FIESTA DE PENTECOSTÉS
Los Apóstoles hallábanse reunidos con las piadosas mujeres y la Virgen Santísima en el Cenáculo. Es el día quincuagésimo después de Pascua, y hacia las nueve de la mañana. Todos oran. De repente un ruido como de viento huracanado llena toda la casa, y unas lenguas de fuego se posan sobre la cabeza de los discípulos del Señor, quedando todos repletos del Espíritu Santo.
Efecto de aquel prodigio fue que los que hasta ese momento se habían escondido de los judíos, sienten sus mentes saturadas de luces divinas, y sus corazones repletos de un arrojo y coraje más que humanos.
Hablan diversas lenguas, publicando las maravillas de Dios ante la admiración de gentes de numerosas regiones.
La promesa de Jesús quedaba cumplida con este milagro.
El Espíritu Santo, al descender sobre aquella pequeña congregación de fieles, le infunde impulso y vigor conforme había predicho Cristo.
Bendigamos a ese Espíritu divino, y felicitemos a nuestra Santa Madre Iglesia en el día de su alumbramiento.
Todo el mundo se regocija con indecibles gozos; y las mismas Virtudes del Cielo y las Potestades angélicas cantan himnos de gloria.
No permanezcamos en silencio cuando todos cantan llenos de indescriptible júbilo tributemos honor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
El día de Pentecostés no sólo conmemoramos un acontecimiento histórico, sino que celebramos también algo que sucede en nuestra presencia y en este mismo día.
La venida del Espíritu Santo no es un episodio que pasó, sino más bien un hecho que se repite continuamente en la Iglesia, y de una manera particular en la presente festividad, en la que, a consecuencia de las promesas que oímos de labios de Jesús en las semanas que acaban de transcurrir, y de las oraciones de la Iglesia, el Espíritu Santo se derrama copiosamente sobre todos aquellos que se han preparado a su venida.
No dejemos pasar sin provecho fiesta tan prometedora. Sería verdadera lástima que después de haber estado largos días preparándonos a recibir el Espíritu Santo, llegado el gran día esperado, quedase tanta preparación sin recompensa. Recojámonos, no desperdiciemos ocasión tan propicia.
Hincados también de rodillas, invoquemos al «Paráclito, Don del Altísimo, Fuente viva, Fuego, Caridad y espiritual Unción».
El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia y de cada cristiano. Cristo reina desde su trono celestial; pero gobierna su Iglesia por medio de su Espíritu. Los Sacramentos son los canales por los cuales se nos comunica este divino fuego. Lo que Jesús hizo con los suyos mientras anduvo en carne mortal, lo hace hoy el Espíritu divino en las almas.
¡Qué misterios tan insondables! Cual savia misteriosa se comunica continuamente a nuestra alma el Espíritu Santo, vivificándola y dándole propiedades celestiales, sobrenaturales. Se derramó con las aguas bautismales, haciéndonos templo de la Santísima Trinidad. Vino sobre nosotros con la imposición de las manos del Obispo constituyéndonos en soldados de Cristo. Irrumpió en nuestro interior cuando por la absolución sacerdotal recuperamos la gracia perdida. Él, en fin, penetra en el alma cada vez que recibimos un Sacramento.
Aun más. Así como el alma es principio de todo pensamiento, como lo es de toda la vida del hombre, así también de la fuerza vital del Espíritu procede todo buen pensamiento, las inspiraciones divinas, las mociones espirituales, en una palabra, todo cuanto nos incita a seguir el camino de la perfección.
A Él debemos todo progreso y adelanto, a Él todo mérito. El mismo Jesús nos lo dijo: «Él os enseñará».
Convenzámonos de la necesidad que tenemos de ese Divino Espíritu. Ansiemos su presencia. Anhelemos su venida. Vaciemos nuestro corazón de todo lo que le embarga, para que quede lleno del Espíritu Santo.
