“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

viernes, 1 de junio de 2012

libros selectos

"EL SECRETO ADMIRABLE DEL SANTO ROSARIO"
San Luís María Grignion de Montfort
(parte II)
Ave Maria Gratia Plena

Segunda decena

Excelencia del Santo Rosario por las oraciones de que está compuesto

11ª Rosa: El Credo


El Credo o símbolo de los Apóstoles, que se reza sobre el Crucifijo del Rosario, es una plegaria de gran mérito, por ser un sagrado compendio y resumen de las verdades cristianas.


La fe, en efecto, es la base, fundamento y principio de todas las virtudes cristianas, de todas las verdades eternas y de todas las plegarias agradables a Dios. «Quien se acerca a Dios ha de comenzar por creer» "Accedentem ad Deum credere oportet" (Heb 11,6). Sí, quien se acerca a Dios en la oración debe comenzar con un acto de fe y cuanto mayor sea su fe, más eficaz y meritorio para él y más gloriosa para Dios será su plegaria. No me detendré a explicar las palabras del símbolo de los Apóstoles. Pero no puedo menos de aclarar las primeras palabras: «Creo en Dios». Éstas encierran los actos de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Tienen una eficacia maravillosa para santificarnos y derrotar al demonio. Muchos santos vencieron con estas palabras las tentaciones, especialmente las contrarias a la fe, la esperanza o la caridad, durante su vida y a la hora de la muerte. Fueron las últimas palabras que escribió San Pedro de Verona, O.P., mártir e inquisidor, con el dedo, lo mejor que pudo y sobre la arena, cuando, con la cabeza cortada por el sablazo de un hereje, se hallaba próximo a expirar. La fe es la única clave que permite entrar en todos los misterios de Jesús y de María, contenidos en el Santo Rosario. Por esto es necesario comenzar el Rosario rezando el Credo con gran atención y devoción. Y cuanto más viva y robusta sea la fe, más meritorio será nuestro Rosario. Es preciso que sea viva y animada por la caridad, es decir, que para recitar bien el Santo Rosario, debes estar en gracia de Dios o en busca de ella. Es necesario, además, que la fe sea robusta y constante, es decir, que no has de buscar en el rezo del Santo Rosario solamente el gusto sensible y la consolación espiritual. En otras palabras, no debes dejarlo cuando te salten las distracciones involuntarias en la mente, un incomprensible tedio en el alma, un fastidio o sopor casi continuo en el cuerpo. Para rezar bien el Rosario no son necesarios ni gusto ni consuelo ni suspiros ni fervor y lágrimas, ni aplicación prolongada de la imaginación. Bastan la fe pura y la recta intención. «Basta sólo la fe» "Sola fides sufficit". (Cuarta estrofa del himno “Pange lingua”.)


12ª Rosa: El Padrenuestro (I)
El Padrenuestro u oración dominical saca toda su excelencia de su Autor, que no es hombre ni Ángel, sino el Rey de los Ángeles y de los hombres, Jesucristo. «Era necesario –dice San Cipriano (PL 4, 537)– que quien venía como Salvador a darnos la vida de la gracia, nos enseñara también, como celestial Maestro, el modo de orar». La sabiduría del divino Maestro se manifiesta claramente en el orden, dulzura y fuerza de esta divina plegaria. Es corta, pero rica en enseñanzas. Es accesible a los ignorantes, pero llena de misterios para los sabios. El Padrenuestro encierra todos los deberes que tenemos para con Dios, los actos de todas las virtudes y la petición para todas nuestras necesidades espirituales y materiales. «Es el compendio del Evangelio», dice Tertuliano (PL 1, 1255). «Aventaja a los deseos de los santos» dice Tomás de Kempis (Enchiridium Monachorum, c.3). Compendia todas las dulces expresiones de los salmos y cantos, implora cuanto necesitamos, alaba a Dios de manera excelente, eleva el alma de la tierra al Cielo y la une íntimamente con Él. Debemos recitar la oración dominical con la certeza de que el Padre Eterno la escuchará por ser la oración de su Hijo, a quien Él escucha siempre (Jn 11, 42 y Heb 5,7) y cuyos miembros somos (Ef 5, 30). ¿Podría acaso un Padre tan bueno rechazar una súplica tan bien fundada, apoyada como ésta, en los méritos e intercesión de Hijo tan digno? Asegura San Agustín (PL 41, 748) que el Padrenuestro bien rezado borra los pecados veniales. El justo cae siete veces por día (Prov 24, 16), pero con las siete peticiones del Padrenuestro puede remediar sus caídas y fortificarse contra sus enemigos. Es oración corta y fácil, a fin de que, frágiles como somos y sometidos como estamos a tantas miserias, recibamos auxilio más rápidamente, rezándola con mayor frecuencia y devoción.



