Mathias Joshep Scheeben |
Libro 1
Capítulo VIII:
La gracia, como participación del conocimiento divino, eleva al hombre a la visión inmediata de la gloria de Dios
Cristiano, para que puedas desde ahora hacerte una idea de la gloria y la dicha que acarrea la gracia, quiero mostrártela en toda su grandeza en aquel instante en que su luz deja lugar a la luz de la gloria. Comprenderás cómo por ella participas de un modo real y perfecto de la naturaleza divina.
Cada naturaleza se reconoce en su virtud y su actividad específica. Las plantas se diferencian de los animales por su crecimiento, sus flores y sus frutos; los animales se distinguen de las plantas por sus sentidos y su locomoción; el hombre se destaca de los animales por su razón y su libertad.
El hombre, por su razón, en cierto modo es semejante a Dios; con todo, existe una distancia infinita entre la naturaleza divina y la naturaleza humana. Asimismo, la inteligencia de los hombres y de los ángeles sólo puede conocer las criaturas, los seres finitos, creados; es incapaz de contemplar cara a cara al Dios infinito. Las criaturas racionales pueden conocer a su Creador y Señor, pero sólo de lejos: “Cada uno lo contempla de lejos”[1]. Más alejada está de la criatura la majestad de Dios que el sol de la tierra. La criatura sólo ve la orla de su vestido, el reflejo de su gloria en la maravillosa grandeza de la creación. Según las palabras del Apóstol, Dios, “Rey invisible de los siglos, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver, habita en una luz inaccesible”[2]. Esta es demasiado resplandeciente, su gloria demasiado grande, para que la criatura, sin quedar cegada, pueda fijar sobre él su débil mirada. Por tal motivo, hasta los querubines se cubren la faz ante él y se prosternan en el polvo de la tierra para adorarle. Sólo Dios, por su naturaleza, puede conocerse; sólo “el Primogénito que reposa en el seno del Padre”[3], que tiene la misma naturaleza del Padre, lo ve cara a cara; sólo el Espíritu Santo, que está en Dios, “penetra y sondea su naturaleza íntima, así como sólo el espíritu de un hombre conoce a este hombre”[4]. Para ver a Dios, o es preciso ser Dios o participar de su naturaleza divina.
Si quieres ver a Dios cara a cara es menester que el ojo de tu alma se torne como divino. Debe caer el velo que le cubre; debe iluminarle, transformarle la luz del sol divino; sólo de esta suerte podrás fijar en Dios una mirada firme, segura. Esto se produce en nosotros por el Espíritu del mismo Dios cuando, por la gracia, nos hace participantes, de la naturaleza divina. En términos espléndidos nos lo dice el Apóstol: “Descubierta la mirada, somos transformados en la imagen perfecta de Dios, como por el Espíritu del Señor avanzamos de claridad en claridad”[5]. Y san Juan a su vez: “Seremos semejantes a Dios, cuando lo veamos como él es”[6]. El mismo Hijo de Dios dice a su Padre: “Padre, la gloria que me diste, la que yo tenía junto a ti desde el comienzo del mundo, yo les he dado”[7].
En el cielo conoceremos a Dios como él se conoce a sí mismo. “Entonces, conoceré como yo me conozco”, dice el Apóstol[8]. Es de todo punto imposible que tengamos un conocimiento tal, propio sólo de la naturaleza divina, sin participar verdaderamente de esta naturaleza divina. En frase de un doctor de la Iglesia[9], la visión de Dios no puede caernos en suerte sino a condición de que seamos divinizados. Y si participamos en verdad de la naturaleza divina y nos divinizamos ello se manifestará por la participación en el conocimiento de Dios.
