"Las Maravillas de la Gracia Divina"
Mathias Joshep Scheeben |
Capítulo XII:
"La gracia y la Encarnación del Hijo de Dios"
Cuanto más consideramos el sentido de estos profundos misterios, vemos tanto mejor que el misterio inigualable de la gracia es colocado en todo su esplendor y recibe una gloria muy especial.
En virtud de la encarnación, la naturaleza humana de Cristo se une en una sola y misma persona con el Verbo divino. Dios es verdaderamente hombre, y un hombre es verdaderamente Dios. La naturaleza humana no se trueca en divina, sino que, desprovista de subsistencia, se incorpora a la segunda persona de la divinidad. Ello tiene lugar de un modo tan portentoso que la naturaleza humana le pertenece y queda revestida de una dignidad divina. La gracia no nos cambia en Dios, sino que conservamos nuestra naturaleza y nuestra personalidad; pero nos diviniza en el sentido de que nos hace semejantes a la naturaleza de Dios por una propiedad divinizante. La elevación de la naturaleza humana de Cristo a la dignidad de verdadero Dios es de consiguiente infinitamente superior a nuestra unión a Dios por la gracia.
Esta elevación de la naturaleza humana de Cristo, si la consideramos con más atención, no es un honor tributado a una persona creada, ya que en Cristo no existía tal persona. Es más bien un abajamiento de Dios, puesto que desciende de su trono para apropiarse una naturaleza humana. No afirmamos que un hombre se ha convertido en Dios, sino que Dios se ha hecho hombre. Al contrario, por la gracia una persona creada, el hombre, sin ser ni hacerse Dios, participa no obstante de la naturaleza divina; bajo este aspecto en cierto modo admiramos más la gracia que la Encarnación.
Se pregunta san Pedro Crisólogo: “¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo; que se comunique con nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad; que nazca en forma de siervo o que nos engendre en la calidad de hijos libres; que adopte nuestra miseria o que nos haga sus herederos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que más es de maravillar, es que la tierra se cambie en cielo, que el hombre sea transformado por la divinidad, que los siervos tengan derecho a la herencia”[2]. En otro lugar el mismo santo explica: “Es tan grande la condescendencia de Dios con nosotros que la criatura no sabe qué admirar más, el que Dios haya bajado en nuestra naturaleza de siervo, o el que nos haya elevado por su fuerza potente a la dignidad de su divinidad”[3].
La elevación del hombre por la gracia contrabalancea por así decirlo el abatimiento de Dios en la Encarnación, pues cuanto más desciende más sube el hombre. Entre Dios y nosotros hay un intercambio estupendo; adopta él nuestra naturaleza humana, participamos nosotros de su naturaleza divina. Por tal motivo la Iglesia pone en boca del sacerdote esta oración: “Oh Dios, haz que participemos de la divinidad de aquél que se dignó hacerse participante de nuestra humanidad.”
El Hijo de Dios se hizo hombre, según nos lo enseñan los Padres, para darnos la gracia y elevarnos mediante ella. “Dios se hizo hombre, para que el hombre se haga Dios”, dice san Agustín[4]. “El Hijo de Dios se ha convertido en hijo del hombre, para que el hijo del hombre se convierta en Hijo de Dios”; así se han expresado con san Agustín muchos otros doctores[5], haciéndose eco de las palabras del Apóstol: “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, para que recibiéramos nosotros la gracia de la adopción”[6].
En torno a este lugar, teje san Fulgencio un bellísimo comentario: “Ha nacido Dios del hombre para que los hombres nacieran de Dios. Cristo, Hijo de Dios, por primera vez nació de Dios, por segunda vez del hombre. Nosotros nacemos primeramente del hombre y después de Dios. Porque Dios, al nacer de su madre, adopta la verdad de la carne, por eso en la regeneración del bautismo, puede darnos el Espíritu que nos hace hijos de Dios. Cristo, en su segundo nacimiento, llegó a ser por la gracia lo que no era por naturaleza, para que nosotros llegáramos a ser por la gracia de nuestro segundo nacimiento lo que no éramos por naturaleza, esto es, por nuestro primer nacimiento. A trueque de haberse hecho hombre, Dios nos ha traído la gracia, la que recibimos gratuitamente para que, por el don de Dios nacido de la carne, nos hagamos participantes de la naturaleza divina”[7]. Es tan verdadero que Dios ha nacido del hombre y que ha adoptado nuestra naturaleza como el que la naturaleza divina se nos ha comunicado; pero siempre hay que dejar a salvo esta diferencia: el Hijo de Dios no adoptó una propiedad sino la esencia de la naturaleza humana, mientras que nosotros participamos de la naturaleza divina mediante la recepción de una cualidad propia de Dios.