Desengáñate, pues, alma piadosa, que desprecias la oración compuesta y ordenada por el Hijo mismo de Dios a todos los creyentes. Tú que aprecias solamente las oraciones compuestas por los hombres, ¡como si el hombre, por esclarecido que sea, supiera mejor que Jesús cómo debemos orar! Tú que buscas en libros humanos el método de alabar y orar a Dios, como si te avergonzaras de utilizar el que su Hijo nos ha prescrito, y vives persuadida de que las oraciones contenidas en los libros son para los sabios y ricos, mientras que el Rosario es bueno solamente para las mujeres, los niños y la gente del pueblo, como si las alabanzas y oraciones que lees en tu devocionario fueran más bellas y agradables a Dios que la oración dominical. ¡Dejar de lado la oración recomendada por Jesucristo para apegarnos a las compuestas por los hombres es una tentación peligrosa! No desaprobamos con esto las oraciones compuestas por los Santos para excitar a los fieles a alabar a Dios. Pero no podemos admitir que haya quienes las prefieran a la que brotó de los labios de la Sabiduría encarnada, dejen el manantial para correr tras los arroyos y desdeñen el agua viva para ir a beber la turbia. Porque, al fin y al cabo, el Rosario, compuesto de la oración dominical y de la salutación angélica, es el agua limpia y eterna que mana de la fuente de la gracia. Mientras que las demás oraciones, que buscas y rebuscas en los libros, no son más que arroyos que derivan de ella. ¡Dichoso quien recita la plegaria enseñada (Mt 6, 913) por el Señor, meditando atentamente cada palabra! Encuentra en ella cuanto necesita y puede desear. Cuando rezamos esta admirable plegaria, cautivamos desde el primer momento el corazón de Dios, invocándolo con el dulce nombre de Padre. «Padre nuestro». El más tierno de todos los padres, omnipotente en la creación, admirable en la conservación de las criaturas, sumamente amable en su providencia e infinitamente bueno en la obra de la Redención. ¡Dios es nuestro Padre! ¡Entonces, todos somos hermanos y el Cielo es nuestra patria y nuestra herencia! ¿No bastará esto para inspirarnos, a la vez, amor a Dios y al prójimo, y despego de todas las cosas de la tierra?


Amemos, pues, a un Padre como éste y digámosle millares de veces:
«Padre nuestro que estás en los Cielos». Tú, que llenas el Cielo y la tierra con la inmensidad de tu esencia y estás presente en todas partes. Tú, que moras en los santos con tu gloria, en los condenados con tu justicia, en los justos por tu gracia, en los pecadores por tu paciencia comprensiva: haz que recordemos siempre nuestro origen celestial, vivamos como verdaderos hijos tuyos y avancemos siempre hacia Ti solo, con todo el ardor de nuestros anhelos. «Santificado sea tu Nombre». El Nombre del Señor es santo y terrible, dice el profeta rey (Sal 98, 3), el Cielo resuena con las alabanzas incesantes de los serafines a la santidad del Señor Dios de los ejércitos –exclama Isaías (Is 6, 3.)–. Con estas palabras pedimos que toda la tierra reconozca y adore los atributos de un Dios tan grande y santo. Que sea conocido, amado y adorado por los paganos, los turcos, los hebreos, los bárbaros y todos los infieles. Que todos los hombres le sirvan y glorifiquen con fe viva, con esperanza firme, con caridad ardiente, renunciando a todos los errores: en una palabra que todos los hombres sean santos porque Él mismo lo es (Lev 11,44-45 y 1 Pe 1, 16). «Venga a nosotros tu Reino». Es decir, reina, Señor en nuestras almas con tu gracia en esta vida a fin de que merezcamos reinar contigo después de la muerte, en tu reino que es la suprema felicidad, en la cual creemos, esperamos y la cual deseamos. Felicidad que la bondad del Padre nos ha prometido, los méritos del Hijo nos han adquirido, y la luz del Espíritu Santo nos ha revelado. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Cuando pedimos que se haga su voluntad es porque aceptamos humildemente cuanto ha querido ordenar respecto a nosotros. Y que cumplamos siempre y todo su santísima voluntad, manifestada en sus mandamientos, con la misma prontitud, amor y constancia con las que los Ángeles y santos le obedecen en el Cielo.