Cristiano, ¡qué maravilla y qué beneficio! Es como para exclamar con san Pedro: “Dios nos ha llamado a su luz prodigiosa”[10]. ¿Pensaste acaso en la hermosura de esta gracia? Debemos estar reconocidos a Dios por la luz de nuestros ojos, pues nos permite admirar la creación visible y todas sus maravillas; con todo, de este bien participan como nosotros los animales. Podemos estar orgullosos de poseer una luz bien superior, la de la razón, por la que conocemos, además del aspecto exterior de las cosas, sus propiedades, color, olor, gusto, la misma sustancia de ellas, su armonía, su trabazón, así como también los bienes espirituales, nuestra alma inmortal, la verdad, la virtud, la justicia y al mismo Dios en el espejo de la creación. Estaríamos muy ufanos, si poseyéramos todas las ciencias descubiertas por el humano ingenio o si tuviéramos toda la ciencia natural de los ángeles. Todo eso no nos daría a conocer la verdad y la bondad de Dios en sí mismo; con esa luz veríamos únicamente a qué distancia está nuestra naturaleza de la naturaleza divina y que el ojo humano es incapaz de penetrar el misterio de Dios. El pretender acercarnos a la luz inaccesible de Dios constituiría una impía temeridad. Nos aplastaría su gloria y la muerte sería nuestro castigo. “Nadie puede ver a Dios, sin morir”[11], dice la Escritura. Agrega en otro lugar: “Aquél que pretende sondear la majestad divina quedará agobiado por su gloria”[12].
“Pero lo que es imposible a los hombres”, nota aquí san Ireneo, “es posible a Dios”[13]. Poderoso y lleno de bondad, se abaja hasta nosotros para elevarnos hasta él. El mismo nos introduce en su luz portentosa y nos colma de resplandores para que podamos ver esa luz. Canta el Salmista: “En tu luz veremos tu esplendor”[14]. Luego tan sólo en su luz veremos a Dios.
¿Qué es en comparación de ella la luz natural de las criaturas? Lo que es el parpadeo de una débil lámpara, apenas alumbra una reducida habitación, comparada con el sol resplandeciente que ilumina el universo. El ojo glorificado del bienaventurado es como el del águila que mira al sol de hito en hito sin deslumbrarse; en cambio, el ojo de nuestra razón se parece al del murciélago, hecho únicamente para las tinieblas.
Si en nosotros mismos experimentamos un deseo insaciable de conocer la verdad, de gozar del bien, ¿por qué no hemos de buscar saciarla sólo allí donde pueda satisfacerse? Nos fatigamos tanto por adquirir la ciencia; ¿por qué no acudir por ella a la fuente de la luz eterna? Todo nuestro conocimiento natural no pasará de ser harapo y miseria, siempre será superficial. La luz de la gracia nos conducirá a la luz de Dios; por ella conoceremos, no ya la sombra de la verdad, sino su sustancia, su fundamento; en ella veremos cuanto ansiamos saber. Si la belleza terrena basta para dejarnos encantados, busquemos con el Real Salmista el rostro del que es la fuente y el ideal de toda belleza[15].
La gracia nos hace también participantes de la felicidad divina[16]. Nos eleva al goce inmediato del bien supremo. La felicidad divina excederá nuestra felicidad natural en la medida en que la naturaleza divina excede la nuestra. El animal no tiene capacidad para los mismos goces que el hombre, objeto conocido sólo del Espíritu de Dios; este objeto se recrea en bienes espirituales como son el orden, la armonía, la belleza, la verdad y la virtud. También la felicidad de Dios tiene un objeto particular, objeto que ni ojo vio, ni oído escuchó, ni ha sido probado por el corazón del hombre, objeto conocido sólo del Espíritu de Dios; este objeto es su divina esencia. Pero cuando, por el Espíritu Santo, nos hace Dios participantes de su naturaleza, por ese mismo Espíritu nos revela el misterio de su felicidad; nos invita a gozarla, a ser compañeros suyos; nos coloca sobre su trono, nos manifiesta su luz y quiere que tomemos parte en su festín. Podría habernos dejado ante la puerta de su morada, a una distancia respetable. Admiraríamos la grandeza de sus obras, la hermosura de su mansión. Esta alegría, este honor, habrían colmado cuanto nuestro pobre corazón desear pudiera. Pero no; Dios quiere dejarnos contemplar su propia belleza en el gozo con que él, a una con el Hijo y el Espíritu Santo, es eternamente feliz. Esa hermosura reúne toda la belleza esparcida en la maravillosa variedad de sus obras y la desean ver los ángeles; un solo rayo de la misma bastaría para dejar ebrios de gozo a todos los espíritus creados.
Ninguna criatura, en verdad, podría sospechar ni desear semejante felicidad. Grande por lo tanto deberá ser nuestro reconocimiento para con Dios. El primer homenaje que podemos presentarle es buscar ardientemente el bien con que nos quiere regalar, pensar en él constantemente, exclamar con el Salmista: “En busca de ti han andado mis ojos. ¡Oh, Señor! tu cara es la que yo busco”[17]. Si le amamos como él nos amó, en frase del Apóstol, le conoceremos como él nos conoce[18].