Dios, al encarnarse, se abaja tanto, cuanto es el abismo que lo separa de su criatura; el hombre, al ser divinizado (es lo que pretendía Dios al humillarse tanto) es elevado asimismo a una altura infinita, incomprensible.
Hemos considerado la humanidad de Cristo en su unión personal con el Hijo de Dios; podemos considerarla también en los atributos que le confiere su dignidad divina. Sigue manifestándose aquí la misteriosa grandeza de la gracia. A pesar de su sabiduría y su poder, no podía dar Dios al alma de la humanidad de Cristo una condición diferente de la que tocó en suerte a nuestra alma por la gracia[8]. No puede encontrarse en una criatura condición más elevada, puesto que por ella se diviniza y, en la mayor medida posible, se hace participante de la naturaleza divina. Sólo existe una diferencia entre el alma de Cristo y la nuestra: el alma humana del Verbo Encarnado exige la gracia, no la recibe en calidad de don, sino como un derecho pleno y con una riqueza incomparable, tal que todas las criaturas pueden saciarse de ella; hay que agregar que esta gracia no la puede perder. En cambio nuestra alma recibe la gracia de Cristo como un beneficio enteramente gratuito y en forma limitada; además, la puede perder con facilidad por el pecado.
Es pues innegable que la Encarnación es un misterio más elevado que la gracia. Mas el lazo que une estos dos misterios es tan notable que la gracia, lejos de quedar en la sombra, recibe todo su esplendor de dicha unión.
Agreguemos que la gracia, tal como nos es comunicada por Cristo, se enriquece con una dignidad y una magnificencia nuevas.
“La dignidad divina que la humanidad de Cristo posee en virtud de su unión personal con el Verbo se comunica a todos los miembros del linaje. La humanidad de Cristo vino a ser el cuerpo propio del Verbo y el linaje humano regenerado viene a ser el cuerpo místico del Hijo de Dios encarnado”[9]. Como Adán, con más propiedad aún, Cristo es el Jefe de la humanidad, y nosotros somos los miembros de Cristo[10]. Por lo mismo que somos una cosa con él, tenemos ya una dignidad sobrenatural, y así como él posee derecho a la gracia, también tenemos nosotros por él derecho a recibirla. Así la gracia llega a ser la propiedad del género humano; la humanidad la posee como cosa que le viene de su Jefe divino. Cristo es la vid celestial, toda repleta de la savia de la vida divina; nosotros somos los sarmientos que se benefician.
Exclama san León: “Cristiano, reconoce tu dignidad”[11]; reconoce que, como cristiano, en naturaleza y en dignidad aventajas a los ángeles. Estos tienen parentesco con Dios, aquellos participan de la naturaleza divina. Tú lo eres doblemente, puesto que Dios adoptó además tu naturaleza. Si pudieran estar celosos estos espíritus santos y puros lo estarían. “Dios no asumió ni a los ángeles ni a los arcángeles, sino la posteridad de Abrahán”[12]; se nos ha dado mirar a Dios como a uno de nosotros; ellos no pueden alegar semejante distinción; podemos asimismo llamarle hermano nuestro. “Serían insensatos los que prefirieran ser más bien ángeles que hombres”, dice el venerable monje Job[13]. No ignoramos que los ángeles están exentos de los sufrimientos y de la muerte, pero con todo no tienen a Dios por hermano; y aún cuando nosotros estemos expuestos a tantas asechanzas, el honor que Dios nos hiciera cargando con nuestra pobre naturaleza y todas nuestras miserias es como para que nos consolemos. ¡Sería el colmo de la irreverencia despreciar tal honor!
