ESTUDIO TEOLÓGICO
Han pasado veinticuatro años (1988-2012) desde las consagraciones episcopales de Mons. Lefebvre. En estos veinticuatro años “el estado de necesidad” de la Iglesia y de las almas, al cual apeló para fundamentar su gesto, se ha agravado. Consideramos extremadamente útil publicar un estudio teológico sobre esta cuestión, estudio necesariamente condensado pero –creemos– exhaustivo, con el fin de que las almas no se priven, por falta de información adecuada, del socorro que la Providencia ha querido ofrecernos con la obra de Mons. Lefebvre en estos tiempos de crisis extraordinaria en la Iglesia.
Preámbulo
Estas notas no interesan a aquellos que niegan la existencia de una crisis eclesiástica de excepcional gravedad, ya sea porque no tienen ojos para verla o porque tienen interés en negarlo; estas notas son para aquellos que, aun admitiendo la existencia de una crisis extraordinaria, no saben cómo justificar, basándose en la doctrina cristiana, el gesto extraordinario llevado a cabo por Mons. Lefebvre el 30.6.88, cuando, aun a pesar del “no” del Papa, transmitió el poder de orden episcopal a cuatro miembros de la Hermandad de San Pío X, que él había fundado.
Como sabemos, Mons. Lefebvre justificó su acto apelando al estado de necesidad. La fuerza de esta “causa excusante” no fue subestimada por las autoridades vaticanas, quienes no la contestaron en el plano doctrinal, sino que respondieron con un argumento de hecho: a saber, que no existía ese estado de necesidad (1), a sabiendas de que, si hubiese existido, el acto de Mons. Lefebvre habría estado plenamente justificado inclusive con el “no” del Papa, por la doctrina católica sobre los estados de necesidad.
La fuerza de la justificación adoptada por Mons. Lefebvre escapa, sin embargo, a la mayoría, por el simple hecho de que la doctrina católica sobre el estado de necesidad, concerniente a los casos extraordinarios, a los cuales se aplican principios extraordinarios, es generalmente poco conocida. Nos proponemos pues explicarla –brevemente– con el fin de que en un tema tan grave procedamos con una conciencia bien informada y consecuentemente tranquila. Los principios que recordaremos aquí se encuentran en muchos tratados: De caritate erga proximum, De poenitentia (iurisdictio in specialibus adiunctis [jurisdicción en circunstancias extraordinarias]), De Legibus (particularmente, De cessatione legis ab intrinseco y De epiqueya sine recursu ad principem [epiqueya –en el sentido propio– sin recurrir al Superior]), así como en los diversos diccionarios de teología y de derecho canónico en las voces: caridad, equidad, epiqueya, causas excusantes de la obligación legal, imposibilidad, necesidad, obediencia, resistencia al poder injusto, cesación de la obligación de la ley, etc.
Antes de recordar los principios fundamentales sobre el estado de necesidad y de aplicarlos al caso en cuestión, es importante subrayar que existe un contrasentido al admitir una crisis extraordinaria en la Iglesia, y al mismo tiempo pretender medir esto que ha sido hecho en tales circunstancias extraordinarias con el metro de las normas válidas en las circunstancias ordinarias. Esto es contrario a la lógica y a la doctrina misma de la Iglesia. La ley, de hecho, “debe fundamentarse en las condiciones más normales de la vida social, y en consecuencia hace abstracción necesariamente de aquellas que raramente se presentan” (2). Y Santo Tomás: “Las leyes universales... han sido establecida para el bien de la mayoría. Luego, al instituirlas, el legislador tiene en cuenta aquello que sucede ordinariamente y en la mayor parte de los casos” (Summa Theol. II-II q. 147 a. 4). Entonces, dice también Santo Tomás, en los casos “que raramente ocurren” y en los que “ocurre... tener que actuar fuera de las leyes ordinarias”, “es necesario juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol. II-II q.51 a. 4). Estos “principios más elevados” son los “principios generales del derecho divino y también humano” (Suárez, De Legibus, VI, VI, 5), que suplen el silencio de la ley positiva.
La Iglesia autoriza a aplicar estos principios siempre que, para los casos no previstos por la ley, ella misma nos remita a los principios generales del derecho y al juicio común y constante de los Doctores. Dicho juicio, justamente porque es común y constante, debe ser considerado como canonizado por la Iglesia (3).
