SERMÓN SOBRE EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Jesucristo ha muerto. Como la de todo ser humano, la muerte de Jesús consistió en la separación de alma y cuerpo.
¿Qué fue del Cuerpo y del Alma del Redentor, después de su muerte? Digamos ante todo que ambos quedaron unidos a la divinidad; la Persona divina del Verbo mantuvo, constantemente, su relación sustancial con el Cuerpo y con el Alma de que constaba su Humanidad y que, aun separados por la muerte, debieron llamarse Cuerpo y Alma de un Hombre-Dios.
El Alma de Jesucristo bajó al Limbo. El hecho forma parte del depósito de la Revelación y es dogma de fe que profesamos en el Credo: Muerto y sepultado, bajó a los infiernos… Este lugar era llamado por los judíos elSeno de Abraham, donde se hallaban las almas de cuantos anteriormente al Sacrificio del Calvario habían muerto en gracia de Dios y habían ya expiado sus pecados. Jesucristo les anuncia su próxima liberación.
¿Y el Cuerpo sacratísimo de Jesucristo? Colgado de la Cruz ha quedado después de su muerte. Es Cuerpo de Dios, porque es el Cuerpo humano hipostáticamente unido al Verbo de Dios.
¡Qué grandeza inmensa en medio de aquella semisoledad en que ha quedado el divino Crucificado!
El centurión y su cohorte, cumplida su misión, han regresado a la ciudad. Lo mismo ha hecho la multitud de judíos que se fueron de allí golpeándose el pecho al ver lo que ocurría. Quedaban todavía dos grupos, uno de hombres, todos los conocidos de Jesús, dice el Evangelista; y otro de mujeres, de las que nombra algunas el Evangelio.
Al pie de la Cruz, dispuesta a no separarse del Sacratísimo Cuerpo de su Hijo hasta su sepelio, seguía María, su Madre, única criatura que podía penetrar en los tremendos y consoladores misterios que se estaban realizando.
La ley romana permitía que quedaran los cuerpos de los ajusticiados clavados en cruz hasta su total descomposición, o hasta que fueran devorados por los chacales o las aves de rapiña. La ley judía no consentía pasaran los cadáveres de los crucificados una sola noche en su patíbulo; de otro modo hubiera quedado manchada toda la Tierra Santa.
El caso de Jesús es más urgente. Con la puesta del sol va a comenzar la gran fiesta pascual, y no pueden quedar los cuerpos en las cruces. Serían las cuatro de la tarde cuando tuvo lugar el episodio que nos refiere lacónicamente San Juan en el texto que sirve de Evangelio para la fiesta de hoy.
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Dos hechos notabilísimos se consignan en esta sucinta narración: que al divino Crucificado no se le rompiera ningún hueso y que se rasgara su pecho en la forma insólita que el Evangelista refiere.
Tal importancia les da el escritor sagrado, que para ambos apela al testimonio de las antiguas Escrituras y al propio testimonio.
En cuanto al primero, el tipo más representativo del futuro Mesías era el cordero; por esto era animal sagrado, al que se trataba con el máximo miramiento en su aspecto o función sacrificial. Su Valor máximo de figura o símbolo mesiánico lo lograba el día solemne de la Pascua. Su comida, que acompañaba al sacrificio, estaba regulada por varias ceremonias. Una de ellas prescribía que no se quebrara al cordero un solo hueso.
Es rito y profecía. Dios había prescrito el rito hacía mil quinientos años: durante esta serie de siglos se celebró escrupulosamente el mandato. El Viernes Santo está presente Dios en el Calvario para que en el divino Cordero se cumpla el gran vaticinio. San Juan está allí, al pie de la Cruz, para dar fe del rito y del cumplimiento de la profecía. El mundo tendrá una prueba más de la mesianidad de Jesucristo.
El segundo hecho encierra un misterio más profundo aún: uno de los soldados, a quien la tradición ha dado el nombre de Longinos, le abrió el costado con una lanza; y al punto salió sangre y agua.
En esta percusión del costado y en la herida del Corazón de Jesús, que denuncian la sangre y el agua que salieron, se fundamenta el culto y la devoción al Sacratísimo Corazón.
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Toda la tradición cristiana ha visto en el hecho extraordinario la figuración de algo más sublime.
Lo indica el mismo Evangelista San Juan. Él vio con sus propios ojos cómo el soldado asestaba el golpe al pecho de Jesús; vio producirse la profunda herida; contempló cómo manaba el doble licor; curaría con el bálsamo, a la hora del sepelio, la tremenda abertura. A través de ella, tal vez vería el mismo divino Corazón.
Sin duda, antes de las revelaciones a Santa Margarita de Alacoque, San Juan, y más aún la Santísima Madre de Jesús, pudieron interpretar toda la profundidad de estas palabras que Jesús dirá a su sierva siglos más tarde: He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha dejado de hacer para testimoniarles su amor.
Las palabras con que termina el Evangelista este relato revelan desde la desolada escena del Calvario una profunda visión espiritual y proyectan una claridad divina sobre los siglos futuros: Y también dice otra Escritura: Pondrán los ojos en aquel a quien traspasaron.
Las palabras son del Profeta Zacarías, y contienen dos vaticinios: el de la transfixión del futuro Mesías y el de la confianza y reverencia con que muchos levantarán los ojos y el espíritu al divino Traspasado.
Levantemos, pues, los ojos y el espíritu a este Corazón y veamos las maravillas que de Él ha hecho brotar el amor inagotable del Hijo de Dios.