Dice san Anselmo: “El gozo de tus santos en ti será inefable, Señor. Se regocijarán cuando te hubieren amado; te amarán cuanto te hubieren conocido. De veras que ni ojo vio, ni oído escuchó, ni corazón de hombre alguno experimentó en esta vida el grado en que te conocerán y amarán en la otra. Te ruego, Señor, pueda conocerte y amarte, para gozarme en ti, y ya que no me sea posible aquí abajo el perfecto regocijo, haz que mi alegría vaya creciendo de día en día, hasta que se complete en el cielo; aumenta en mi tu amor hasta que allá arriba se haga perfecto; que mi dicha aquí abajo sea grande en la esperanza y plena en ti en el cielo. Señor, nos ordenaste mediante tu Hijo que pidiéremos pleno gozo, y prometiste concedérnoslo[19]. Te suplico, pues, oh Dios fiel en tus promesas, me concedas tu dicha perfecta. Que mi alma medite en ella, que mi boca la proclame, que mi corazón la desee, que mi espíritu la hambree, que mi carne tenga sed de ella, que todo mi ser suspire por su consecución, hasta que logre entrar en el gozo de mi Señor, a quien sea dada eterna alabanza en su Trinidad”[20].
Capítulo IX:
La gracia nos hace participar de la santidad de la naturaleza divina
El profeta Isaías y el Apóstol san Juan[21], en su Apocalipsis[22], ambos a dos nos presentan una imagen grandiosa de la, majestad divina. Según la explicación que de ella da san Cirilo, el trono elevado significa la soberanía de Dios, el jaspe su paz inmutable, el arco en el cielo su eternidad, los sitiales de los veinticuatro ancianos su sabiduría, las siete lámparas el gobierno universal de su Providencia, los resplandores y el trueno la omnipotencia de su voluntad; el mar de cristal su inmensidad; tiene cubiertos el rostro y los pies por las alas de los serafines para darnos a entender su misteriosa infinitud. En esta plenitud esplendorosa, nada impresiona tanto a los serafines, cubiertos de ojos, como su santidad, pues ella los deja suspensos de admiración. Por eso repiten sin cesar el canto jubiloso: “Santo, santo, santo eres Señor, Dios de los ejércitos”. En efecto, Dios es llamado con frecuencia el Santo de Israel, porque este nombre incluye todos los demás. Cuando el Salmista quiere describir el esplendor de la generación eterna del Hijo de Dios, dice únicamente que procede del Padre en el esplendor de ‘la santidad’[23]. Todas las otras perfecciones de Dios reciben de la santidad su brillo más subido, su última consagración.
La santidad efectivamente significa la más alta perfección de la esencia divina, es decir, su grandeza única, su excelencia, su pureza[24]. Toda criatura, tal como procede de las manos del Creador, es buena. Aun sin la gracia sobrenatural, las criaturas racionales son buenas en su especie, siempre que por el pecado no se pongan en contradicción con su naturaleza propia. Esta bondad, con todo, es muy limitada, pues está afectada de numerosas imperfecciones. Como es susceptible de pecado, no queda excluida la separación del bien supremo. Por el contrario, la bondad divina es toda pura y perfecta: es una luz sin oscuridades, sin sombras, una luz sin tacha. Como Dios es el bien supremo, no puede separarse de su bondad, como no puede destruirse a sí mismo. Cuando afirmamos que Dios es santo, tres veces santo, manifestamos la propiedad de su naturaleza por excelencia.
Nuestra participación de la naturaleza divina será pues perfecta cuando participemos de su santidad por la gracia del Espíritu Santo. Según los Padres, es lo mismo hacerse participante de la naturaleza divina que hacerse santo como Dios es santo. Comparan la santidad de Dios a una hoguera potente que se apodera de nuestra naturaleza imperfecta, la penetra, la purifica de toda mancha, para volverla perfectamente bella y sin tacha como la de Dios. “Ni las mismas potestades y dominaciones del cielo”, dice san Basilio, “por su naturaleza son santas. El hierro, arrojado al medio del fuego, no pierde su naturaleza de hierro, pero como el fuego, se vuelve ardiente; participa de la naturaleza del fuego, toma su color y su calor. Así también los ángeles (y las almas de los hombres), por la comunión con el Dios santo, reciben la santidad divina; penetra ésta su naturaleza por entero, de modo que del Espíritu Santo se diferencian en que éste es santo por naturaleza y ellos lo son por participación”[25].