«Danos hoy nuestro pan de cada día». Jesucristo nos enseña a pedir a Dios lo necesario para la vida del cuerpo y del alma. Con estas palabras, confesamos humildemente nuestra miseria y rendimos homenaje a la Providencia, declarando que creemos y queremos recibir de su bondad todos los bienes temporales. Con la palabra “pan”, pedimos a Dios lo estrictamente necesario para la vida: excluimos lo superfluo. Este pan lo pedimos “hoy” es decir, limitamos al presente nuestras solicitudes, confiando a la Providencia el mañana. Pedimos el pan “de cada día”, confesando así nuestras necesidades siempre renovadas y proclamamos la continua dependencia en que nos hallamos de la protección y socorros divinos. «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Nuestros pecados – dicen San Agustín y Tertuliano– son deudas que contraemos con Dios, y su justificación exige el pago hasta el último céntimo. Y ¡todos tenemos esas tristes deudas! Pero, no obstante nuestras numerosas culpas, acerquémonos a Él confiadamente, y digámosle con verdadero arrepentimiento: «Padre nuestro, que estás en los cielos», perdona los pecados de nuestro corazón y nuestra boca, los pecados de acción y omisión, que nos hacen infinitamente culpables a los ojos de la justicia. Porque, como hijos de un Padre tan clemente y misericordioso, perdonamos por obediencia y caridad a cuantos nos han ofendido. «No nos dejes –por infidelidad a tu gracia– caer en la tentación» del mundo y de la carne. «Y líbranos del mal» que es el pecado, del mal de la pena temporal y eterna que hemos merecido. «¡Amén!» Expresión muy consoladora –dice San Jerónimo. Es como el sello que Dios pone al final de nuestra súplica para asegurarnos que nos ha escuchado. Es como si nos respondiera: “¡Amén!” Sí, hágase como han pedido; lo han conseguido. Porque esto es lo que significa el término: “Amén”.

13ª Rosa: El Padrenuestro (II)



Al recitar cada una de las palabras de la oración dominical, honramos las perfecciones divinas. Honramos su fecundidad llamándolo «Padre»: Padre que desde la eternidad engendras un Hijo igual que tú, eterno y consustancial, que es una misma esencia, una misma potencia, una misma bondad, una misma sabiduría contigo. Padre e Hijo que al amarse producen al Espíritu Santo, que es Dios como Vosotros ¡Tres adorables personas que son un solo Dios! «¡Padre nuestro!». Es decir, Padre de los hombres por la creación, la conservación y la redención. Padre misericordioso de los pecadores; Padre amigo de los justos; Padre magnífico de los bienaventurados. «Que estás». Con estas palabras admiramos la inmensidad, la grandeza y plenitud de la esencia divina, que se llama con verdad EL QUE ES (Ex 3,14), es decir, el que existe esencial, necesaria y eternamente, que es el Ser de los seres, la Causa de todo ser. Que contiene en sí mismo, forma eminente, las perfecciones de todos los seres. Que está en todos con su esencia, presencia y potencia sin ser por ellos abarcado. Honramos su sublimidad, gloria y majestad con las palabras que estás en los Cielos, es decir, como sentado en su trono para ejercer justicia sobre todos los hombres. Adoramos su santidad, al desear que su Nombre sea santificado. Reconocemos su soberanía y la justicia de sus leyes, anhelando la llegada de su reino, y ansiando que le obedezcan los hombres en la tierra como le obedecen los Ángeles en el Cielo. Pidiéndole que nos dé el pan de cada día, creemos en su Providencia. Al rogarle que no nos deje caer en la tentación, reconocemos su poder. Esperando que nos libre del mal, nos confiamos a su bondad.


El Hijo de Dios glorificó siempre al Padre con sus obras y vino al mundo para enseñar a los hombres a glorificarlo. Y les ha enseñado la forma de honrarlo con esta oración que se dignó dictarles. Debemos, pues, rezarla con frecuencia y atención, y con el mismo espíritu con que Él la compuso.


14ª Rosa: El Padrenuestro (III)


Cuando rezamos devotamente esta divina oración, realizamos tantos actos de las más nobles virtudes cristianas como palabras pronunciamos. Al decir «Padre nuestro que estás en los Cielos», hacemos actos de fe, adoración y humildad. Al desear que su Nombre sea santificado y glorificado, manifestamos celo ardiente por su gloria. Al pedir la posesión de su reino, hacemos un acto de esperanza. Al desear que se cumpla su voluntad en la tierra como en el Cielo, mostramos espíritu de perfecta obediencia. Pidiéndole que nos dé el pan de cada día, practicamos la pobreza según el espíritu y el despego de los bienes de la tierra. Al rogarle que perdone nuestros pecados, hacemos un acto de contrición. Al perdonar a quienes nos han ofendido, ejercitamos la misericordia en la más alta perfección. Al implorar ayuda en la tentación, hacemos actos de humildad, prudencia, fortaleza. Al implorar que nos libre del mal, practicamos la paciencia.


