"Las Maravillas de la Gracia Divina"
Matthias Joseph Scheeben |
(PARTE I)
LIBRO PRIMERO
"LA ESENCIA DE LA GRACIA"
Capítulo I:
Del lamentable desprecio que los hombres hacen de la gracia
La gracia de Dios -objeto de este libro- es un destello de
la bondad divina que, viniendo del cielo al alma, la llena, hasta sus profundidades,
de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios;
se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija,
para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De
esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el
alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y recibe en herencia el
reino de su felicidad eterna.
Estas palabras, cada una de las cuales anuncia una nueva maravilla,
exceden con mucho el alcance de nuestra razón. Ni podemos extrañarnos de no
podernos formar una idea acerca de estos bienes, siendo así que los mismos
ángeles, aun poseyéndolos, apenas pueden apreciar su valor. Fijas sus miradas
en el trono de la misericordia divina, no pueden hacer otra cosa que adorar con
el más profundo respeto, si es que no se asombran otro tanto al considerar
nuestra locura, al ver que tan poco estimamos la gracia de Dios y somos tan
negligentes para procurarla, como fáciles para rechazarla. Lloran nuestro
infortunio cuando por el pecado perdemos esta dignidad celeste a la que Dios
nos había elevado. Estábamos sobre los ángeles y ahora nos encontramos en el
fondo del abismo, entre las bestias y los demonios. ¡Cómo estaremos de
endurecidos, insensatos, que apenas lo sentimos!
Enseña el Ángel de la Escuela que el mundo entero, con todo
lo que contiene, a los ojos divinos tiene menos valor que un solo hombre en
estado de gracia[1].
San Agustín va más lejos y afirma que el cielo y todos los coros de ángeles no
pueden comparársele[2].
El hombre debiera estar más reconocido a Dios por la menor gracia que si
recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos
celestiales. ¿Cómo no ha de aventajar entonces la gracia a todos los bienes de
la tierra?
A pesar de todo, se le prefiere cualquiera de estos bienes y
se la canjea, ¡sacrilegio horrendo!, con los más abominables; se juega con
ella, se burla de ella.
No se avergüenzan los hombres de sacrificar a la ligera esta
plenitud de bienes que Dios nos ofrece a una consigo mismo, ¡y todo por no
tenerse que privar de· una· mirada impura! Más insensatos que Esaú, venden su
herencia por el miserable goce de un instante. ¡Y eso que sobrepujaba en valor
a todo el mundo!
“Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo”[3].
¿Quién sería tan temerario e insensato que, para procurarse
un breve deleite, hiciera desaparecer el sol del mundo, y decretara la caída de
las estrellas e introdujera la confusión en todos los elementos? ¿Quién osaría
sacrificar todo el mundo a un capricho, a una codicia? ¿Qué supone la pérdida
del mundo en comparación de la pérdida de la gracia? ¡Y pensar que esto se
lleva a cabo con tanta facilidad y frecuencia! Tal hecho acontece, no digo a
diario, sino a cada instante y en muchísimos hombres. ¿Cuántos son los que se
esfuerzan por impedirlo sea en sí mismos, sea en otros? ¿Cuántos los que se
entristecen y lloran por ello?
Nos estremecemos cuando se oscurece el sol por un instante,
cuando un terremoto devasta una ciudad, cuando una epidemia siega a hombres y
animales. Sin embargo se da algo mucho más terrible y más triste, que se repite
a diario sin que nos conmovamos: el que tantos hombres pierdan de continuo la
gracia de Dios y desprecien las ocasiones más favorables de procurarla y
acrecentarla.