¿Comprendes ahora, cristiano, por qué la gracia se llama ‘santificante’? Este vocablo no quiere decir tan sólo que nos perdona nuestros pecados y nos dispone a la observancia de los mandamientos; significa más bien que hace del alma una imagen radiante de la bondad y de la santidad divinas. Indica además que la gracia, a diferencia de la naturaleza, es incompatible con el pecado grave; no pueden coexistir ambos en una misma alma[26]. Cuando cometes un pecado mortal, no destruyes tu naturaleza, ni tus facultades, ni el poder de tu razón, pero desaparecen al instante la gracia, las facultades y las virtudes sobrenaturales. (Los que participan) de naturaleza divina no traban alianza con el pecado, a semejanza del mismo Dios. Cuando la luz de la gloria haya desplazado a la gracia, cuando tu alma se haya unido íntimamente a Dios, ya no tendrás posibilidad de pecar; por la virtud de Dios que en ti habita, te harás impecable como Dios.
¡Qué poco meditamos en el don magnífico, en la dignidad que nos toca en suerte! Dice san Ambrosio: “Si fuéramos únicamente nosotros, los hombres, los llamados a recibir la santidad del Espíritu Santo, nos encontraríamos elevados sin duda sobre los ángeles más bellos”[27]. Seguramente que los serafines, ocupados en alabar al Dios tres veces santo, nos admirarían con profundo respeto. ¡Y que nosotros queramos colocar toda nuestra gloria en la impiedad!
Por perverso que sea, el pecador no rehúsa, en lo más íntimo de su corazón, el reconocimiento y admiración de la santidad que brilla en tantos miembros de la Iglesia de Cristo, pues diríase que Dios mismo vive y trabaja en ellos. Lo que labra la gloria de los santos es el haber colaborado fielmente a la gracia que todos podemos adquirir, es el haberla traducido en toda su vida. El Apóstol[28] llama santos a todos los cristianos que están en gracia; “han sido santificados en las aguas de la regeneración par el fuego del Espíritu Santo”[29], en cierto modo poseen la sustancia de la santidad. Todos podemos y debemos, bien que en diferentes grados, hacernos santos en verdad; por algo somos hermanos e hijos de santos; sí, hijos del Dios tres veces santo. ¡Incalificable grosería la nuestra que con tanta frecuencia manchamos deliberadamente el vestido de santidad recibido en el bautismo! ¡Impíamente lo desgarramos, lo arrojamos, lo pisoteamos!
Ya nuestra naturaleza, bien que no destruida, sí afectada por el pecado, se rebela a pesar de todo contra éste; es que ha sido creada por Dios para cumplir un servicio que excluye la injuria al Creador. La monstruosidad del pecado sube de grado, si tenemos en cuenta que Dios nos armó contra él de una nueva naturaleza. En tal forma hemos sido inmunizados contra el pecado que, para cometerlo, nos vemos precisados a rechazar esta nueva naturaleza y a sofocar en nosotros el germen de Dios. Tú que estás a punto de cometer el pecado, ¡apiádate de ti, considera la dignidad de tu estado! Déjate conmover por el canto de gloria de los serafines: ¡Santo, santo, santo, es el Señor! Si acaso no te importa el ofender a Dios a quien no puedes dañar, conserva al menos tu propia santidad, que por el pecado queda aniquilada.
Capítulo X:
La gracia nos da una naturaleza superior
Escuchemos a san Cirilo de Alejandría: “Tan luego como abandonamos nuestra vida carnal y nos sometemos a los mandamientos del Espíritu Santo, como consecuencia de nuestro despojo y unión con dicho Espíritu, somos glorificados, cambiados en una imagen celestial; por decirlo así, somos transformados en una nueva naturaleza y llamados con todo derecho, no solamente hombres, sino hijos de Dios, hombres celestiales, ya que nos hemos hecho participantes de la naturaleza divina”[31].
Cuando hablamos aquí de un cambio de nuestra naturaleza, no queremos decir que nuestra sustancia es destruida o que queda absorbida en la sustancia divina. Sería una afirmación impía. Se trata únicamente de una transformación por la que somos glorificados. Pero esta transformación debe ser apreciada en su justo valor, porque no se la puede comparar con el cambio que se expresa diciendo que alguien ha mudado de resolución o adoptado una nueva costumbre, que es otro hombre.