Finalmente, al pedir todo esto no sólo para nosotros, sino también para el prójimo y para todos los miembros de la Iglesia, nos comportamos como verdaderos hijos de Dios, lo imitamos en la caridad que abraza a todos los hombres y cumplimos el mandamiento de amar al prójimo.


Detestamos, además, todos los pecados y practicamos los mandamientos de Dios, cuando al rezar esta oración, nuestro corazón sintoniza con la lengua y no mantenemos intenciones contrarias a estas divinas palabras. Puesto que, cuando reflexionamos en que Dios está en el Cielo, es decir, infinitamente por encima de nosotros por la grandeza de su majestad, entramos en los sentimientos del más profundo respeto en su presencia y, sobrecogidos de temor, huimos del orgullo y nos abatimos hasta el anonadamiento. Al pronunciar el nombre de Padre, recordamos que de Dios hemos recibido la existencia por medio de nuestros padres y la instrucción por medio de nuestros maestros. Todos los cuales representan para nosotros a Dios, cuya viva imagen constituyen. Por ello nos sentimos obligados a honrarlos, o mejor dicho, a honrar a Dios en sus personas y nos guardamos mucho de despreciarlos y afligirlos. Cuando deseamos que el Santo Nombre de Dios sea glorificado, estamos bien lejos de profanarlo. Cuando consideramos el reino de Dios como nuestra herencia, renunciamos a todo apego desordenado a los bienes de este mundo. Cuando pedimos con sinceridad para nuestro prójimo los bienes que deseamos para nosotros, renunciamos al odio, la disensión y la envidia. Al pedir a Dios el pan de cada día, detestamos la gula y la voluptuosidad, que se nutren en la abundancia. Al rogar a Dios con sinceridad que nos perdone, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, reprimimos la cólera y la venganza, devolvemos bien por mal y amamos a nuestros enemigos. Al pedir a Dios que no nos deje caer en el pecado en el momento de la tentación, manifestamos huir de la pereza y buscar los medios para combatir los vicios y salvarnos. Al rogar a Dios que nos libre del mal, tenemos su justicia y nos alegramos porque el temor de Dios es el principio de la sabiduría (Sal 100, 10; Prov 1, 7); el temor de Dios hace que el hombre evite el pecado (Prov 15,27; Eclo 1,27).


15ª Rosa: El Avemaría. Sus excelencias


La salutación angélica es tan sublime y elevada, que el Beato Alano de la Rupe ha creído que ninguna criatura puede comprenderla y que solamente Jesucristo, Hijo de María, puede explicarla. Deriva su excelencia: de la Santísima Virgen, a quien fue dirigida; de la finalidad de la Encarnación del Verbo, para la cual fue traída del Cielo; y del Arcángel San Gabriel, que fue el primero en pronunciarla (Lc 1,28.42). El Avemaría resume, en la más concisa síntesis, toda la teología cristiana sobre la Santísima Virgen. En el Avemaría encontramos una alabanza y una invocación. La alabanza contiene cuanto constituye la verdadera grandeza de María. La invocación contiene cuanto debemos pedirle y cuanto podemos alcanzar de su bondad. La Santísima Trinidad reveló la primera parte, Santa Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, añadió la segunda. Y la Iglesia ordenó que se invocase a la Santísima Virgen bajo este glorioso título, con estas palabras: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». La Santísima Virgen recibió esta divina salutación en orden a llevar a feliz término el asunto más sublime e importante del mundo, a saber, la Encarnación del Verbo Eterno, la reconciliación entre Dios y los hombres y la redención del género humano. Embajador de esta buena noticia fue el Arcángel San Gabriel, uno de los primeros príncipes de la Corte Celestial. La salutación angélica contiene la fe y esperanza de los patriarcas, de los profetas y de los Apóstoles. Es la constancia y fortaleza de los mártires, la ciencia de los doctores, la perseverancia de los confesores y la vida de los Religiosos. Es el cántico nuevo de la ley de la gracia, la alegría de los Ángeles y de los hombres y el terror y confusión de los demonios.


Por la salutación, Dios se hizo hombre, una virgen se convirtió en Madre de Dios, las almas de los justos fueron liberadas, se repararon las ruinas del Cielo y los tronos vacíos fueron de nuevo ocupados, el pecado fue perdonado, se nos devolvió la gracia, se curaron las enfermedades, los muertos resucitaron, se llamó a los desterrados, se aplacó la Santísima Trinidad, y los hombres obtuvieron la vida eterna. Finalmente, la salutación angélica es el arco iris, la señal de la clemencia y de la gracia dadas al mundo por Dios.