Temblaba Elías ante la conmoción de la montaña[4]; el profeta
Jeremías estaba inconsolable en vista de la destrucción de la ciudad santa; el
derrumbe del bienestar de Job sumergió a sus amigos, durante siete días, en un
dolor mudo. ¡Lloremos nuestra desdicha! Nunca será suficientemente intenso
nuestro duelo, si hemos llegado a destruir en nuestra alma el paraíso de la
gracia. Pues en tal caso, perdemos el reflejo de la naturaleza divina; nos
privamos de la reina de las virtudes, la caridad, con todos los efectos sobrenaturales;
arrojamos de nosotros los dones del Espíritu Santo y al mismo huésped
celestial; rechazamos· nuestra filiación divina, las ventajas de la amistad de
Dios, el derecho a su herencia, el fruto de los sacramentos y de nuestros méritos;
en una palabra, desechamos a Dios, el cielo, la gracia con todos sus tesoros.
El alma que pierde la gracia puede aplicarse a sí propia la
lamentación de Jeremías sobre Jerusalén: “¿Cómo el Señor, en su cólera, ha
cubierto de una nube a la hija de Sión? Ha precipitado del cielo sobre la
tierra la magnificencia de Israel; en el día de su cólera no se acordó del escabel
de sus pies. El Señor ha destruido sin piedad la morada espléndida de Jacob”[5]. ¿Dónde
encontrar a quien reflexione en su infortunio, al que se lamente, al que se
ponga en guardia contra nuevos pecados? “Toda la tierra fue cubierta de
destrucción, porque no se encontró una persona que se inquietara[6].
Salta a la vista que amamos poco nuestra verdadera dicha y
que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros
que nos ofrece. Obramos como aquellos Israelitas a los que Dios quería sacar de
la esclavitud de Egipto y del árido desierto, para llevarlos a un país en el
que fluían leche y miel. Despreciaron este don inmerecido; desdeñaron hasta la
mano que Dios les tendía en el camino, le volvieron las espaldas y ansiaron
nuevamente “las ollas de carne de Egipto”[7]. La
tierra de promisión era una imagen del cielo, prometido por Dios a sus
elegidos; el maná significaba la gracia de que debemos alimentamos y tomar
fuerzas en el camino de la patria celestial. Si ya entonces “levantó Dios su
mano vengadora contra los que despreciaban un país tan bello, tan apetecible, y
los hizo perecer en el desierto”[8], ¿cuál
será el precio que deberemos pagar nosotros por haber despreciado el cielo y la
gracia?
Causa de este deplorable menosprecio es que nuestros
sentidos nos dan una idea demasiado alta de los bienes perecederos, y nuestro
conocimiento de los bienes eternos es sobrado superficial. Consideremos con más
atención estos dos extremos y procuremos reparar nuestro error. El aprecio de
los bienes celestiales aumentará en nosotros en la misma medida en que baje el
aprecio de los bienes terrenos[9].
Acerquémonos todo lo posible a esta fuente inagotable de la gracia divina; esas
riquezas robarán nuestra atención y harán que despreciemos los bienes de la
tierra. En esa forma, aprenderemos a estimarla. Aquél que venera y alaba la
gracia -dice san Juan Crisóstomo- la guardará y vigilará celosamente[10].
Comencemos, pues, con la ayuda de Dios, “la alabanza de la
gloria de su gracia”[11].
Dios todopoderoso y bueno, Padre de las luces y de las
misericordias, “de quien procede todo don”[12], “Tú
que, según el designio de tu voluntad nos has adoptado por la gracia, que desde
el principio del mundo escogiste y predestinaste para nosotros a tu Hijo, para
que como hijos tuyos seamos santos e inmaculados en tu presencia con un santo
amor”[13],
concédenos el espíritu de sabiduría y de revelación, aclara los ojos de nuestro
corazón, y así conoceremos “la esperanza de tu elección, las riquezas de la gloria
de tu herencia en tus santos”[14]. Dame
luz y fuerza, para que consiga no disminuir con mis palabras este don de la
gracia, por la cual tú arrancas a los hombres del polvo de su raza mortal y los
adoptas en tu divina familia.
Señor Jesucristo, Salvador Nuestro, Hijo de Dios vivo, por
tu sangre divina derramada para salvarnos y restituirnos la gracia, haz que
logre mostrar, según mis débiles fuerzas, el valor inestimable de esa gracia
comprada por ti a semejante precio.