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El Corazón de Jesucristo es como el órgano y el símbolo de su amor. Y como el amor es el que en el hombre lo propulsa todo, diríamos que del Corazón de Jesucristo han salido las grandes obras, producidas en el mundo por el amor del Verbo hecho hombre.
¿Qué obras han brotado del Corazón de Jesucristo?
La primera de todas es la Iglesia, es decir, esta sociedad religiosa, una, santa, católica y apostólica que reconoce por Fundador a Jesucristo.
La Iglesia brotó del Corazón de Cristo. No es pura metáfora; es la expresión de un pensamiento tradicional que arranca de los mismos orígenes del Cristianismo.
La primera mujer, dice san Agustín, fue formada del costado de Adán dormido y fue llamada vida y madre de los vivientes. Es que fue el tipo representativo de un gran bien antes del grande mal de la prevaricación. Este Adán segundo, inclinada la cabeza, durmióse en la cruz para que de allí se le formara su Esposa, que brotó de su costado.
El Magisterio de la Iglesia consagra oficialmente esta creencia tradicional cuando, al condenar el error de Pedro Juan Olivi, dice: El mismo Verbo de Dios, en la naturaleza humana que tomó, entregado ya su espíritu, quiso que fuera traspasado su costado, para que con la corriente del agua y de la sangre que de él manaron se formara la única e inmaculada, virgen y santa Madre Iglesia. Esposa de Cristo, como del costado de Adán dormido se le formó su esposa Eva.
Este pensamiento tradicional quedó concretado en los hermosos versos del himno de Vísperas de la Fiesta del Sagrado Corazón: Del Corazón rasgado nace la Iglesia, Esposa de Cristo.
Así lo canta la Iglesia: Abrióse esta puerta en el costado del Arca para la salvación del mundo; el Arca de salvación es la Iglesia, que brota del costado de Jesucristo.
Jesucristo se llama a sí mismo Esposo del género humano que ha redimido; es el Esposo de sangre de la Iglesia, porque con ella se la conquistó inmaculada, sin mancha ni arruga.
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¡Misterio profundo el de Jesucristo y su Iglesia! Del primer connubio bendecido por Dios en el Paraíso nacieron todos los hombres a la vida natural; de este sagrado connubio de Cristo con la Iglesia nacen todos cuantos deben nacer a la vida sobrenatural.
El esposo Adán fue el jefe y cabeza de Eva su esposa, su tutela y auxilio; tal es Cristo para con la Iglesia, que dirige, defiende y nutre con su propio Cuerpo y Sangre. De Cristo le viene a la Iglesia la unidad, el movimiento y la vida.
Y ¡qué obra ésta del amor de Jesucristo! Contemplad esta Esposa que sale, como de su tálamo nupcial, del Corazón del Rey: no hay sociedad humana que pueda compararse con esta sociedad verdaderamente divina.
El orden admirable de la jerarquía; la luz infinita de los dogmas; la eficacia divina de los sacramentos; los esplendores del culto; la fecundidad de sus obras; las maravillas del arte en todas sus manifestaciones; y, sobre todo, escondido, como fermento divino, en el seno de tanta grandeza, el mismo Corazón de Jesucristo, vivo, que late sobre nuestros altares, que lo vivifica y agranda y hermosea todo…
¡Esta es la Iglesia! Y esta es obra nacida del Corazón Sacratísimo de Jesucristo.
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¡Qué necios los hombres que sueñan con la utopía de un progreso indefinido! Es inútil aguardar que la historia, al revelar sus secretos a las generaciones futuras, las sorprenda con una obra social más hermosa que nuestra Santa Iglesia. ¡No!; Jesucristo ayer, y hoy, el mismo por los siglos.
El Corazón de Jesucristo será perpetuamente el Corazón de la humanidad perfecta; no habrá otra Iglesia, porque no habrá otra Redención.
Pero la Iglesia, viva y eterna, como el pensamiento vivo y eterno de Dios que la informa y fecunda con la misma fecundidad del Espíritu Santo que lleva en sus entrañas, es capaz de incorporarse todo progreso de orden natural, que reconozca el mismo principio que a Ella la vivifica; pero, sobre todo, es capaz de injertar la vida divina en toda obra y en toda actividad humana sana y darle crecimientos que sólo Dios puede dar.
No puede darse progreso verdadero más que en Jesucristo: instituido por Dios Cabeza y Corazón de la humanidad, no crecerán sino los pueblos que piensen con Él y que, con la Iglesia, estén injertados en su Corazón.
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Nosotros, que nos decimos hijos del Corazón de Jesús, amemos a la Iglesia, que es nuestra Madre, porque es la Esposa del Corazón de Jesucristo, padre de todos los redimidos con su Sangre.
Él vino al mundo para congregar en una gran unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos: la Iglesia es la reunión de los hijos de Dios y, al mismo tiempo, el órgano oficial, divino, para concebir, gestar y dar a luz los hijos de Dios.
Los derechos de la Iglesia, sus prestigios, su acción, sus preceptos, pongámoslos sobre nuestras cabezas y dentro de nuestro corazón agradecido.
Sobre nuestras cabezas cayó el agua del costado de Cristo; nuestro corazón, síntesis de nuestra vida moral, ha sido regenerado por la Sangre que brotó del suyo.
Enamorados santamente de nuestra Iglesia, una, santa, católica y apostólica, pongamos, sin temor y con abnegación, todo nuestro esfuerzo en fomentar sus intereses, porque son los mismos del Corazón Santísimo del Hijo de Dios.
Máxime cuando hoy nuestra Santa Madre está más atacada de fuera y traicionada de dentro que nunca.
Pero esto será, Dios mediante, el tema de la homilía del domingo próximo.
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