Siendo así, proponemos, para comodidad de los lectores, un esquema de los argumentos que vamos a tratar.
Esquema
1. Deberes y poderes de un obispo en estado de necesidad.
1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados.
1.2. Estado actual de grave necesidad espiritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas.
1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo.
2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro sub gravi que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado.
1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos.
1.4. Deber de suplencia de los obispos.
3º principio: En caso de grave necesidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción), y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico (Ecclesia supplet iurisdictionem).
1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción supletoria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica.
1.6. Refutación de algunas objeciones erróneas.
2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa.
2.1. El “no” del Papa.
4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.
5º principio: Es propio de la necesidad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de hecho obliga, su orden no es vinculante (inefficax).
6º principio: Es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer.
7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no pone en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo.
2.2. Unas palabras sobre la epiqueya sine recursu ad Principem (o epiqueya “necesaria”).
2.3. Refutación de otras objeciones erróneas.
3. Conclusión.
1. Deberes y poderes de un obispo
en estado de necesidad.
1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados.
El estado de necesidad consiste en “una amenaza a los bienes espirituales, a la vida, a la libertad o a otros bienes terrenales” (4).
Si la amenaza concierne a los bienes terrenales tenemos la necesidad material; si concierne a los bienes espirituales tenemos la necesidad espiritual, necesidad “mucho más apremiante que la necesidad material”, pues los bienes espirituales son mucho más importantes que los bienes materiales (5).
De hecho puede haber diversos grados de necesidad espiritual, pero comúnmente los teólogos distinguen cinco:
1) Necesidad espiritual ordinaria (o común): es en la que cae cualquier pecador en circunstancias ordinarias.
2) Necesidad espiritual grave: es en la que cae un alma amenazada en sus bienes espirituales de gran importancia, como la fe y las buenas costumbres.
3) Necesidad espiritual casi extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, podría muy difícilmente salvarse.
4) Necesidad espiritual extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, no podría salvarse o bien podría tan difícilmente que su salvación podría considerarse como moralmente imposible.
5) Necesidad espiritual grave general o pública: es en la que se encuentran muchas almas amenazadas en sus bienes espirituales de gran importancia como la fe y las buenas costumbres. Los canonistas y los teólogos dan corrientemente como ejemplo de grave necesidad espiritual general o pública, las epidemias y la difusión pública de una herejía (6).
1.2. Estado actual de grave necesidad espiritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas.
Hoy existe un estado de grave necesidad espiritual general (o pública), porque la fe y las buenas costumbres de mucho católicos se ven amenazadas por la difusión pública e indiscutible del neomodernismo o de la supuesta “nueva teología”, ya condenada por Pío XII como un enjambre de errores que “amenazan la subsistencia de los fundamentos de la fe católica” (7), reviviscencia de ese modernismo ya condenado por San Pío X como “síntesis de todas las herejías” (8).
Esta difusión pública de errores y herejías fue dramáticamente denunciada por el mismo Pablo VI, que vino a hablar de “autodemolición” de la Iglesia (9) y de “humo de Satán en el templo de Dios” (10). Esto fue también admitido por Juan Pablo II al principio de su pontificado, con ocasión de un congreso para las misiones al pueblo: “Hay que admitir con realismo y con sensibilidad profunda y desgarradora que los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados; se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral, creando dudas, confusiones, rebeliones; la liturgia ha sido alterada; inmersos en el ‘relativismo’ intelectual y moral, y por tanto en el ‘positivismo’, los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (11).
Estado, así pues, de grave necesidad pública o general: grave, porque son la fe y la moral las que están amenazadas; pública o general, porque estos bienes espirituales, indispensables para la salvación, están amenazados en una “gran parte” del pueblo cristiano. Hoy, después de veinte años de pontificado, no sólo no ha cambiado, si no que podemos decir que se ha agravado notablemente. “Creíamos –reconoció Pablo VI– que después del Concilio vendría un día de Sol para la historia de la Iglesia. Ha sido, al contrario, un día nuboso, de tempestad, de dudas”. En esta tempestad, en medio de estas “dudas”, las almas deben sin embargo dirigirse hacia el puerto de la salvación eterna en el breve tiempo que les ha sido concedido. ¿Quién puede negar que, generalmente, hoy, muchas almas se encuentran en un estado de “grave necesidad espiritual”?
1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo.
