorifique; y tu gloria te dejará tanto más arrobado cuanto por más tiempo estuvo oculta. Hasta ese momento, como te lo advierte el Apóstol, deberás moverte en la fe y no en la visión, deberás creer en la palabra infalible de Dios. “Por medio de la fe, dice san Pedro, Dios nos conserva para una felicidad que se nos revelará en los últimos tiempos, cuando aparezca el Señor”. Por él tenemos “la viva esperanza de una herencia imperecedera, incorruptible, inmarcesible, que se nos reserva en el cielo[36].

En la misma gracia tienes la prenda y el germen de la futura glorificación de tu cuerpo y de tu alma. Si todavía gimes bajo la esclavitud de tu carne, si estás afligido a causa de tus penas y defectos, suspira con el Apóstol por la libertad y la gloria de los hijos de Dios; llegará un día en que, por la virtud de la gracia, tu misma carne se verá exenta de todo sufrimiento y temor de muerte, y se volverá sutil, radiante como el sol, ágil como el águila, engalanada de todas las perfecciones que admiras en los bienes materiales.

[1] Romanos, VI, 23.
[2] Séneca, Vita beata, 21.
[3] In Ioannem, I, 14.
[4] Daniel, IV, 30.
[5] Daniel, IV, 19.
[6] Séneca, Quaest. nat. praef.
[7] Luciano, Icaromenippus, 46, 12.
[8] I Corintios, XV, 50; II Corintios, V, 17; Gálatas, I, 15; Colosences, III, 2.
[9] Scheeben agrega la nota siguiente: “Los capítulos que van a continuación tratan de la divinización del alma por la participación de la naturaleza divina. Lo que afirmamos parecerá tal vez a más de un piadoso lector exagerado, extraño o peligroso. Estamos ante un misterio que no puede pasarse por alto, sino que debe considerarse con fe y respeto.” Las opiniones de los teólogos sobre esta materia podrán verse en Ripalda, De ente supernaturali, I. VI, disp. 132; sect. 8 et 9.
[10] II Pedro, I, 4.
[11] Dionisio el Areopagita, Epistola 2 ad Caium.
[12] Íd. Eccles. hier., c. 2, § 1.
[13] Div. capita ad theol. spect., I, 76.
[14] S. Th., I, II, q. 110, a. 3, 4; q. 114, a. 3; III, q. 3, a. 4 ad 3.
[15] Juan, X, 34 (Salmo LXXXI, 6).
[16] De Trin., l. 4.
[17] S. Th., I, 11, q. 110, a. 2 ad 2.
[18] Lib. ad Serap. de Spir. S.
[19] Sustancia fina y aromática empleada en Oriente.
[20] Véase a este respecto San Agustín, De Trinitate, I. VI, c. 10 y 12; I. XI. c. 1 y siguientes; I. XII, c. 7 y 9; I. XIV, c. 8, 11, etc. San Bernardo, De gratia el libero arbitrio, c. 9, n. 288 y ss.; c. 10, n. 32 ss. Santo Tomás, S. th., I, q. 45, a. 7; q. 93, a. 1-9.
[21] Romanos, 1, 20.
[22] Fenómeno meteorológico, que consiste en la aparición de manchas de luz en los puntos de intersección de un halo circular con otros arcos luminosos. (Enciclopedia Universal Herder)
[23] Eccles. hier., c. 1, § 2.
[24] De Spiritu Sancto, c. 9, n. 23.
[25] Éxodo, III, 14.
[26] Isaías XL, 15.
[27] Efesios, II, 10; Hebreos, XII, 28.
[28] Hebreos, I, 2.
[29] Sabiduría, V, 16-17.
[30] Íbid. V, 8-13.
[31] Isaías, XIV, 14; véase Génesis, III, 5.
[32] Isaías, XIV, 14,
[33] Mateo, V, 48.
[34] Lucas, XVII, 21.
[35] I Epístola, III, 2.
[36] I Epístola, I, 4-5.

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