16ª Rosa: El Avemaría: Su belleza



Aunque no hay nada tan excelso como la Majestad divina ni tan abyecto como el hombre considerado como pecador, con todo la Augusta Majestad no desdeña nuestros homenajes y se siente honrada cuando cantamos sus alabanzas. Ahora bien, la salutación angélica es uno de los cánticos más bellos que podamos entonar a la gloria del Altísimo: «Te cantaré un cántico nuevo» (Sal 143,9). La salutación angélica es precisamente el cántico nuevo que David predijo se cantaría en la venida del Mesías. Hay un cántico antiguo y un cántico nuevo. El cántico antiguo es el que cantaron los israelitas en acción de gracias por la creación, la conservación, la liberación de la esclavitud, el paso del Mar Rojo, el maná y todos los demás favores celestiales. El cántico nuevo es el que entonan los cristianos en acción de gracias por la Encarnación y la Redención. Dado que estos prodigios se realizaron por el saludo del Ángel, repetimos esta salutación para agradecer a la Santísima Trinidad por tan inestimables beneficios. Alabamos a Dios Padre por haber amado tanto al mundo que le dio su Unigénito para salvarlo.


Bendecimos a Dios Hijo por haber descendido del Cielo a la tierra, por haberse hecho hombre y habernos salvado. Glorificamos al Espíritu Santo por haber formado en el seno de la Virgen María ese cuerpo purísimo que fue víctima de nuestros pecados. Con estos sentimientos de gratitud, debemos rezar la salutación angélica, acompañándola de actos de fe, esperanza, caridad y acción de gracias por el beneficio de nuestra salvación. Aunque este cántico nuevo se dirige directamente a la Madre de Dios y contiene sus elogios, es, no obstante, muy glorioso para la Santísima Trinidad, porque todo el honor que tributamos a la Santísima Virgen vuelve a Dios, causa de todas sus perfecciones y virtudes. Con este cántico nuevo glorificamos a Dios Padre porque honramos a la más perfecta de sus criaturas; glorificamos al Hijo, porque alabamos a su Purísima Madre; glorificamos al Espíritu Santo, porque admiramos las gracias con que colmó a su Esposa. Del mismo modo que la Santísima Virgen con su hermoso cántico, el Magnificat, dirige a Dios las alabanzas y bendiciones que le tributó Santa Isabel por su eminente dignidad de Madre del Señor, así dirige inmediatamente a Dios los elogios y bendiciones que le presentamos mediante la salutación angélica. Si la salutación angélica glorifica a la Santísima Trinidad, también constituye la más perfecta alabanza que podamos dirigir a María. Deseaba Santa Matilde saber cuál era el mejor medio para testimoniar su tierna devoción a la Madre de Dios. Un día, arrebatada en éxtasis, vio a la Santísima Virgen que llevaba sobre el pecho la salutación angélica en letras de oro y le dijo: «Hija mía, nadie puede honrarme con saludo más agradable que el que me ofreció la Santísima Trinidad. Por él me elevó a la dignidad de Madre de Dios.


"La palabra AVE me hizo saber que Dios en su omnipotencia me había preservado de toda mancha de pecado y de las calamidades a que estuvo sometida la primera mujer». «El nombre de “María”, que significa “Señora de la luz”, como astro brillante, para iluminar los Cielos y la tierra». «Las palabras “llena de gracia”, me recuerdan que el Espíritu Santo me colmó de tantas gracias, que puedo comunicarlas con abundancia a quienes las piden por mediación mía». «Diciendo “el Señor es contigo”, siento renovarse la inefable alegría que experimenté cuando el Verbo eterno se encarnó en mi seno». «Cuando me dicen “bendita Tú eres entre todas las mujeres”, tributo alabanzas a la Misericordia divina que se dignó elevarme a tan alto grado de felicidad». «Ante las palabras “bendito es el fruto de tu vientre Jesús”, todo el Cielo se alegra conmigo al ver a Jesús, mi Hijo, adorado y glorificado por haber salvado al hombre».