Y tú, Espíritu supremo y santo, sello y prenda del divino
amor, huésped santificador de nuestra alma, por quien la gracia y la caridad se
derraman en nuestro corazón, tú que mediante tus siete dones las nutres y las
sostienes y que jamás das la gracia sin que te des a ti mismo, revélanos su esencia
y su valor inapreciable.
Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, haz que
pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos
tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu divino Hijo.
Santos ángeles, espíritus glorificados por el resplandor de
la gracia divina, y vosotras, almas santas, que pasasteis de este destierro al
seno del Padre celestial, todos cuantos allá arriba gozáis del fruto de la
gracia, ayudadme con vuestras plegarias para que, disipadas las nubes que
ocultan a mis ojos y a los ojos de los demás el sol de la gracia, luzca éste en
todo su brillo y, por su resplandor, despierte en nuestros corazones el amor y
la nostalgia de la vida imperecedera.
Capítulo II:
La gracia es superior a los bienes de la naturaleza
Examinemos primeramente la gracia en su aspecto menos noble.
Aun así, opinan los teólogos, es infinitamente superior a todas las cosas
naturales.
Dice san Agustín: “Según las palabras del Salvador, el cielo
y la tierra pasarán, pero la salvación y la justicia de los elegidos
permanecerán; los primeros contienen las obras de Dios, los segundos la imagen
de Dios[15]. Enseña
santo Tomás, ser cosa más notable conseguir que el pecador vuelva a la gracia
que crear el cielo y la tierra[16]. Esta
última obra termina en las criaturas contingentes; la gracia nos introduce a
participar de la naturaleza inmutable de Dios. Cuando Dios creó las cosas
visibles, se construía una morada; cuando da al hombre una naturaleza
espiritual, puebla su mansión de servidores; pero cuando le da su gracia, lo
adopta en su seno, lo hace hijo suyo, le comunica su vida eterna.
En una palabra, la gracia es un bien sobrenatural, es decir,
un bien que ninguna naturaleza creada lo puede poseer por sí misma, ni
exigirlo; pues de suyo corresponde únicamente a la naturaleza divina. Tan es
así que la mayoría de los teólogos establecen que Dios, a pesar de su omnipotencia,
es incapaz de crear un ser al que corresponda la gracia por su misma naturaleza[17]; llegan
hasta afirmar que, si una tal criatura se diera en efecto, no se distinguiría
de Dios.
A ello se agrega lo que con tanta claridad y frecuencia ha
afirmado la Iglesia[18]: ningún
hombre, ninguna criatura lleva en sí el germen de la gracia. Como tantas veces lo
ha hecho notar san Agustín[19], la
naturaleza se refiere a la gracia como la materia inanimada al principio de
vida. La materia, como muerta que es en sí misma, no puede darse la vida, debe
recibirla de otro cuerpo viviente. Del mismo modo, la criatura racional de suyo
no posee la gracia, ni la puede adquirir por su actividad ni por sus méritos;
sólo Dios, en su bondad, puede otorgársela, haciendo gala de su poder,
envolviendo la naturaleza en su virtud divina.
¿Cuál no será la grandeza de este bien que de tan lejos
aventaja a la naturaleza y hasta al poder y los méritos de los mismos ángeles?[20]
Un hombre muy piadoso e instruido afirmó que todas las cosas
visibles están infinitamente por debajo del hombre[21].
Observó san Juan Crisóstomo que nada en el mundo es comparable al hombre. Añade
san Agustín que prefiere ser justo y santo que hombre o ángel[22], Y
santo Tomás agrega que la gracia tiene más valor que el alma.
La gracia supera todas las cosas creadas como Dios mismo, ya
que no es otra cosa sino la luz sobrenatural que desde la profundidad de la
divinidad se expande sobre la criatura racional. El sol y su luz son
inseparables. Si el sol es mucho más precioso y perfecto que la tierra, de suyo
oscura, su luz lo será de la misma manera. Con la gracia pasa otro tanto.