Cristiano, esfuérzate por no profanar tu dignidad divina. Que no se diga de un hermano de Cristo lo que no conviene ni a un hombre ni a un ángel, sino tan sólo a un demonio. Pertenece por entero, con todos tus pensamientos, tus palabras, tus obras, a aquél que, entrando en nuestra carne, nos adoptó como suyos. Sigamos la exhortación de san Juan Crisóstomo: “Honremos nuestra cabeza; consideremos cuyos miembros somos. Procuremos aventajar en virtud a los ángeles y los arcángeles, ya que Dios, al asumir nuestra naturaleza, la asumió por entero”[14]. El santo continúa explayándose en este sentido y termina con el siguiente gemido: “¿Es posible que el cuerpo del que él es la cabeza sea echado a los demonios y profanado por ellos sin que ni siquiera nos conmovamos?”.
Por el bautismo nos alistamos en el cuerpo místico de Cristo. Como signo y prenda de nuestra unión con él recibimos el carácter sacramental. Nos pertenecemos a Cristo y Cristo nos pertenece; somos verdaderamente cristianos, es decir en cierta manera el mismo Cristo, pues formamos con él un solo cuerpo. El carácter que en nuestra alma se imprime es indeleble; por larga que sea nuestra vida, nos da derecho a la gracia de Dios, puesto que el cuerpo de Cristo debe estar lleno de la vida gloriosa de Cristo[15]. Mas no poseemos tal derecho si no es a condición de comportarnos como Cristo lo desea. El pecado es ya una gran falta, porque arroja la gracia de nuestra naturaleza; pero es mucho mayor todavía, porque a un miembro de Cristo arrebata su vida celestial. Dejarnos privar de la gracia, rehusarla con ligereza, vendernos con ella al demonio, es cosa tanto más culpable cuanto que dicha gracia nos pertenecía en propiedad y cuanto que, por el carácter sacramental, teníamos la garantía de Cristo de que ningún poder del cielo ni de la tierra sería capaz de despojarnos de ella. Bueno será que prestemos atención a san Gregorio Nacianceno, que nos enseña a combatir los ataques del demonio: “Si te tienta por el orgullo, si en un instante te muestra todos los reinos del mundo como si le pertenecieran y te los ofrece a condición de que le adores, desprecia a este miserable, confía en el sello que llevas impreso en tu alma y dile: ‘Soy la imagen de Dios, pero no como tú un caído, por el orgullo, de la gloria celestial; estoy revestido de Cristo, adórame!’. Quedará vencido con estas palabras y lleno de confusión volverá a las tinieblas”[16].
Piensa finalmente, oh cristiano, que sin la gracia la dignidad de miembro de Cristo no te servirá de nada. La gracia es la que da su valor a esta dignidad; sin ella te ayudaría a perderte. El pertenecer a Cristo por el sello del bautismo te aprovechará únicamente si participas de su espíritu y de su vida. Indudablemente es un gran honor ser miembro de Cristo; pero la confusión será tanto mayor si eres un miembro muerto. En tal caso, serás cortado del cuerpo, sin que por esto pierdas jamás la señal con que fuiste marcado. Ese carácter ya no será signo de bendición, sino de maldición y de condenación.
La gracia hace de ti miembro vivo de Cristo, proporcionándote la participación de su naturaleza divina, y no puede ser sino prenda de bendición. Hace que por el momento participes de sus sufrimientos y de su muerte; pronto llegará el día en que te hará participar de su gloria. Entonces te unirás a Cristo por toda la eternidad y poseerás en él la bienaventuranza celeste. Por la gracia ganas a Cristo; si la pierdes, le pierdes por completo.
¿Qué no harías porque Cristo, el Hombre-Dios, nuestro rey, nuestro padre y nuestro hermano, cabeza, corona y alegría de nuestra raza, no fuera llevado de este mundo? Si pierdes la gracia, para ti él está perdido. Que tu único temor sea el separarte de Cristo; tu único deseo, el unirte a él perfectamente por la gracia. “Considerémoslo todo como sombra, vanidad, quimera”, dice san Gregorio Niseno, “pues en comparación de la gracia nada significa”[17].
Capítulo XIII:
"La gracia y la dignidad de la Madre de Dios"
En el misterio de la Encarnación es elevada a la dignidad divina una persona humana, sino una ‘naturaleza’ humana. La maternidad divina es una dignidad sobrenatural que recae sobre una ‘persona humana’. Por lo tanto, se la puede comparar más fácilmente con la dignidad que los hombres reciben por la gracia.