17ª Rosa: El Avemaría: Sus maravillosos frutos


Entre las cosas admirables que la Santísima Virgen reveló al Beato Alano de la Rupe, y sabemos que este gran devoto de María confirmó con juramento sus revelaciones, hay tres de mayor importancia: La primera, que la negligencia, tedio y aversión a la salutación angélica, que restauró al mundo, son señal probable e inmediata de reprobación eterna; la segunda, que quienes tienen devoción a esta divina salutación poseen una gran señal de predestinación; y la tercera, que quienes han recibido de Dios la gracia de amar a la Santísima Virgen y servirla por amor deben esmerarse con el mayor empeño para continuar amándola y sirviéndola hasta que Ella los coloque en el Cielo, por medio de su Hijo, en el grado de gloria que conviene a sus méritos (Beato Alano, de D.P., c. 11).


Todos los herejes, que son hijos de Satanás y llevan señales evidentes de reprobación, tienen horror al Avemaría. Quizás aprenden el Padrenuestro, pero no el Avemaría. Preferirían llevar sobre sí una serpiente antes que un Rosario. Entre los católicos, aquellos que llevan la marca de la reprobación apenas si se interesan por el Rosario, son negligentes en rezarlo o lo recitan tibia y precipitadamente. Aunque yo no aceptara con fe piadosa lo revelado al Beato Alano, me basta la experiencia personal para convencerme de esta terrible y a la vez consoladora verdad. No sé ni veo con claridad cómo una devoción tan pequeña pueda ser señal infalible de eterna salvación, y su defecto, señal de [probable] reprobación. No obstante, nada hay más cierto. Vemos, en efecto, que quienes en nuestros días profesan novedosas doctrinas condenadas por la Iglesia, a pesar de su aparente piedad, descuidan en demasía la devoción del Rosario y frecuentemente lo arrancan del corazón de quienes les rodean, con los pretextos más hermosos del mundo. Evitan con cuidado condenar abiertamente el Rosario y el Escapulario. Pero su proceder es tanto más pernicioso cuanto más sutil. Hablaremos de ello más adelante. Mi Avemaría, mi Rosario o mi Corona son mi oración preferida y mi piedra de toque segurísima para distinguir a quienes son conducidos por el Espíritu de Dios, de quienes se hallan bajo la ilusión del espíritu maligno. He conocido almas que parecían volar como águilas hasta las nubes, por la sublimidad de su contemplación. Eran, sin embargo, miserablemente engañadas por el demonio. Sólo llegué a descubrir sus ilusiones, al ver que rechazaban el Avemaría y el Rosario como indignos de su estima. El Avemaría es un rocío celestial y divino, que al caer en el alma de un predestinado le comunica una fecundidad maravillosa para producir toda clase de virtudes. Cuanto más regada esté el alma por esta oración, tanto más se le ilumina el espíritu, más se le abrasa el corazón y más se fortalece contra sus enemigos.


El Avemaría es una flecha inflamada y penetrante, que unida por un predicador a la palabra divina que anuncia, le da la fuerza de traspasar y convertir los corazones más endurecidos, aunque el orador no tenga talento natural extraordinario para la predicación. El Avemaría fue el arma secreta que, como dije antes (Rosa 2a. y 4a), sugirió la Santísima Virgen a Santo Domingo y al Beato Alano para convertir a los herejes y pecadores. De aquí surgió la costumbre de los predicadores de rezar un Avemaría al comenzar la predicación –como afirma San Antonio de Padova.


18ª Rosa: El Avemaría: Sus bendiciones


Esta divina salutación atrae sobre nosotros la copiosa bendición de Jesús y de María. Efectivamente, es principio infalible que Jesús y María recompensan magnánimamente a quienes les glorifican, y vuelven centuplicadas las bendiciones que se les tributan: «Quiero a los que me quieren... para enriquecer a los que me aman y para llenar sus bodegas» (Prov 8.17.21). «Ego diligentes me diligo, ut ditem diligentes me et thesauros eorum repleam. » Es lo que proclaman a voz en cuello Jesús y María: «Amamos a quienes nos aman, los enriquecemos y llenamos sus tesoros». «Quien siembra generosamente, generosas cosechas tendrá» “Qui seminat in benedictionibus, de benedictionibus et metet” (2 Cor 9,6). Ahora bien, ¿no es amar, bendecir y glorificar a Jesús y a María el recitar devotamente la salutación angélica? En cada Avemaría tributamos a Jesús y a María una doble bendición: Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. En cada Avemaría tributamos a María el mismo honor que Dios le hizo al saludarla mediante el Arcángel San Gabriel. ¿Quién podrá pensar siquiera que Jesús y María, que tantas veces hacen el bien a quienes les maldicen, vayan a responder con maldiciones a quienes los honran y bendicen con el Avemaría?
La Reina del Cielo –dice San Bernardo y San Buenaventura– no es menos agradecida y cortés que las personas nobles y bien educadas de este mundo. Las aventaja en esta virtud como en las demás perfecciones, y no permitirá que la honremos con respeto sin devolvernos el ciento por uno. «María nos saluda con la gracia, siempre que la saludemos con el Avemaría» "Ipsa salutabit nos cum gratia si salutaverim eam cum Ave Maria" (San Buenaventura, Psalterium, lect. 4; VD 144-181). ¿Quién podrá comprender las gracias y bendiciones que el saludo y mirada benigna de María atraen sobre nosotros? En el momento en que Santa Isabel oyó el saludo que le dirigía la Madre de Dios, quedó llena del Espíritu Santo y el niño que llevaba en su seno saltó de alegría. Si nos hacemos dignos del saludo y bendición recíprocos de la Santísima Virgen, seremos, sin duda, colmados de gracias, y un torrente de consuelos espirituales inundará nuestras almas.