Nuestra naturaleza es la tierra que recibe los rayos del sol divino, que la
penetran y la glorifican; se convierte en una especie de naturaleza divina.
Dios, a quien poseemos por la gracia, no encierra únicamente las perfecciones
de todas las cosas; es infinitamente más perfecto que todas ellas juntas.
Igualmente, la gracia es más preciosa que todos los bienes creados. Se puede
afirmar de ella lo que se ha dicho de la Sabiduría: “Ella es superior a los
tesoros más preciosos; ninguna cosa, por apetecible que sea, puede comparársele”[23].
Elevemos, pues, nuestras miradas hacia esos tesoros; veamos
si deben desdeñarse o si por el contrario son dignos de que los busquemos con
todo el ardor de nuestro corazón. Aun cuando poseyéramos todos los bienes de la
naturaleza, oro, plata, poderío, reputación, ciencia, artes, todas estas riquezas
se esfumarían ante la gracia como un montón de tierra junto a una piedra
preciosa. Por el contrario, aunque seamos pobres en absoluto, la gracia de Dios
por sí sola nos hace más ricos que todos los reyes de este mundo; poseemos lo
mejor que Dios puede darnos. Canta el Salmista: “La misericordia de Dios se
extiende sobre todas las criaturas”[24]. Reza la
Iglesia en su oración: “… Oh Dios que manifiestas tu poder singularmente al
perdonarnos y al usar de misericordia”.
¡Seamos reconocidos a Dios por semejante don! Agradezcámosle
porque nos sacó de la nada. Como canta el Salmista, “todas las cosas las ha
puesto bajo nuestros pies, las ovejas y los bueyes, las aves del cielo y los
peces del mar”[25].
Es hora de que exclamemos con él: “¿Quién es el hombre para que lo recuerdes y
el hijo del hombre para que lo visites?”[26]. ¡Cuánto
más debemos agradecerle los tesoros sobrenaturales de la gracia y guardarlos con
sumo cuidado!
Esa es la razón por la que un sabio teólogo, el Cardenal Cayetano,
asegura que no debemos perder de vista los castigos reservados para los que
desprecian la gracia. Nuestro castigo será, semejante al de aquellos hombres
del Evangelio que, invitados por el rey a su festín, prefirieron su propio
interés o su goce. También nosotros, atolondrados e ingratos, despreciamos la
invitación al festín de Dios, para ceder luego a la invitación del mundo y del
demonio, que con sus viles placeres nos vendan los ojos. El demonio nos da
cosas harto inferiores a las de Dios; no lo hace para que seamos felices, sino
para perdemos. Dios, con liberalidad y por amor, nos da una piedra de valor
incalculable, en tanto que el demonio, con avaricia y por odio, nos da una
moneda resplandeciente, pero vil. Se necesita ser loco para abandonar la piedra
preciosa y comprar esta moneda falsa, con la que nos arruinamos.
La distancia inconcebible que hay entre la gracia y los
bienes de la naturaleza no solamente debe impedirnos la pérdida de aquélla por
el pecado mortal, sino que debe impulsarnos a practicar con empeño las virtudes
que aumentan la gracia en nosotros. Te concedo que nada pierdes con dejar la
misa negligentemente entre semana, con omitir una oración no impuesta o una
obra de misericordia, de mortificación, de humildad; con todo, no puedes negar
que es una pérdida incalculable para ti el no aumentar tu capital cuando tan
fácilmente lo podrías conseguir, puesto que el menor grado de gracia excede en
valor a todos los bienes de este mundo.