Esta transformación proviene de Dios, no de la voluntad o del esfuerzo de la criatura; es un milagro de la omnipotencia divina que, según la enseñanza de los Padres, nos arranca del marco de la naturaleza, nos eleva y nos glorifica. Nos convertimos en otros hombres, en más que hombres, en seres divinos de una raza celestial.
Esta transformación no nos hace perder nuestra sustancia natural. Los Padres nos lo repiten en muchos tonos, por ejemplo cuando usan la imagen del hierro incandescente. No deja de ser hierro; por eso, una vez que se le retira del fuego, vuelve a lo que era antes. Durante la incandescencia, deja de ser duro, frío, de color apagado, para tomar el brillo, el ardor, el poder del fuego y adquirir una propiedad que no es la suya, sino la del fuego. Cuando decimos que el fuego consume el hierro, no queremos afirmar que lo aniquila, pues sólo consume sus impurezas. De igual manera, nos enseña san Cirilo, por la gracia no perdemos la sustancia de nuestra naturaleza, pero sí su baja condición, sus imperfecciones. “Los que son llamados -dice- por la fe de Cristo a la adopción divina, han abandonado la deficiencia de su naturaleza; Ia gracia de Dios los glorifica, los reviste de una vestidura resplandeciente y los eleva a una dignidad sobrenatural”[32].
En esta mudanza, nuestra naturaleza sólo es modificada, no perdemos lo que tenemos, pero ganamos lo que nos falta, como dice el Apóstol: “No soy despojado, sino revestido, a fin de que lo que es mortal sea absorbido por la vida”[33].
La gracia no es para el alma a manera de traje con que se viste el cuerpo, exterior al mismo; es algo que, en tanto que lo cubre, lo penetra. En esto se parece al fuego que con su ardor se introduce en el hierro y lo calienta, pues le confiere una propiedad nueva que la transforma en imagen de Dios: es la propiedad llamada ‘naturaleza nueva y superior del alma’. La naturaleza de un ser queda constituida por sus cualidades interiores, sus propiedades, sus facultades y sus actividades que la distinguen de otros seres. Así decimos que las plantas poseen una naturaleza distinta de los minerales; el animal tiene naturaleza diferente de la planta; a su vez el hombre tiene una naturaleza especial que se distingue de la del animal, por la razón de que su alma está dotada. Por la gracia, recibe el hombre una nueva propiedad, tan diferente de su naturaleza y tan superior a ella que ésta queda elevada sobre la naturaleza animal[34]. Si el hombre de suyo es un servidor de Dios, se hace por la gracia hijo de Dios; estando ya de por sí sobre la naturaleza de los animales por la gracia es elevado sobre su propia naturaleza, sobre los mismos ángeles; hasta el presente se guiaba por la luz de la razón; ahora recibe la luz de Dios, hoy todavía por la fe, mañana en la gloria; en sí es una criatura buena, por la gracia se hace una criatura santa. En la escala de los seres sube hasta ocupar un nuevo puesto frente a Dios, frente a su prójimo y frente de las cosas materiales; en una palabra, entra en una nueva vida, más bien celestial que terrena.
La nueva propiedad de su naturaleza es para él el germen y la raíz de una vida superior. A la manera que un árbol de una esencia inferior mediante el injerto recibe la naturaleza de una forma más noble cuyas flores y frutos produce, así nuestra alma se ennoblece por la comunicación de la gracia, llamada por la Escritura el “germen de Dios”[35]. Repleta de gracia divina, toma otra naturaleza. Sacada de su primitiva bajeza, es trasplantada al seno de Dios cual si fuera un paraíso; allí, bajo el sol divino, florece a una vida que ni siquiera podía sospechar. Para decirlo todavía con mayor claridad con el Apóstol de los gentiles, es como el ramo de acebuche injertado en olivo castizo[36]; en frase de nuestro Señor, viene a ser el sarmiento de la vid divina[37], que es el Hijo de Dios, participa de su vida, se abreva y se nutre del rocío del Espíritu Santo.
Si por la gracia recibimos una nueva naturaleza celestial, ¿qué no deberemos hacer para lograrla, conservarla y vivir en conformidad con ella? Sería respetar poquísimo la dignidad humana comportarse como los animales, abandonándose a los mismos goces y pasiones que ellos. Sería ciertamente vergonzoso para un hombre, si el hecho fuera posible, descender al nivel de las bestias, realizando un acto que le privara de su ser racional. Pero ello es absurdo, dado que la imagen de Dios en nuestra alma es imborrable. Mas es posible que el hombre, por la borrachera y, lo que es peor, por el libertinaje, se coloque en tal estado que se parezca más a un animal que a un hombre. Es algo contra la naturaleza y no puede menos de estremecernos. ¿Qué hacer entonces ante el pecado mortal?