Es una doctrina común de los teólogos y de los canonistas que la grave necesidad de muchos (o general, o pública) equivale a la necesidad extrema de un individuo: “Gravis necessitas communis extremae equiparatur” (Palazzini, Diction. mor. et can. I, p. 571).
Es éste un principio fundamental, porque esto viene a decir que en la grave necesidad de muchos está permitido aquello que se permite en caso de necesidad extrema de un individuo. Y esto –explican los teólogos– por varias razones:
1) porque entre numerosas personas en estado de grave necesidad no faltarán almas en estado de necesidad extrema: en una epidemia, por ejemplo, habrá almas incapaces de un acto de contrición perfecto y que de este modo, para salvarse, tengan necesidad de la absolución sacramental; así mismo, si una herejía se expande, habrá almas incapaces de defenderse de los sofismas de los herejes y en peligro de perder la fe (12);
2) porque la grave necesidad espiritual de muchos es también una amenaza para el bien común de la sociedad cristiana: no sólo cuando hay necesidad espiritual de muchos –escribe Suárez– se vuelve extrema para las personas a título individual, sino que además “en tal género de necesidad la misma religión cristiana y su honor están casi siempre en grave peligro” (13).
Debe señalarse que el bien común debe ser considerado en peligro no sólo cuando muchos sufren un daño (en nuestro caso: pierden la fe), sino también cuando pueden sufrirlo (en nuestro caso: se puede perder la fe) por el mero hecho de que subsista una causa objetiva que haga posible ese peligro (14). Para juzgar hoy el bien común en peligro, es suficiente la difusión de errores y de herejías ya condenadas por la Iglesia, que exponen a las generaciones actuales a la pérdida de la fe y privan a las nuevas generaciones de la transmisión íntegra de la doctrina, despojando a todo el mundo –viejos y jóvenes– de los bienes que les debe la jerarquía en los términos del derecho eclesiástico (can. 682 del código “pío-benedictino”, y can. 213 del Nuevo Código): doctrina y sacramentos, cuyos ritos hoy son dejados a merced de la “creatividad” y además se confían a ese “arbitrio de las personas privadas, aunque sean miembros del clero”, ya condenado por Pío XII en Mediator Dei. Esto es suficiente para decir que hoy no solamente muchas almas se encuentran en estado de grave necesidad, sino que también está comprometido el “objetivo que la Iglesia persigue: el bien de la comunidad religiosa y la salvación eterna [de las almas]” (15), y por tanto está en juego –es el comentario de Pío XII al canon 682 mencionado anteriormente– “el sentido y el objetivo mismo de toda la vida de la Iglesia” (16), así como el bien común.
2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro “sub gravi” que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado.
¿A quién corresponde socorrer a las almas en estado de necesidad? En justicia (ex officio) esto corresponde a los Pastores legítimos, pero si, por cualquier motivo, el socorro viene a faltar, a título de caridad (ex caritate) este deber recae en toda persona que tenga la posibilidad de prestar socorro. San Alfonso y Suárez observan que el poder de orden añade al deber de caridad un deber de estado: el deber del estado sacerdotal, instituido por Jesús Nuestro Señor para satisfacer las necesidades espirituales de las almas (17).
Debe señalarse que el deber de caridad impuesto por la necesidad de las almas es un deber sub gravi, es decir, bajo pena de pecado mortal; en efecto, el mandato más grande es el de la caridad, que obliga a socorrer al prójimo en la necesidad, sobre todo espiritual, y obliga bajo pena de pecado mortal en caso de necesidad extrema o casi extrema del individuo y en la necesidad grave de muchos, que se asemeja a la primera (18). Por ello Genicot escribe que “puede ser grave (hasta el punto de pecar mortalmente si se omite) la obligación de socorrer a la gente que, si no, por los esfuerzos de los herejes y de los incrédulos, perderían la fe, sobre todo porque a veces es moralmente imposible para los más simples reconocer los sofismas, y muchos caerían probablemente en una extrema necesidad” (19).