Si a un avaro le fuera dado ganar, mediante un ayuno o una
oración, toda una flota, cargada de tesoros de la India, ¿quién sería capaz de
impedirle esas prácticas? ¿Creéis que le detendrían las reflexiones acerca de
lo pesado de su obra o del peligro a que exponía su salud? ¿Con qué derecho
entonces nos apoyamos en motivos parecidos, siendo así que se trata de una
recompensa, cuya menor parte supera infinitamente a todos los tesoros de la
India, a todos los mundos juntos? A pesar de todo, ¡qué lentos somos para extender
la mano, para imponemos la molestia de dar vuelta a un campo que en seguida
produciría espigas de oro! Bastaría un suspiro, una lágrima, una buena
resolución, un deseo piadoso, la sola invocación de Cristo, un gesto de amor,
una súplica. Quién nos diera el imprimir bien profundamente en nuestro corazón
las maravillas de la gracia, el repetir con una convicción profunda y viva
estas palabras de un piadoso doctor: La gracia es la soberana y la reina de la
naturaleza[27].
Capítulo III:
La gracia aventaja a los milagros
No bastaría afirmar que la gracia supera las cosas naturales,
excede también a los milagros obrados por Dios.
Sabemos que la gracia divina se manifiesta preferentemente
en las obras de su misericordia. Cuando más se destaca esta misericordia es al
otorgar Dios su gracia al hombre. Veamos cómo interpreta san Agustín[28] esta
notable promesa del Salvador: Los que creen en él realizarán cosas mayores que
las llevadas a cabo por él mismo en la tierra[29]. Como
ejemplo de ello -dice- podría servir el caso de san Pedro que, con su sombra[30], curaba
los enfermos, cosa que no se lee de Nuestro Señor. Pero esta verdad aparece todavía
con mayor claridad en la obra de la justificación, a la que los fieles deben
cooperar personalmente en lo que a ellos se refiere y a los demás, cada cual a
su manera. Es cierto que no somos nosotros los que producimos la gracia, pero
no lo es menos que, con la ayuda de Dios, podemos prepararnos a recibirla,
haciéndonos dignos de ella, infundiendo aliento a los demás, en una palabra,
que podemos llevar a cabo cosas mayores que los milagros de Cristo.
Tanto para Dios como para la gracia es algo más glorioso que
los milagros. Mediante el milagro, obrado de ordinario sobre la materia, Dios
devuelve la salud o la vida. Por la gracia, su acción termina en el alma, por
así decirlo la vuelve a crear, la eleva sobre su naturaleza, deposita en ella
el germen de la vida sobrenatural, se reproduce en ella, le imprime la imagen
de su propia naturaleza. ¿No es acaso éste el milagro más estupendo de la
omnipotencia divina? La gracia supera la creación del cielo y de la tierra; no
se la puede comparar sino con la eterna generación del propio Hijo de Dios. Es
asimismo sobrenatural, grande, misteriosa, ya que, según la frase de san León, “nos
hacemos participantes de la generación de Cristo”[31].
Cuando los santos obran milagros, Dios se vale de ellos como
de intermediarios; para nada interviene el poder de los mismos. Cuando nos da
la gracia, Dios exige de nosotros una cooperación más estrecha; quiere que, con
su ayuda, nos preparemos a recibida; quiere que la aceptemos, que la conservemos,
que la aumentemos.
¡Dignidad maravillosa la que Dios nos ha conferido! El se ha
unido a nuestra alma como el esposo a su esposa. Nuestra alma, por la virtud
que recibe, puede reproducir en sí misma la imagen divina, convertirse en hija
de Dios. Admirable es también el poder que Dios ha dado a su Iglesia de
comunicar, mediante su enseñanza y sus sacramentos, la gracia a sus hijos. ¿Puedes
desear cosa mejor y colaborar a obra más bella? ¿Quieres llevar a cabo cosas
grandes que causarán admiración, no digo a los hombres sumergidos en su locura,
sino a los mismos ángeles? ¿Quieres convertirte en espectáculo para los ángeles
y para el mundo? Trabaja por adquirir y aumentar la gracia en ti y en tu
prójimo.
¡Si conocieran los hombres lo grande de su actitud, por un
arrepentimiento sincero, romperían con el pecado y comenzarían una nueva vida!