Él desea comunicársenos. Sólo exige que se lo pidamos. Arranquemos, pues, con nuestros insistentes ruegos al Salvador ese Consolador que nos prometió: «Ven, Espíritu Santo…»
Oh Dios, que enseñaste en este día a los corazones de los fieles con la ilustración del Espíritu Santo: haz que guiados por este mismo Espíritu, saboreemos la dulzura del bien y gocemos siempre de sus divinos consuelos.
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Ella quiere que profundicemos más y más en el secreto de la operación del Divino Espíritu, para obligarnos a pedir su venida con voces más apremiantes. Con esta intención, presenta a nuestra consideración diversos cuadros de la historia de la Iglesia primitiva.
Así vemos el lunes como el Espíritu Santo desciende sobre los gentiles. Pedro, hospedado en Joppe en casa de un tal Simón, es arrebatado en éxtasis y ve descender del cielo como un mantel enorme, cuyas cuatro puntas colgaban del firmamento y contenía en sí toda clase de animales inmundos, es decir, de aquellos cuya comida estaba vedada a los judíos.
«Mata y come», le dice una voz del cielo. «No haré tal, Señor, pues nunca probé cosa inmunda», contesta Pedro. Y la voz misteriosa: «No llames profano, oh Pedro, lo que Dios purificó».
Por tres veces se repite el diálogo, subiéndose luego el mantel al cielo. Pedro queda perplejo; pero pronto viene a sacarle de sus dudas la visita de tres soldados romanos, enviados al Apóstol por el Centurión Cornelio; aquellos paganos eran los figurados por los animales inmundos de la visión. Hasta aquel día ningún gentil había entrado en la Iglesia.
Por manos del Príncipe de los Apóstoles debían abrirse sus puertas también a la gentilidad, purificada ésta por la Sangre del Redentor, no podía llamarse ya profana.
El Apóstol se encamina entonces en compañía de los soldados a Cesárea, y entra en casa de Cornelio. Allí dirige la palabra a las personas congregadas. Aún no había terminado de hablar, cuando el Espíritu Santo se derrama sobre aquellos gentiles, dándoles el don de lenguas.
Profundamente consternado ante tamaño prodigio, exclamó Pedro: «¿Quién puede negar las aguas del bautismo a los que como nosotros han recibido ya el Espíritu Santo?» Y así entraron los primeros gentiles en la Iglesia.
Episodio muy instructivo. El día de Pentecostés, bajo la acción directa del Espíritu Santo, la Iglesia sale del Cenáculo y comienza su peregrinación por este mundo. Al descubrírsenos el ingreso de la gentilidad en esa Arca de Salvación: aparece de nuevo la acción extraordinaria del Espíritu Santo.
El Pentecostés del Cenáculo y el Pentecostés de Cesárea vienen a ser dos símbolos. En ambos aparece el Espíritu Santo, guiándonos al camino de la salud.
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En la Epístola del martes presenciamos la Confirmación de los fieles de Samaría: «Imponiéndoles las manos, recibieron el Espíritu Santo». Recordemos que también nosotros fuimos admitidos un día al mismo Sacramento. Renovemos la gracia de la Confirmación.Por el Bautismo nace el hombre a la vida espiritual; pero queda como niño; es necesario que ese niño se robustezca, que alcance virilidad. Estos efectos los produce el Sacramento de la Confirmación.
El Bautismo nos consagra como hijos de Dios; la Confirmación, en soldados de Cristo, en caballeros del Rey de cielos y tierra. Ni falta el simbólico espaldarazo, que expresa el valor y coraje de que nos inviste interiormente el Espíritu Santo. El cristiano confirmado queda ya armado para luchar contra el diablo y sus trampas, contra el mundo y sus asechanzas y contra las pasiones y su furor.
Nada puede hacerle caer si no abandona su armadura. Se siente fuerte en «Aquél que le conforta»; y sin alardear de arrojo, sabe dar testimonio de Cristo y de su doctrina con sus palabras, con su conducta y hasta con su sangre.