Pues no es que oscurezca por un tiempo en nuestra alma la naturaleza celestial, la destruye completamente.
El hombre natural se compone, hablando en términos corrientes, de dos naturalezas, la carnal y la espiritual. Hay en él como dos hombres, el exterior y el interior, o como dice el Apóstol, un hombre mortal y otro inmortal[38]. Como no podemos servir al mismo tiempo a las dos naturalezas, debemos sojuzgar la naturaleza carnal a la espiritual. Así como la carne debe estar sujeta al espíritu, así también nuestro espíritu debe servir al Espíritu de Dios y a su gracia; del mismo modo que el espíritu tiene la carne debajo de sí, asimismo tiene la gracia sobre sí. Si se entrega a la carne se rebaja hasta su nivel, se hace carne; si se entrega a la gracia, si se deja penetrar y mover por ella, es elevado hasta Dios, se hace semejante a él. Dice san Agustín[39]: “El que ama la tierra, tierra es; el que ama al mundo se confunde con él; el que ama a Dios, ¿quién diré que es, hermanos míos? No seré yo, sino la palabra divina la que nos enseñe: “Dije, vosotros sois dioses e hijos del Altísimo”[40]. En la medida en que colaboremos con la gracia o tendamos hacia el Autor de la misma, hacia el Padre de las luces, nos veremos llenos de su claridad y de su gloria, transportados hacia él, nos haremos participantes de su naturaleza. Es abominable el que, pudiendo elevarse uno tan alto en alas de la caridad celestial, prefiera arrastrarse en el fango de los placeres carnales.
La gracia debe ser para nosotros objeto de un legítimo orgullo. Haciéndonos pertenecer a un linaje celestial, debe llenar nuestro corazón de nobles sentimientos. Pero no debemos perder de vista que esta nueva naturaleza es algo gratuito, otorgado por pura condescendencia de Dios.
Olvidó esto Lucifer cuando se vio envuelto en los esplendores de su beldad celeste; lo olvidó Eva en el paraíso, al dejarse seducir por la misma tentación. Para que a nuestra vez no nos olvidáramos de ellos no quiso Dios concedernos todas las gracias que hacían disfrutar a nuestros primeros padres de una paz perfecta, cual si no tuvieran naturaleza carnal[41]. Para que nos mantuviéramos humildes, nos hace sentir que procedemos del barro de la tierra[42]. Como el Apóstol, en cierto modo hemos sido elevados al tercer cielo, pero, como a él, Dios nos ha dado el aguijón de la carne que nos castiga[43], nos humilla y nos mantiene en una saludable compunción.
Esta humillación no es como para quitamos el orgullo de nuestra condición. La virtud de la gracia obra en nuestra debilidad, triunfa de ella y la consumará un día en la gloria celestial. Podemos decir con el Apóstol: “Me glorío en mis flaquezas, para que la virtud de Cristo habite en mí; me complazco en mis miserias, ya que cuando soy débil, entonces soy fuerte”[44]
Capítulo XI:
En cierto sentido la gracia es infinita
Todas las otras naturalezas, lo hemos dicho ya, son como refracciones de la luz divina; por el contrario, la gracia es un rayo puro y entero, que saca al alma de su marco natural y de su medio para permitirle la visión de Dios en su esencia infinita. No se concibe que esto sea posible sin que ella contenga algo del poder infinito de Dios. En tal supuesto, su valor iguala en cierta manera al bien infinito que confiere.
Las criaturas, sin excepción, tienen en su perfección un límite del que no pueden pasar. Cuando se ven libres de toda escoria, les es imposible seguir perfeccionándose. Cada planta llega a una altura determinada en donde se detiene. Los diversos animales crecen hasta que sus cuerpos se desarrollen y se forme su organismo; una vez alcanzado ese término, no les es posible seguir avanzando; cuando han vivido su tiempo, comienza su decadencia y sobreviene la muerte. Las mismas criaturas racionales, según su naturaleza, tienen un límite en la línea de la perfección: progresan mientras se desarrollan sus fuerzas naturales; como éstas son limitadas, también el desarrollo se detendrá en un punto determinado.