Este deber de caridad, en algunos casos, puede llegar a obligar hasta el punto de arriesgar su propia vida, su reputación y sus bienes. San Alfonso dice que así obliga la grave necesidad espiritual pública o general, y que así “se atiende, aún arriesgando su vida, a administrar los Sacramentos al pueblo que, de otra manera, estaría en peligro de perder la fe” (20). Suárez da el mismo aviso: “si conozco la propagación de una herejía en el pueblo por los heréticos, tendré que oponerme a ellos, incluso poniéndome en peligro” (21). Asimismo Billuart escribe: “si un herético pervierte con una falsa doctrina a una comunidad entera, el particular (es decir, el fiel o el sacerdote que no está oficialmente investido del cuidado de las almas), si se entera y puede, debe impedirlo aún a riesgo de su vida. De hecho se debe de ayudar, aún arriesgando la propia vida, al bien común temporal y con mayor razón al bien espiritual. Más aún cuando en este caso muchos individuos se encontrarían en una necesidad extrema” (22).
1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos.
La necesidad actual, grave y general, de las almas, carece de esperanza por parte de los pastores legítimos, ya que estos son generalmente arrastrados o paralizados por el curso eclesial neomodernista.
Es innegable, en efecto, que “las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre”, las “verdaderas herejías (...) propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”, por las que “los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados” (Juan Pablo II cit.), o bien son directamente propagadas por los miembros de la jerarquía (obispos y autoridades romanas), o bien estas “ideas” y “herejías” les convierten en cómplices o mudos.
“La Iglesia –admitió (¡hace ya más de treinta años!) Pablo VI– se encuentra en una hora de inquietud, de autocrítica, diríamos de autodemolición... Es como si la Iglesia quisiera golpearse a sí misma”; lo que, en forma teológicamente exacta, viene a decir que hoy la Iglesia y las almas son agredidas por los propios ministros de la Iglesia, como en la época del arrianismo, cuando “los sacerdotes de Cristo luchaban contra Cristo” (23).
Es un hecho que, en Iota Unum, Romano Amerio ha podido documentar las desviaciones doctrinales postconciliares únicamente con “textos conciliares, actas de la Santa Sede, alocuciones papales, declaraciones de cardenales y obispos, pronunciamientos de Conferencias Episcopales, y artículos del Osservatore Romano”, en definitiva con “manifestaciones oficiales u oficiosas del pensamiento de la Iglesia jerárquica” (24), llegando a la conclusión de que “la corrupción doctrinal ha dejado de ser un fenómeno de pequeños círculos esotéricos” y “se ha convertido en una acción pública en el cuerpo eclesial en homilías y libros, en la escuela y en la catequesis” (25). Siguiendo con Iota Unum, Romano Amerio enseña lo que el llama la “desistencia” de la Autoridad, es decir, la renuncia por parte de la Autoridad Suprema a ejercer el poder recibido de Nuestro Señor Jesucristo para condenar el error y apartar a los que mienten (26). “Muchos esperan del Papa –declara Pablo VI– gestos reticentes, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa no cree tener que seguir otra línea que no sea la de la confianza en Jesucristo, que defiende Su Iglesia contra cualquier cosa. Es Él el que amainará la tempestad” (loc. cit.). Esto es efectivamente de fe, pero que no exonera a Pedro del deber de ocupar el lugar de Cristo en el gobierno de la Iglesia , recuperar el cetro y enderezarla.
Para ilustrar el pontificado de Juan Pablo II, la declaración siguiente del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Card. Ratzinger, ante la conferencia episcopal chilena, nos bastará: “El mito de la dureza del Vaticano frente a la desviaciones progresistas se revela como una vana elucubración. Hasta el momento solamente se han pronunciado admoniciones, y en ningún caso penas canónicas en sentido propio” (27).
La “desistencia” de la Autoridad Suprema ante el error y sus propagadores conlleva la misma renuncia de cualquier autoridad dentro de la Iglesia. Es el Card. Ratzinger mismo quien reconoce en este mismo discurso al episcopado chileno: “El mismo obispo que, antes del Concilio, había expulsado a un profesor irreprochable por causa de su forma de hablar un poco rústica, no ha sido capaz, después del Concilio, de echar a un profesor que negó abiertamente algunas verdades fundamentales de la Fe”.
Ahora bien, en cualquier parte donde las almas no puedan esperar el socorro de los pastores legítimos, se impone a cualquiera que tenga la posibilidad, el deber sub gravi de prestar socorro a los católicos “en gran parte” tentados por el ateísmo, por el agnosticismo... “por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (Juan Pablo II, loc. cit.), y este deber recae ante todo sobre los obispos y acto seguido sobre los sacerdotes, porque no socorrer a las almas en estado de necesidad espiritual no es sólo contrario al precepto de la caridad, sino que también es una cosa “directe pugnans cum statu episcopali et sacerdotali [en desacuerdo directo con el estado episcopal y sacerdotal]” (Suárez).