De esta fortaleza hemos sido revestidos por la Confirmación. Y, sin embargo, ¡cuántas caídas, cuánta flaqueza y miseria, cuánta cobardía! ¿Qué sucede? Es que no entendemos el uso de las armas espirituales; es que no hacemos caso de los medios que el Espíritu Santo nos pone en las manos; es que no dejamos obrar en nosotros a ese Divino Espíritu y le tenemos más bien como maniatado.
Ahora bien; finalidad de la festividad de Pentecostés es romper esas ataduras, a fin de que el Espíritu pueda obrar con completa libertad en nuestra alma y tome plena posesión de todo nuestro ser; es abrir las venas del alma al Espíritu de Vida, a fin de salir del raquitismo espiritual que nos tiene postrados.
Despertemos a la luz de estas verdades. Comprendamos cuál debe ser nuestra tarea en estos días santos, y emprendámosla con pecho varonil. No dejemos ni un momento de implorar ese Espíritu de Vida; suspiremos continuamente por que se derrame sobre nosotros con la plenitud de sus dones.
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Por la Confirmación desciende sobre el cristiano el septiforme Espíritu, es decir, la plenitud de los dones sagrados.Esos dones, según doctrina de los Santos Doctores, facilitan la acción de las virtudes, es decir, prestan habilidad a las facultades ya capacitadas para obrar por las virtudes sobrenaturales.
Recapacitemos sobre cada uno de dichos dones.
El Temor de Dios, fundamento de los demás dones, nos llena de respeto y reverencia hacia la Majestad augusta, haciéndonos ver la abominable malicia del pecado. No abandonemos nunca este santo temor.
El don de Fortaleza robustece nuestra voluntad en el servicio divino. Ven, Espíritu Creador, fortalece con tu virtud nuestra flaqueza.
El don de Piedad inclina suavemente nuestro ánimo al amor de Dios y le hace agradable el camino de la perfección. Espíritu divino, infunde tu amor en nuestros corazones.
El don de Ciencia ilumina nuestra razón, dándonos a entender el verdadero valor de las cosas. Enciende con tu luz nuestros sentidos.
El don de Consejo nos adiestra en los momentos de duda e incertidumbre. Sé, Tú, nuestro guía, y evitaremos todo lo nocivo.
El don de Entendimiento nos deja ver envueltas de luz las verdades de la fe. Oh Luz beatísima, llena las intimidades del corazón de tus fieles.
El don de Sabiduría perfecciona el entendimiento y la voluntad, elevando nuestros corazones hacia las cosas celestiales, purificando nuestros afectos y dándonos a conocer los secretos divinos. Conozcamos al Padre y al Hijo por Ti, oh Espíritu que de entrambos procedes.
Apreciemos esa virtud divina que con los siete Dones nos infunde el Consolador. Convencidos de la necesidad que de ellos tenemos, hinquemos las rodillas suplicando humildemente al Cielo los derrame de nuevo sobre nosotros. Concede, oh Luz beatísima, a los fieles que en Ti confían, el sagrado septenario, los siete dones.
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El Sábado de Témporas de Pentecostés es la despedida del tiempo Pascual, pero Pentecostés debe perdurar a través de nuestra vida.
Al final de la Misa de ese Sábado hay una nota que dice textualmente: Después de la Misa expira el tiempo pascual.
El fiel que aprecia la Liturgia siente cada año al leerla una dulce melancolía; no puede menos de despedirse con triste semblante de los felices días pasados desde la Pascua Florida.
Los antiguos cristianos celebraban una función de despedida muy sentida. Al anochecer se reunían en la iglesia, presentaban ante el altar las primicias de la cosecha, y pasaban la noche ocupados en santas lecciones, cánticos y oraciones. El final de aquella asamblea lo constituía la celebración de la Misa de Vigilia.
Hoy día los cristianos, en su inmensa mayoría, no se dan siquiera cuenta del cambio que sufre la Liturgia en esta fecha.