Aquí tenéis una obra más grande que resucitar un muerto, que sacar a un hombre
de la nada. “Si Dios te ha hecho hombre, dice san Agustín, y tú -con la ayuda
de Dios, se entiende- te haces justo, realizas una cosa mejor que la producida
por Dios”[32].
Si, mediante un acto de arrepentimiento, pudieras devolver a
tu hermano la vida, ¿serías tan cruel que no lo quisieras hacer? Por un acto de
contrición, puedes resucitar, no ya tu cuerpo, sino tu alma y librarla de la
muerte eterna. A pesar de ello, vacilas, rehúsas el socorro maravilloso que
Dios te ofrece.
Nos enseña san Juan Crisóstomo que todavía excede en mucho
el resucitar un alma herida a resucitar un cuerpo muerto[33]. Y en
efecto; a menos que uno esté completamente ciego, ¿cómo puede preferir llevar
una vida disipada, placentera, a introducir un alma a la vida eterna y a la
gloria celestial? Si deseamos milagros para la conservación de nuestra vida
terrena, ¿por qué no hemos de colaborar al milagro que devuelve la vida del
alma?
El arrepentimiento, bien que de eficacia maravillosa, no es
el único medio de obtener la gracia; todos los actos buenos, sobrenaturales,
realizados en estado de gracia, aumentan ésta en nuestras almas. Cada grado de
gracia adquirido nos coloca muy por encima de nuestra naturaleza y nos une más
íntimamente con Dios. Si estuviera en nuestra mano obrar milagros materiales o
llevar a cabo con toda facilidad grandiosos trabajos, de seguro que pondríamos sumo
empeño en usar de tal poder. Haríamos cuestión de honor el no dejar
improductivo semejante capital. Imitaríamos a los artistas y poetas que se
esfuerzan en producir de continuo obras cada vez más bellas.
Consideremos la eficacia de toda buena acción para aumentar la
gracia y para merecer la gloria eterna; no dejemos pasar un solo instante sin
amar a Dios, sin rogarle y adorarle; avergoncémonos de emitir un suspiro que no
sea para él. Alegrémonos con los Apóstoles por haber sufrido siquiera algo por
Dios[34]. Si
conociéramos cuánto sirve para aumentar nuestra dignidad un solo acto de
virtud, buscaríamos todas las ocasiones propicias para realizarlo.
Nadie sería tan cruel que rehusara curar a un enfermo o
hacer rico a un pobre, si lo pudiera conseguir mediante una modesta limosna.
¿No somos mucho más crueles nosotros con nuestra alma cuando, a tan poco costo,
le negamos un aumento de la gloria celestial? Impregnemos todas nuestras
acciones del espíritu de fe y de caridad, convencidos de que por cada una de
ellas adquirimos un grado superior de gracia, cosa que excede en hermosura a
todo lo natural y aventaja en grandeza a los mismos milagros.
Ya la adquisición de la gracia es uno de los mayores
milagros. Entonces, ¿cómo es que no quedamos llenos de asombro por tal
fenómeno? En primer lugar, porque es invisible, y además porque, a diferencia
de otros milagros que suceden raras veces y por excepción, la gracia se
adquiere de acuerdo a una ley general. Con todo, las características
mencionadas debían hacérnosla más preciosa.
No es visible, pues afecta al alma y no al cuerpo; no la
podemos ver, como tampoco podemos ver a Dios, a quien ella nos une. Dios
dejaría de ser infinito, si naturalmente alcanzáramos a verlo. Así también la
gracia, si nos fuera visible, dejaría de ser tan maravillosa.
Se nos da ésta según una ley general. La podemos adquirir
mediante determinadas acciones. Tanto mejor se manifiesta por ello el amor y el
poder de Dios. Y esta obra portentosa de la gracia no la realiza Dios, como en
los milagros, parcamente, en casos raros y extraordinarios, en algunos sujetos
determinados, sino que hace que acompañe todos nuestros actos; por decido así,
desaparece en la corriente de nuestra actividad diaria.