19ª Rosa: El Avemaría: Feliz intercambio


Está escrito: «Den y se les dará» (Lc 6,38). Recordemos la comparación del Beato Alano: «Si te doy cada día ciento cincuenta diamantes, ¿no me perdonarías aunque fuese enemigo tuyo? Y si eres mi amigo, ¿no me otorgarás todos los favores posibles? ¿Quieres enriquecerte con todos los bienes de la gracia y de la gloria? ¡Saluda a la Santísima Virgen, honra a tu bondadosa Madre!» «El que da gloria a su madre se prepara un tesoro» "Sicut qui thesaurizat, ita et qui honorificat matrem. (Eclo 3,5)”. Preséntale, al menos, cincuenta Avemarías diariamente, cada una de ellas contiene quince piedras preciosas que agradan más a María que todas las riquezas de la tierra. ¿Qué no podrás, entonces, esperar de su generosidad? Ella es nuestra Madre y amiga. Es la Emperatriz del universo y nos ama más de lo que todas las madres y reinas juntas amaron a algún mortal. Porque –dice San Agustín– la caridad de la Santísima Virgen aventaja a todo el amor natural de todos los hombres y de todos los Ángeles.
El Señor se apareció un día a Santa Gertrudis, contando monedas de oro. Se atrevió ella a preguntarle qué estaba contando. Le respondió Jesucristo: «Cuento tus Avemarías: son la moneda con que se compra el Paraíso». El docto y piadoso Suárez, jesuita, estimaba tanto la salutación angélica que solía decir: «¡Daría con gusto toda mi ciencia por el valor de un Avemaría bien dicha!» (Poiré, La Triple Couronne, París, 1639; 3,13.69) El Beato Alano de la Rupe se dirige así a la Santísima Virgen: (Cartagena, en CN, pág. 14-157). Quien te ama, oh excelsa María, escuche esto y llénese de gozo: El Cielo exulta de dicha, la tierra, de admiración, cuando digo: ¡Avemaría! Mientras que el mundo se aterra, poseo el amor de Dios, cuando digo: ¡Avemaría! Mis temores me disipan, mis pasiones se apaciguan, cuando digo: ¡Avemaría! Mi devoción se acrecienta y alcanzo la contrición, cuando digo: ¡Avemaría! Se confirma mi esperanza, se acrecienta mi consuelo, cuando digo: ¡Avemaría! Salta de gozo mi espíritu, se disipa mi tristeza, cuando digo: ¡Avemaría!


Porque la dulzura de esta suavísima salutación es tan grande que no hay términos adecuados para explicarla debidamente y, después de haber dicho de ella maravillas, resulta todavía tan escondida y profunda, que es imposible descubrirla. Es corta en palabras, pero grande en misterios. Es más dulce que la miel y más preciosa que el oro. Hay que tenerla frecuentemente en el corazón para meditarla y en la boca para recitarla y repetirla devotamente. Refiere el mismo Beato Alano, en el capítulo 69 de su Salterio (CN, pág. 187), que una Religiosa muy devota del Rosario se apareció después de muerta a una de sus Hermanas y le dijo: «Si pudiera regresar a mi cuerpo para recitar solamente un Avemaría, aunque sin mucho fervor, volvería a sufrir gustosamente todos los dolores que padecí antes de morir, con tal de alcanzar el mérito de esta oración». Hay que recordar que había sufrido crueles dolores durante varios años. Miguel de Lisle, Obispo de Salubre, discípulo y compañero del Beato Alano de la Rupe en el restablecimiento del Santo Rosario, dice que la salutación angélica es el remedio de todos los males que nos afligen, con tal que la recemos devotamente en honor de la Santísima Virgen.