Para evitar cualquiera equivocación, es preciso sostener con firmeza que en María “la gracia no puede separarse de la dignidad de su maternidad divina”[18]. Ahí radica el sentido profundo del dogma de la Inmaculada Concepción, después de tanta espera definida por la santa Iglesia con gran regocijo de todos sus hijos. La Madre de Dios no ha estado privada ni un solo instante de su gracia. “Dios se le unió de una manera inseparable”, decía ya en el siglo III el santo obispo mártir Metodio. Habiendo dado al Hijo de Dios su naturaleza humana, más que ninguna otra criatura tiene derecho a participar por la gracia de la naturaleza divina de su Hijo. Durante nueve meses forma ella, por así decirlo, con el Hijo concebido en su seno, una persona; son idénticos sus derechos, sus bienes, su santidad. María es la mujer que viera san Juan en el Apocalipsis[19], la que no solamente recibe la luz del sol, sino que es revestida del mismo sol.
La gracia que llena su alma tiene, sobre todas las criaturas, la prerrogativa única de serle acordada por un privilegio especialísimo. Al igual que su Hijo, posee la gracia bajo un aspecto tan necesario que no puede estar privada de la misma; la tiene en tal abundancia y plenitud que todos nosotros podemos surtirnos de ella; su Hijo ha sido llamado lleno de gracia y de verdad; también ella fue llamada por el ángel llena de gracia[20]. Su hijo es por naturaleza el Hijo único de Dios Padre; ella es la hija muy amada[21].
Si consideramos la dignidad de María, cómo en ella la maternidad divina se une a la gracia y cómo la gracia a la maternidad, veremos que nos es imposible comparar nuestra dignidad con la suya. Pero si olvidamos un instante que estos dos privilegios están unidos, si consideramos únicamente la maternidad en sí misma sin relacionarla con la gracia, podemos afirmar, sin temor de causar injuria a la Madre de Dios, que la gracia es un bien mayor y que le confiere una dignidad superior a la que encierra la maternidad divina.
Madre de Dios según la carne, María supera infinitamente a toda criatura. Tiene el derecho de ser amada y respetada por su Hijo, de ser venerada por los ángeles, servida por los hombres; todo le está sometido. Pero preferiría estar privada de todo ello, con gusto sacrificaría los honores de la maternidad, antes que perder la gracia. Escogería ser por gracia hija de Dios antes que ser Madre de Dios por naturaleza, pues sabe perfectamente que Jesús, aun cuando la ama con amor incomparable, amaría no obstante más a otra alma, si la hallara más rica de gracia.
Esto es lo que Nuestro Señor quiso decir cuando se le anunció la llegada de su madre y de sus parientes. En tal oportunidad salieron de sus labios estas asombrosas palabras: “¿Quién es mi Madre y quiénes son mis hermanos?” Y mostrando a sus discípulos: “He aquí mi madre y mis hermanos; el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”[22].
Y en otra ocasión, como una mujer del pueblo alabara a su Madre con estas palabras: “Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”, dio esta significativa respuesta: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”[23].
De seguro que Nuestro Señor no pretendía renegar de su madre, ni ofenderla. Quería sencillamente manifestar que ni siquiera María podía ser digna de él, si no cumplía de un modo perfecto la voluntad del Padre celestial, si no escuchaba su palabra y no poseía en la misma medida la gracia de Dios. Si, por un imposible, María quedara en esto inferior a otra alma, tendría ésta la preferencia de Jesús.
En efecto, María dio a luz al Salvador según la carne. Por haber recibido en sí al Verbo eterno y por haberlo revestido de forma humana, tenía con él cierto parentesco natural. Mas cuando recibió en su alma la palabra de Dios, igualmente concibió y dio a luz a su Hijo en su espíritu y en algún modo lo revistió del reflejo de la naturaleza divina, que ella había recibido por la gracia; esto es lo que originó un parentesco celestial con su Hijo. Este parentesco es inseparable del primero; así y todo, siempre será verdad lo que escribía san Agustín: “Ninguna ventaja habría logrado la Virgen de la maternidad, de no haber llegado a considerarse más dichosa por llevar a Cristo en el espíritu que en la carne”[24]. De ello no se sigue que la maternidad corporal de María no tenga para ella valor alguno. Pero su privilegio más hermoso consiste en que esta maternidad es inseparable de la gracia, que por otro lado la acompaña necesariamente.