Sólo la gracia desconoce fronteras. Rayo de la naturaleza divina que cae sobre nuestra alma, no conoce otra medida y limitación que la infinidad de Dios y, por tanto, puede crecer de día en día, a cada instante, y enriquecerse sin cesar; nunca traspasará sus límites, pues no los tiene. Siempre será gracia y participación de la naturaleza divina. Se hace más y más lo que es y lo que debe ser.
¿Qué es capaz de poner límite al amor sobrenatural? -se pregunta el Ángel de la Escuela[45]. Otro tanto pasa con la gracia, que crece con él. La gracia tiene su origen en el poder eterno e infinito de Dios; no es sino una participación de la infinita santidad divina. Si el vaso de nuestra naturaleza tiene una capacidad limitada, una vez elevado sobre su condición, aumenta infinitamente esa capacidad. Toda medida de gracia que recibe lo hace apto para una medida ulterior mayor todavía; todo aumento prepara un nuevo aumento; cuanto más sube, más se hace susceptible de seguir creciendo.
En si, un aumento de gracia es infinitamente precioso, un tesoro preferible a todos los tesoros de la tierra; con el Apóstol todo lo debemos reputar como pérdida con tal que logremos a Cristo y su gracia. La preciosidad de este tesoro radica en que es un capital que crece y se multiplica al infinito. Más esto reclama nuestra colaboración. Una acción sobrenatural cualquiera efectuada en estado de gracia y toda utilización de la gracia ya poseída, máxime cuando la hacemos fructificar, nos hacen acreedores ante Dios de un aumento de nuestro tesoro. De nosotros depende pues el duplicarlo en poco tiempo. En la proporción en que la gracia aumenta, crece también el capital y se multiplica.
El mundo se esfuerza sobremanera o, como él dice, especula con tesón para conseguir dinero de un modo seguro y estable. Uno queda a veces estupefacto al encontrarse con hombres que de la noche para la mañana se han vuelto más ricos que un monarca. ¡Tesoros perecederos que no pueden hacer felices a sus poseedores y que una chispa los puede destruir como si fueran papeles! ¡Y sin embargo los hijos del mundo son más hábiles para sus negocios que los hijos de Dios! ¡Qué vergüenza! Podrían los últimos ganar con mayor facilidad tesoros eternos, obligaciones que se encargaría de reembolsarIas, no un agente de cambio, ni siquiera un potentado, sino el mismo Dios, quien se cuida de recompensar los esfuerzos mediante la plenitud de su gloria y de su felicidad.
La gracia abre un campo tan dilatado a nuestras aspiraciones que podemos dejar a éstas libre curso; basta que apetezcamos sus tesoros, para poseerlos; es suficiente que amemos al autor de la gracia, para que nos los conceda. Y cuanto sean más acendrados el deseo de la gracia y de la gloria y el amor al Padre de todo don, con tanta mayor seguridad los mereceremos. Demostremos pues una santa avidez, olvidémonos como san Pablo de lo que poseemos y tendamos hacia lo que aun se nos escapa[46]. Es más ventajoso para nuestra alma que nos preocupemos de los tesoros que están por adquirirse que de hacer el balance· de lo ya logrado. Con rapidez corría el Apóstol por la vía de la perfección[47]; en cambio, tú no te apresuras, detienes tu arranque, cual si te bastara una partecita insignificante de los bienes eternos. Muchas buenas obras había practicado el Apóstol, sufrido lo indecible y realizado numerosos milagros; pudo haber considerado todo esto como prenda de una perfección insigne. Mas no cree haber llegado al límite último, sino que cada día se esfuerza por mejorar, por ser más perfecto. Es algo infinito lo que te falta e insignificante lo que hasta el presente has conseguido. Dios, tan generoso de sus dones y de sí mismo, no cesa de aumentar tu modesto haber durante todo el tiempo en que tú sigues avanzando y respondiendo a su amor con el tuyo. ¿Por qué inferir a tu Señor, a ti mismo y a la gracia la injuria del rechazo? Acuérdate de la mujer de Lot; en lugar de mirar adelante, volvió su vista y quedó convertida en una columna de sal[48]. Que este ejemplo te devuelva el juicio y te haga avanzar con cautela.