20ª Rosa: El Avemaría: Conclusión


¿Te debates en la miseria del pecado? Invoca a la excelsa María y dile: ¡Ave! Que quiere decir: «¡Te saludo con profundo respeto a Ti que eres sin pecado ni desgracia!» Ella te librará de la desgracia de tus pecados. ¿Te envuelven las tinieblas de la ignorancia o del error? Recurre a María y dile: ¡Ave María! Es decir: «Iluminada con los rayos del Sol de justicia». Ella te comunicará sus luces. ¿Caminas extraviado, fuera de la senda del Cielo? Invoca a María, que quiere decir: «Estrella del mar y Estrella polar, que guía nuestro peregrinar por este mundo». Ella te conducirá al puerto de salvación.


¿Estás afligido? Acude a María, que quiere decir «mar amargo», pues fue llena de amarguras en este mundo, y actualmente en el Cielo se ha convertido en mar de purísimas dulzuras. Ella convertirá tu tristeza en gozo y tus aflicciones en consuelo.
¿Has perdido la gracia? Honra la abundancia de gracias de que Dios llenó a la Santísima Virgen y dile: «Llena de gracia y de todos los dones del Espíritu Santo». Ella te dará sus gracias. ¿Te sientes solo y abandonado de Dios? Dirígete a María y dile: «El Señor es contigo más noble y está más íntimamente que en los justos y los santos, porque eres con Él una misma cosa, pues siendo Él tu Hijo, su carne es carne tuya. Y dado que eres su Madre, estás con el Señor y en semejanza perfecta y mutua caridad». Dile finalmente: «Toda la Santísima Trinidad está contigo, pues eres su precioso Templo». Ella te colocará bajo la protección y salvaguardia del Señor. ¿Estás hambriento del pan de la gracia y del pan de la vida? Acércate a quien llevó el pan vivo descendido del Cielo. Dile: «Bendito es el fruto de tu vientre, el que concebiste sin detrimento de tu virginidad, que llevaste sin trabajo y diste a luz sin dolor. Bendito Jesús, que rescató al mundo esclavizado, curó al mundo enfermo, resucitó al hombre muerto, hizo volver al hombre desterrado, justificó al hombre criminal y salvó al hombre condenado. Ciertamente tu alma será saciada del pan de la gracia en esta vida y de la vida eterna en la otra. Amén». Concluye tu plegaria con la Iglesia y dile: «Santa María, santa en cuerpo y alma, santa por tu singular y eterna abnegación en el servicio de Dios, santa en tu calidad de Madre de Dios que te dio una santidad eminente como convenía a esta infinita dignidad». «Madre de Dios y también madre nuestra, Abogada y Mediadora nuestra, Tesorera y Dispensadora de las gracias de Dios: alcánzanos pronto el perdón de nuestros pecados y la reconciliación con la divina Majestad». «Ruega por nosotros, pecadores: pues tienes tanta compasión de los miserables, que no desprecias ni rechazas a los pecadores, sin los cuales no serías la Madre del Salvador. Ruega por nosotros ahora, durante el tiempo de nuestra vida corta, frágil y miserable. Ahora, porque sólo nos pertenece el momento presente. Ahora, cuando somos acometidos y estamos rodeados, noche y día, de poderosos y crueles enemigos».
«Y en la hora de nuestra muerte, tan terrible y peligrosa, cuando se agoten nuestras fuerzas, cuando nuestro cuerpo y espíritu estarán abatidos por el dolor y el espanto. En la hora de nuestra muerte, cuando Satanás redoblará sus esfuerzos a fin de arruinarnos para siempre. En esa hora en que se decidirá nuestra suerte para toda una eternidad, dichosa o infeliz. Ven en ayuda de tus pobres hijos, Madre compasiva, Abogada y Refugio de los pecadores. Aleja de nosotros en la hora de la muerte a los demonios, enemigos nuestros, cuyo horroroso aspecto nos espanta. Ven a iluminarnos en las tinieblas de nuestra muerte. Guíanos y acompáñanos ante el tribunal de nuestro Juez, que es Hijo tuyo. Intercede por nosotros para que nos perdone y reciba en la mansión de la gloria eterna. ¡Amén: que así sea!» ¿Habrá quien no admire la excelencia del Santo Rosario compuesto de partes tan excelentes como la oración dominical (el Padrenuestro) y la salutación angélica (el Avemaría)? ¿Existe acaso oración más grata a Dios y a la Santísima Virgen, y más fácil, dulce y saludable para los hombres? Llevémosla continuamente en el corazón y en la boca para honrar a la Santísima Trinidad, a Jesucristo nuestro Salvador y a su Madre Santísima. Además, al fin de cada decena es conveniente añadir el: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo: como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.




comtinuara..........

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