Si la maternidad divina de María, sin la gracia, le hubiera resultado inútil, de modo que habría ella preferido esta segunda dignidad a la primera, ¿con qué podremos comparar entonces la dignidad de la gracia divina? ¿Por qué queremos parecer grandes a los ojos de los hombres y nos despreocupamos de ver inscrito nuestro nombre en el libro de la vida?[25]. ¿Cómo podemos gloriarnos de alguna ventaja corporal con relación a nuestro semejante, siendo así que por la gracia podemos excederle, ya que nuestro Señor en persona nos coloca en el mismo plano que a su Madre?
Por la gracia nos hacemos verdadera y misteriosamente semejantes a la Madre de Dios. No podía el Hijo de Dios adornar el alma de su Madre, como tampoco la suya, con una perfección específicamente superior a la que nosotros recibimos por la gracia, aunque sí le podía conferir una plenitud muy superior a la nuestra. Más aún, por la gracia, se reproduce en nosotros en cierto modo el misterio de la maternidad divina. El mismo espíritu que descendió al seno de María para hacerlo fecundo, desciende sobre nuestra alma para formar allí espiritualmente al Hijo de Dios. María se hizo Madre de Dios según la carne y según el espíritu, cuando escuchó la palabra del ángel y cumplió la voluntad del Padre celestial. También a nosotros quiere darnos su gracia, a condición de que aceptemos por la fe la palabra de Dios y de que le obedezcamos; entonces nuestra alma reproduce en sí misma al Hijo de Dios según el espíritu. Agreguemos que Cristo, según la carne, viene a nosotros en la comunión y habita en nosotros, como habitó en María durante nueve meses. Quiere ser una cosa con nosotros en la carne, como lo fue con su Madre. ¿Hemos de asombrarnos pues de la palabra de Jesús: “El que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi madre, mi hermano, mi hermana?” Seamos reconocidos a Dios por su gracia inefable y cantemos con María: “Que mi alma alabe al Señor, que mi espíritu se regocije en Dios mi Salvador; puesto que ha obrado en mí cosas grandes el que es todopoderoso”[26].
Con motivo de su maternidad, María debía ser toda pura y toda santa; ni la sombra de pecado podía acercarse a ella. Nos repugna hasta pensar que hubiera podido ofender al Hijo con la menor falta, mucho más con una ofensa grave. Nuestra unión con Cristo debe bastarnos para conceptuar como un mal inconmensurable el menor pecado.
No quiero omitir una postrera consideración, un pensamiento consolador. María nos aventaja en grandeza porque es Madre de Dios, pero también es Madre nuestra[27]. ¿Cómo la Madre de Dios es Madre nuestra? No según la naturaleza humana, pues ésta la hemos recibido, no de ella, sino de Eva. Es Madre nuestra, en cuanto somos nosotros hermanos de su Hijo único, miembros vivos del cuerpo de éste; por lo tanto es Madre nuestra según la gracia. Efectivamente, en el orden de la gracia sólo podemos tener a Dios Padre; de consiguiente, nadie que no sea la Madre de Dios puede ser Madre nuestra.
Queda transportado nuestro corazón al pensar que la Reina del cielo y de la tierra es nuestra Madre. Nos sobra razón para agradecerle herencia que por ella nos viene, su amor maternal, la imagen que imprime en nuestra alma al hacernos semejantes a ella y a su Hijo. Debemos amar a nuestra Madre. Con nada le mostraremos mejor nuestro reconocimiento que con el esfuerzo por preservar y conservar en nosotros la gracia que nos da mediante su Hijo. ¡No nos hagamos indignos de nuestra Madre; no rechacemos el honor de ser hijos suyos perdiendo la gracia!
Capítulo XIV:
"Del aprecio en que Dios tiene la gracia"
¿Qué te parece? ¿Acaso Dios en su sabiduría, en su poder, en su bondad, podía hacer más de lo que ha hecho para darte la gracia? ¿Podía comunicarte algo mayor de lo que te ha dado? Nada escatimó, nos dio a su Hijo único, su propia sangre, su propia vida.
Gracias a la infinita dignidad de su persona divina, la vida humana de Cristo es una vida divina; no podía ser sacrificada ésta sino para comprar otra vida divina. El Hijo de Dios no habría dado su vida, ni siquiera una gota de su sangre, por la tierra con toda su variedad de seres vivientes, por el cielo con todo su esplendor. Pero, de atenernos a la afirmación de los teólogos, no se habrían malogrado la encarnación y la muerte del Hijo de Dios, aun cuando hubieran merecido la gracia a una sola alma humana. Al ofrecer pues su propia vida por nosotros, el Hijo de Dios quería demostrarnos que nos conseguía la vida de hijos de Dios y que la gracia con que pretendía adornar nuestras almas valía lo que su sangre divina. Si su vida corporal es de una dignidad infinita, porque pertenece a una persona divina, la vida de la gracia tiene un valor infinito, porque nos hace participantes de la naturaleza divina.