El menor objeto codiciado causa al avaro más tormento que gozo le procuran todos sus tesoros. No se inquieta por lo que posee, pues lo olvida; persigue en cambio sin tregua lo que le falta. “Es de notar -dice san Isidoro- que todas las otras pasiones tienen su momento de auge y luego decaen hasta morir; el amor del dinero no conoce término, desprecia la saciedad, no conoce goce alguno; jamás muere, cada día es más vigoroso, más violento”[49].
Si con tanto celo tendiéramos hacia los bienes de la gracia, nos haríamos ricos de verdad. Por eso nuestra lentitud no tiene excusa. ¿O es que, a semejanza del avaro, tememos ser desdichados a causa de un afán desenfrenado? Al avaro le hace desdichado su codicia, porque no goza de lo adquirido y porque en fin de cuentas tiene que perderlo todo. Por el contrario, el santo deseo de la gracia nos conduce al eterno reposo en Dios; allí nos saciaremos en la medida en que lo hubiéremos deseado. Nada nos impide regocijarnos de lo ya poseído; nuestro deseo irá creciendo a medida que vayamos experimentando que servimos a un Señor tan bueno.
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[1] Job, XXXVI, 25.
[2] I Timoteo, VI, 16.
[3] Juan, I, 18.
[4] I Corintios, II, 11.
[5] II Corintios, III, 18.
[6] I Epístola, III,2.
[7] Juan, XVII, 5 y 22.
[8] I Corintios, XIII, 12.
[9] Dionisio el Areopagita.
[10] I Epístola, II, 9.
[11] Éxodo, XXXIII, 20.
[12] Proverbios, XXV, 27.
[13] Contra haereses, l. IV, c. 20, al. 37. Cf. Luc., XVIII, 27.
[14] Salmo, XXXV, 10.
[15] Salmo XXVI, 8.
[16] San Agustín, Sermón 127, n. 11, 13; 170, n. 9. San Gregorio El Grande, Moral., l. XX, n. 73; l. XXXI, n. 99. San Bernardo, In Solemn. Omn. Sanct., Serm. 4, n. 3. Santo Tomás, I, II, q. 3, a. 8; q. 5, a. 6. La participación de la naturaleza divina, así como de sus prerrogativas insignes, su perfección, su conocimiento, su dicha y su santidad (véase el siguiente capítulo), aun cuando es ya aquí por la gracia la dote de nuestras almas, queda velada a nuestros ojos. La conoceremos y gozaremos perfectamente sólo el día en que, desembarazados de nuestras propias imperfecciones y pasado el período de prueba que debemos experimentar en la tierra, veamos a Dios tal cual es. Pero la esencia de la gracia y de la gloria es la misma: una participación sobrenatural de la naturaleza divina.
[17] Salmo XXVI, 8.
[18] I Corintios, XIII, 12.
[19] Juan XVI, 24.
[20] Proslog., c. 26.
[21] Isaías, c. 6.
[22] Apocalipsis, c. 4.
[23] Según el texto hebreo: In splendoribus sanctitatum (Salmo CIX, 3).
[24] Santo Tomás, II, II, q. 81, a. 8.
[25] Adv. Eunomium, I. III, n. 2.
[26] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 1 ad 1.
[27] De Spir. S., I. I, c. 7.
[28] II Corintios, 1, 1; Efesios, 1, 1; Colos., 1, 2; etc.
[29] Tito, III, 5.
[30] II Corintios, III, 18; véase Colos., III, 9-10.
[31] In Ioannem, XVII, 24, 25 (I. XI, c. 12).
[32] In Ioannem, I, 14 (l. I, c.9).
[33] II Corintios V, 4.
[34] Santo Tomás, I, II, q. 110, a. 1 y 2.
[35] Juan, 1ª Epístola, III, 9.
[36] Romanos, IX, 24.
[37] Juan XV, 1ss.
[38] Romanos, VII, 15; II Corintios, IV, 16.
[39] Tract. in epist. loann., II, 14; cf. Sermo 121, 1; 96, 1.
[40] Juan, X, 34; Salmo LXXXI, 6.
[41] Concilio de Trento, ses. 5, c. 5 (decretum super peccato originali).
[42] Génesis, III, 19.
[43] II Corintios, XII, 7.
[44] II Corintios, XII, 9-10.
[45] Santo Tomás, II, II, q. 24, a. 7.
[46] Filipenses, III, 13.
[47] Filipenses, III, 12 ss.
[48] Génesis, XIX, 26.
[49] Sentent. 1, II, c. 41.
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