¡Señor! ¿Desdeñaremos este don porque tú lo ofreces a todos,
de continuo y con tanta facilidad? Si lo otorgara a un solo hombre y por una
sola vez, ¿cómo podría pensar siquiera en rechazado? ¡Señor! Que tu generosidad
excite en nosotros el recuerdo de tu bondad. ¡Señor! Haz que lo custodiemos con
todas nuestras fuerzas y que hagamos honor a tu benevolencia.
[1] Santo Tomás, Suma teológica, I, II, q. 113, a. 9 ad 2. Acerca de la gracia en general véanse las cuestiones 109 a 114 de la misma parte.
[2] Ad Bonif., c. II, epist. Pel. l. 2, c. 6.
[3] Jeremías, II, 12.
[4] Libro tercero de los Reyes, XIX, 11. Dios sacudía la montaña ante Elías, para mostrarle que no se halla en la agitación.
[5] Lamentaciones, II, 1-2.
[6] Jeremías, XII, 11.
[7] Éxodo, XVI, 3,
[8] Salmo, CV, 24.
[9] San Bernardo, In ascensione Domini, s. 3, n. 7.
[10] In Ephes., Homil. I, n. 3.
[11] Efesios, 1, 6.
[12] Epístola de Santiago, I, 17.
[13] Efesios, I, 4-6.
[14] Efesios, I, 17-18.
[15] In Ioannem, tr. 72, 3.
[16] S. Th., I, II, q. 113, a. 9.
[17] Por ejemplo, SUÁREZ, De divina substantia, l. II, c. 9.
[18] San Celestino I. De gratia Dei indiculus. Segundo concilio de Orange. Concilio de Trento.
[19] Serm. 62, n. 2; 65, n. 3; 156, n. 6. In ps. 70, enarr. 2, n. 3; De Genesi ad lit., l. X, c. 6, n. 10.
[20] San Agustín, De civit. Dei, l. XII, c. 9. Santo Tomás, I, q. 62, a. 2.
[21] LESSIUS, De div. Perf., l. 1, c. 1.
[22] Serm. 15. De verbis Apostoli.
[23] Proverbios, VIII, 2.
[24] Salmo, CXLIV, 9.
[25] Salmo VIII, 7-9.
[26] Salmo VIII, 5.
[27] Gerson, Serm. de circumc.
[28] In loannem, tr. 72, 3.
[29] Juan, XIV, 12.
[30] Hechos, V, 15-16.
[31] Serm. 21, c. 3.
[32] Serm. 169 (15 De verbis Apostoli), c. II, n. 13.
[33] Tom. IV, hom. 4, Antiq. ad.
[34] Hechos, V, 41.
Fernando: Soy Marcos Solano García. Le envié dos "comentarios" al blog "Sociedad San Luis Rey de Francia" y no los piblicaron, así que le escribo aquí.
ResponderEliminarLa carta que me pregunta es toda la última entrada de aquel blog, yo la tengo íntegra y .sin los agregados y con las frases que cortaron. La publicó en su boletín de hace casi 20 años el obispo a que se hace referencia. Yo le perdí el rastro y lo estoy buscando.
Marcos
Gracias Marco por escribir.Si ahora se a que obispo hace referencia.¿En verdad lo esta buscando? espero no ser imprudente con mi pregunta
ResponderEliminarFernando:Gracias. ¿por qué me pregunta si lo estoy buscando? Hay alguna novedad de él o falleció? Yo lo conocí y tengo el recuerdo de una fuerte personalidad y de doctrina clara. Ahora me dijeron que estaba preparando un ejército de monjes soldados, como los Caballerosantiguos en algún lugar; lo busco por todos lados y cuando ví su carta pensé que sabría alguien dónde estaba...De nuevo gracias y cualquier comentario que quiera hacerme del obispo o de su ubicación no dude y dígame, por favor.
ResponderEliminarMarcos