Una vil traición había despojado al hombre de la gracia que Dios le confirió por amor. Con el mismo amor, y mayor todavía, Dios se la quiso dispensar nuevamente; a este fin sacrificó cuanto su sabiduría infinita podía permitirle. Concibió un plan tan atrevido que dejó estupefactos a los moradores del cielo. Determinó hacerse hombre para devolver a los hombres la dignidad de hijos de Dios, haciendo que tornaran así a la casa paterna. Mira cómo el Hijo de Dios abandona el trono de su Padre y cómo se encierra en el seno de una mujer. ¡Obsérvalo bien! No se detiene entre los ángeles, sino que se abaja hasta tomar sobre sí los sufrimientos y las miserias de la naturaleza humana. No vayas a creer que a tan alto precio va a comprar su propia salvación, su bienestar, su gloria, su divinidad. Nada de eso, quería ganar en esta tierra la gracia que aquí se estima tan poco, y no pensó que por ella pagaba un precio demasiado elevado, al sacrificarse tanto. La compró, no para sí, sino para nosotros. Ahora bien, no se sacrifica uno inútilmente cuando se trata de adquirir bienes para otros. Se desprende pues que Dios juzgó bien el precio de la gracia inestimable para someterse a semejante humillación.
Si el Hijo de Dios, que en su sabiduría juzga de todas las cosas, ha querido pagar tan caro nuestra gracia, avergoncémonos de despreciarla tan atolondradamente. Debiera ser para nosotros cosa más terrible que el infierno el vivir un instante sin gracia. ¿Cómo podemos, estando en pecado, dormir en paz, comer, solazarnos durante días, semanas y meses? El Señor se aniquiló por nosotros, para devolvernos la gracia perdida. ¡Y nosotros la destruimos con nuestras faltas, la sacrificamos por una sombra de vanagloria o un placer miserable! ¿Es posible que apreciemos tan poco una cosa a la que Dios fijó un precio tan alto?
No se contentó Cristo con bajar a la tierra, sino que quiso sufrir y trabajar a lo largo de treinta años en la naturaleza humana. Siendo como era Hijo de Dios, aun en su naturaleza humana, todas sus acciones tenían un mérito infinito[28]; uno sola gota de su sangre preciosa, un acto de amor para con su Padre celestial, cualquier obra realizada por su gloria, hubiera bastado para devolvernos la gracia[29]. Mas, para que comprendiéramos el valor de la misma, quiso hacernos ver que un Hombre-Dios no podía obrar ni sufrir demasiado por ella. Sufrió cuanto un hombre puede sufrir; puede decirse que infinitamente, no sólo por lo que hace a su dignidad, sino también por la intensidad del sufrimiento[30]. Para saciarnos con el pan de su gracia, ayunó cuarenta días; para revestirnos de la gracia, entregó su cuerpo a los azotes; para adornarnos con la corona de la gracia, se dejó coronar de espinas; para empapar nuestra alma con el agua celeste de la gracia, se dejó atravesar las manos y los pies; finalmente, para elevarnos a su trono y darnos la vida divina, sacrificó su vida sobre el patíbulo de la cruz.
Mira, cristiano, y juzga; ¿puede ser fútil lo que el Hijo de Dios te ha conseguido con tanto trabajo? Fácilmente crees a los hombres que prometen la libertad, el bienestar, los honores, y que se proclaman bienhechores de la humanidad. Pero, fíjate; basta que se trate de sacrificarse para que se excusen; he ahí la piedra de toque de su mérito y de su filantropía. ¿Por qué entonces no has de tener fe en tu Salvador que se ha sacrificado?
Si Cristo te dijera que para merecer la gracia debes sufrirlo todo, debieras creerle. ¡Cuánto más debes estimar el precio de la misma, viéndole sufrir lo indecible por conseguírtela! Si crees esto, comprenderás que la pena más insignificante, sufrida con miras a la gracia, es nada en comparación de su valor. Si tuvieras que sufrir todas las penas del infierno, con todo ello serías incapaz de merecer un átomo de ese don. Agradece pues al Salvador el haber sufrido por ti; procura asemejarte a él en el sufrimiento para demostrarle que aprecias su gracia.