1.4. Deber de suplencia de los obispos.
Este deber de socorro se impone ante todo a los obispos, de una forma muy especial. El Papado y el episcopado –escribe el cardenal Journet– “son dos formas, la una independiente..., la otra subordinada, a un mismo poder que viene de Cristo y que está dedicado a la salvación eterna de las almas” (28).
Concretamente, el Papa y los obispos están en la Iglesia, por derecho divino positivo, como el marido y la mujer están en la familia por derecho divino natural; el obispo esta subordinado al Papa, lo mismo que la mujer debe estarlo al marido, pero los dos (obispo y Papa) están ordenados para el mismo fin: el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. Y lo mismo que el deber de suplencia se impone ante todo a la mujer, en la medida de sus posibilidades, en caso de que el marido –con culpa o sin ella– venga a faltar a su deber, así un deber de suplencia se impone ante todo a los obispos, en la medida de sus posibilidades, en el caso de que el Papa –con culpa o sin ella– no atienda a la necesidad de las almas.
3º principio: En caso de grave necesidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción) y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico [Ecclesia supplet iurisdictionem].
Llegado el caso debemos prestar socorro, dentro de los límites de nuestras posibilidades; es decir, para un sacerdote y un obispo, viene a decir en los límites de su poder de orden. Esto es, en caso de necesidad extrema de un individuo o de grave necesidad de un gran número de personas, cualquier sacerdote está obligado sub gravi a dar la absolución sacramental, aunque esté privado de jurisdicción. San Alfonso escribe que “el excomulgado vitando, si puede administrar válidamente los sacramentos, está obligado a administrarlos in articulo mortis [necesidad extrema de uno, equivalente a la necesidad grave de muchos] por precepto divino y natural, al cual no podrá oponerse el precepto humano de la Iglesia” (29).
Abreviando: si la necesidad extrema de un individuo o la necesidad grave de muchos lo pide, podemos hacer lícitamente, más bien debemos hacer bajo pena de pecado mortal, todo lo que puede hacerse válidamente en virtud del poder de orden. La jurisdicción necesaria se adquiere, cada vez, como respuesta a la petición de las almas: véase el canon 2261.2 y 3 del código pío-benedictino, donde dice que los fieles pueden “ex qualibet iusta causa” pedir los sacramentos al sacerdote excomulgado (a quien la Iglesia ha privado de jurisdicción) y “el excomulgado así requerido puede administrarlos” [“et tunc excommunicatus requisitus potest eadem ministrare”]. “Su petición [de los fieles] otorga al sacerdote excomulgado el poder de administrar los sacramentos”: éste es el comentario del padre Hugueny O.P. (30). Esto significa que, en la necesidad, el ejercicio del poder de orden en toda la amplitud necesaria, es llamado al acto, no por la voluntad del superior jerárquico, sino directamente por el estado de necesidad: “la acción que en otras circunstancias estaría prohibida... es lícita y permitida por el estado de necesidad” (cf. Enciclopedia Cattolica, voz Necesidad, estado de).
En tales circunstancias extraordinarias se dice que la Iglesia “suple” la falta de jurisdicción. El Concilio de Trento (ses. 14, c. 7) nos asegura, en efecto, que va contra el pensamiento de la Iglesia que las almas se pierdan a causa de reservas o de limitaciones jurisdiccionales: “Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva [jurisdiccional] subsista en peligro de muerte [necesidad extrema del individuo, equivalente a la necesidad grave de muchos]” (Denz. 903) (31). Inocencio XI, atajando toda controversia sobre la cuestión, establece definitivamente que, en la necesidad, la Iglesia suple la jurisdicción que le falta a los sacerdotes heréticos, degradados y excomulgados vitandos (32).