No debe ser así para nosotros. Y puesto que no nos es dado asistir a aquella impresionante vigilia de la antigüedad, hemos de acercarnos en espíritu a ella cuanto nos sea posible. La Liturgia nos ayudará a hacerlo.
Ella nos habla de la lluvia de gracias que el Espíritu Santo ha derramado sobre las almas y de la abundancia de bienes con que el Cielo nos ha bendecido, al propio tiempo que nos anima a la gratitud.
Impulsados por Ella, nos presentamos ante el altar llevando nuestras primicias, los frutos que hemos recogido en el pasado trimestre, los cuales depositaremos ante el ara del sacrificio, diciendo: «Yo glorifico en este día al Señor Dios nuestro, el cual nos oyó y volvió los ojos para mirar nuestro abatimiento y nuestros trabajos y angustias; y nos sacó de la cautividad del diablo con mano fuerte y brazo poderoso, y nos introdujo en la patria de los elegidos, país que mana leche y miel. Y por eso ofrezco ahora las primicias de los frutos que el mismo Señor nos ha dado, y con ellos me ofrezco yo mismo en oblación».
Jesús se aparecerá luego «e impondrá las manos sobre cada uno de nosotros», infundiéndonos en este último día el Espíritu Santo que nos ha de acompañar con su hálito y consejo por los caminos pedregosos de la vida. «Y al hacerse de día, partirá Jesús de nosotros»; es decir, acabada la vigilia, terminará también el tiempo pascual.
Nuestro adiós será imitando a las gentes galileas: «haremos lo posible por detenerle, no queriendo que se aparte de nosotros».
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Ésa caridad de Dios es el espíritu de filiación divina. El Espíritu Santo es su autor. Él vive dentro del alma en gracia como en su templo o santuario.
No perdamos nunca la conciencia de nuestra dignidad; de que llevamos a Dios encerrado en nuestro pecho; de que, doquiera nos movamos, paseamos al Dios vivo por este suelo. No profanemos tan sagrada morada. Concedamos al Divino Espíritu la atención que se merece. Que no se apague nunca ante su presencia la lamparilla de nuestro amor. Que no falten nunca adoradores en ese templo.
La estancia del Espíritu Santo en nuestras almas es un germen que pide desarrollo y que necesita para ello de nuestra colaboración.
Se da en este orden un más y un menos, más y menos que admiten una diferencia gradual indefinida. Por eso pide la Iglesia atención a ese misterio, interesada en que demos desarrollo durante el año a la gracia renovada en nuestras almas en los días de Pentecostés.
El Espíritu divino lucha con el espíritu propio, recibe oposición de la propia voluntad.
Agradecidos a nuestro Bienhechor, resolvámonos a morir a nosotros mismos, para que viva en nosotros el Espíritu de Cristo.
Despojémonos del espíritu propio, no nos busquemos a nosotros mismos; y entonces dominará en nosotros el Espíritu de Cristo, que nos empujará a buscar la honra del Padre, el bien de las almas, aun a trueque de incomodidades y sacrificios personales.
Olvidémonos de nosotros mismos, pues vive en nosotros Cristo. Ésta es la gran realidad de Pentecostés. El Espíritu es el que da vida; pero la carne de nada aprovecha.
¡Y qué de bendiciones trae al alma esa completa y perfecta entrega al Espíritu Santo! ¡Qué consuelo, considerarse conducida por Guía tan seguro!
¡Qué frutos tan copiosos los que se cosechan de ese árbol de vida! El Catecismo los enumera: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.
No nos apartemos de su sombra. Demos realidad a la gracia de Pentecostés.
Caminemos por este mundo protegidos e impulsados por el Espíritu Santo.
Te rogamos, Señor, que el Espíritu Santo nos inflame con aquel fuego que Nuestro Señor Jesucristo trajo a la tierna, y en el que tanto ansió verla inflamada.
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