No contento con darnos su vida, para derramar la gracia entre los hombres, instituyó Cristo un sacramento y un sacrificio en los que se contiene nada menos que su propio cuerpo y su propia sangre. No le bastó nacer, morir y ser sepultado una sola vez. Misteriosamente, quiso renacer millares de veces, de continuo, en todo el mundo, mediante las manos sacerdotales; sobre los altares de la santa Iglesia quiso renovar el sacrificio de la cruz y renovar el acto de la sepultura en el corazón de los fieles. ¡Cuántas ofensas e injurias no ha tenido que sufrir en este sacramento! ¡Unas veces lo profanan las manos de sacerdotes indignos, otras tiene que estar en tabernáculos descuidados, cuando no en corazones manchados por el pecado! ¿Cuál es la razón de estas innumerables idas y venidas del cielo a la tierra? Es el celo ilimitado del Hijo de Dios, que desea darnos la gracia. Este proceder contrasta con nuestra ceguedad, pues apenas damos un paso por conseguirla; al contrario, corremos tras todo aquello que nos la arrebata.
Si el valor real de la gracia no iguala al precio que por ella se pagó, el recuerdo de esta compra tan costosa debiera hacerla infinitamente preciosa a nuestros ojos. Cuanto más nos ha costado la adquisición de un objeto tanto en más lo estimamos. En una de sus expediciones militares, hallábase David atormentado por la sed. Algunos de sus valientes soldados expusieron su vida para procurarle unos sorbos de agua. Estimó tanto David el precio de esta agua que no osó beberla, sino que la ofreció en libación al Señor[31]. Los guerreros no habían perdido la vida, tan sólo la habían expuesto. ¡Cómo, deberemos estimar nosotros el sacrificio que Jesucristo llevó a cabo para conseguirnos la gracia!
Tan preciosa es la gracia que la sangre y la vida de Cristo fueron ofrecidas por ella. Quien la desprecia, no sólo desprecia los tesoros que encierra, sino el precio que por ella pagó Jesucristo. En términos significativos nos lo expone san Eusebio de Emesa[32]: “Me siento grande, porque soy; obra de Dios; pero me siento mayor todavía porque he sido comprado a un precio tal que parece valiera lo que Dios”. San Eusebio agrega todavía[33]: “No se ha colocado oro, ni un ángel, sino el autor de la gracia en la balanza de la Cruz; con esto se pretendía que el hombre se diera cuenta del rescate con que fue comprado”.
Cada vez que cambias la gracia por el pecado, te burlas del modo más impío e ignominioso de la vida, la sangre y la muerte de tu Dueño y Señor supremo y temible. En un instante consumes los sudores que el amor de Jesús derramó por ti, y arrojas en el abismo del pecado la herencia que te adquirió a tan alto costo.
Bastó una palabra de Dios para crear la luz y todo el esplendor del mundo; con la misma sencillez colocó en el firmamento las estrellas, y en la tierra las plantas y los animales. Por un movimiento de su voluntad dio vida a los ángeles, y procedieron los hombres de un soplo de su boca. Realizó los mayores milagros como jugando, con una palabra, un gesto, una señal, un simple acto de su voluntad. Tres palabras pronunció para resucitar a Lázaro y le bastarían otras tantas para devolver la vida a todos los muertos. Por el contrario, para devolverte la gracia, Dios Todopoderoso emprende una obra que le lleva años de fatigas, de sufrimientos, y le cuesta la muerte. Y lo hizo gustoso, pues sabía que la gracia valía este combate. Dime: ¿durante meses y años seguirías tú caminando sin apartarte de la senda del pecado? ¿Sería pedirte demasiado un pequeño esfuerzo para tu conversión? Crees desentenderte de tus pecados por una rápida confesión, e inmediatamente se te ve alegre como si nada hubiera pasado. No es de extrañar que luego olvides tus resoluciones. ¡Desdichado! ¡El hábito del pecado te ha conducido a esta deplorable ceguera! Como verdadero servidor de Dios, piensa en el precio de tu redención, acércate al sacramento de la reconciliación con el corazón contrito, haz el propósito de corregirte y conservar con el mayor cuidado la gracia recuperada. Recuerda siempre las palabras del Apóstol: “¿Ignoráis que ya no os pertenecéis? Habéis sido comprados a un elevado precio. Glorificad a Dios y llevadle en vuestro cuerpo”[34].
La gracia, en fin, es tan preciosa a los ojos de Dios, que preferiría arrojar sobre el mundo todas las catástrofes antes que verla perdida. Tal vez hayas visto guerras y plagas que en poco tiempo convierten en desierto un rico país. Sobrevienen desdichas que privan de sus bienes y de su honor a familias enteras. Nos encontramos con individuos abrumados de males, con justos que sufren persecución, con malvados que en apariencia triunfan. Dios permite todo esto para incitar a los hombres a que busquen su salvación no en la tierra sino en la gracia. Aun los males, que son ocasión para que algunos insulten su Providencia, Dios los permite, pues todo ello nada supone en comparación de su gracia. Por ellos quiere convertir a los hombres. Habiendo sacrificado a su Unigénito, ¿por qué no destruiría el universo antes de ver la humanidad privada de su gracia?
Sirva lo dicho para demostrarnos el valor de la gracia. Con tal que la conservemos, poco importa que nos dejemos despojar de nuestra reputación y nuestro honor. Si mantenemos ese tesoro, nada nos importe perder nuestras riquezas, nuestros parientes, nuestros hijos, nuestros amigos, nuestra salud, nuestra vida, el cielo y la tierra. Cristo nos aconseja que vendamos todo por la gracia y que demos nuestros bienes a los pobres y que rompamos los lazos más queridos, que menospreciemos y sacrifiquemos nuestra vida. De todo ello nos dio ejemplo. En efecto, quien hubiere hallado la perla de la gracia, hágase cuenta que consiguió el precio del reino de los cielos, que lo posee todo.
FIN TOMO 1
______________________________________________________________[1] Santo Tomás, I, q. 25, a. 6 ad 4.
[2] Sermón 67.
[3] Sermón 72.
[4] Append. Serm. 128, I; cf. Sermo 166, 4; etc. Cf. Petau, De Incarnatione Verbi, I. II, c. 8.
[5] San Ireneo, San Atanasio, San Cirilo de Alejandría, San León, San Pedro Crisólogo, etc. Cf. Petau, ibíd. Véase el capítulo V.
[6] Gálatas, IV, 4.
[7] De Fide lid Petrum, c. 2, nn. 14-15.
[8] Santo Tomás, III, q. 7, a. 1.
[9] Cf. Romanos, XII, 5; I Corintios, XII, 12.
[10] 1 Corintios, XV, 22. Cf. Santo Tomás, III, q. 8, aa. 1-3. Thomassin, Théolog. dogm. de l'Incarn. Scheeben, Mysterien des Christentums, sobre todo el § 57: Primer significado de la primacía del Hombre-Dios para el género humano. Comunicación de la dignidad divina. Comienzo y coronamiento de la filiación divina.
[11] Sermón 21, De la Navidad del Señor, c. 3.
[12] Hebreos, II, 16.
[13] Lib. IV, De Incarnat., c. 14.
[14] Hom. 3 In Ephes., I, 21.
[15] Cf. Scheeben, Mysterien des Christentums, c. VII: El misterio de la Iglesia y sus sacramentos. Principalmente el § 84: Naturaleza mística y significación del carácter sacramental.
[16] Or. 40, In s. lumina.
[17] Or. I In 40 mart.
[18] Cf. Scheeben, Dogmatik, I, V. c. 5.
[19] Apocalipsis, XII, 1.
[20] Lucas I, 28.
[21] Santo Tomás, III, q. 27, a. 5.
[22] Mateo XII, 47-50.
[23] Lucas XI, 27-28.
[24] De Sancta Virginitate, 3.
[25] Cf. Filipenses IV, 3. Apocalipsis, III, 5.
[26] Lucas, I 46-47.
[27] Cf. Scheeben, Dogmatik, 1. V, § 282.
[28] Santo Tomás, III, q. 48, a. 2 ad 3.
[29] Clemente, VI, Bula Unigenitus.
[30] Santo Tomás, III, q. 46, a. 6.
[31] Segundo libro de los Reyes, XXIII, 14-17.
[32] Hom. 2, De Pasch.
[33] Hom. 2, De Symb.
[34] I Corintios VI, 30.
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