El pensamiento y el uso de la Iglesia están basados en el principio de que en la necesidad se impone, por derecho natural y positivo, un grave deber de caridad, y que contra el derecho divino y natural, la Iglesia no tiene ningún poder. Hemos citado ya a San Alfonso: al “precepto divino y natural... no podrá oponerse el precepto humano de la Iglesia”. Suárez escribe: “La justicia o la caridad mandan evitar... el daño del prójimo, y a este mandato [divino] no puede oponerse razonablemente la ley humana” (33). Santo Tomás, por último, recuerda que “las disposiciones del derecho humano no pueden jamás contravenir al derecho natural ni a la ley de Dios” (Summa Theol. II-II q. 66 a 7). Esto es válido ante todo para el derecho humano eclesiástico, que debería facilitar, y no entorpecer, el ejercicio de la caridad. Es por esto que el P. Cappello escribe que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para ocuparse o bien de la necesidad extrema de un individuo o bien “de la necesidad pública o general de los fieles” (34). “ La razón de esto –explica San Alfonso– es que de otra manera muchas almas se perderían, luego entonces se supone que la Iglesia suple la jurisdicción” (35).
En otros términos, así como en la necesidad material las cosas vuelven a su destino inicial, que es la utilidad de todos los hombres en general, así en la necesidad espiritual el poder de orden vuelve a su destino inicial, que es atender la necesidad de todas las almas en general, y cae la limitación (o privación total) de la jurisdicción que se deriva de las leyes eclesiásticas (36) : “Todo sacerdote –explica Santo Tomás–, en virtud de su poder de orden, tiene un poder igual sobre todos [los hombres] y para todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos [los hombres] de todos los pecados depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiástica. Pero como «la necesidad no obedece a la ley» (cf. Consilium de observ. Ieiun., De Reg. Iur., V Decretal., c. 4), en caso de necesidad, él [cualquier sacerdote] no está impedido por la disposición de la Iglesia de poder absolver sacramentalmente, ya que lo tiene dado por el poder de orden “ (Summa Theol., Suppl. q. 8 a. 6).
1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción supletoria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica.
La doctrina sobre la jurisdicción supletoria está tratada ordinariamente a propósito del sacramento de la penitencia, porque la falta de jurisdicción convierte la confesión no sólo en ilícita, sino también en inválida. Esta doctrina, sin embargo, puede ser aplicada por analogía también en otros dominios (37). Así que, lo mismo que un sacerdote, en caso de necesidad extrema de un individuo o de grave necesidad pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos, no sólo puede, si no que debe absolver sacramentalmente “dado que tiene el poder de orden” (Santo Tomás cit.), así, si una necesidad grave y general de las almas –sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos– lo exige, un obispo puede transmitir el episcopado, o más bien tiene el deber de hacerlo, “dado que tiene el poder de orden”.
El P. Cappello, S.I., dice que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para atender la “necesidad pública o general de los fieles” en todos los casos “en los que ha manifestado, o expresa o tácitamente, querer suplirla” (38). La historia muestra que la Iglesia ha manifestado, al menos tácitamente, la voluntad de suplir la jurisdicción para la consagración de otros obispos en caso de grave necesidad espiritual general o pública: en la historia más próxima, más allá del “telón de acero” los obispos “clandestinos” han sido consagrados sin autorización pontificia para atender las graves necesidades generales de las almas; y en la historia más remota, durante la crisis arriana, algunos obispos, entre los que estaba San Eusebio de Samosato, sin mandato pontificio, no sólo consagraron, sino que también establecieron las sedes episcopales de otros obispos (39), y la Iglesia no vaciló en proclamar su santidad.
El Card. Billot escribe que Jesús Nuestro Señor instituyó el Primado, pero dejó en cierto modo indefinidos los límites del poder episcopal, ya que “no habría sido adecuado que el derecho divino determinase inmutablemente lo que tendría que quedar a veces sujeto a cambios en función de la variedad de las circunstancias y de los tiempos, de la facilidad más o menos grande de recurrir a la Sede Apostólica, y de otras cosas parecidas (De Ecclesia Christi, q. XV, 2, p. 713).
De hecho, la historia confirma que el estado de necesidad ha dilatado, junto con los deberes de los obispos, igualmente su poder de jurisdicción. Dom A. Grea, de cuya adhesión al Primado no se puede dudar, en su libro De la Iglesia y de su divina constitución, dedica un capítulo entero a La acción extraordinaria del episcopado (vol. I, p. 218). No solamente al inicio del cristianismo –dice– las “necesidades de la Iglesia y del cristianismo” exigieron que el poder de orden episcopal se ejerciera en toda su extensión, sin limitaciones jurisdiccionales (p. 214), sino que, en las épocas siguientes, las circunstancias extraordinarias requirieron “de manifestaciones más raras y extraordinarias todavía” del poder episcopal (p. 218), para “llevar remedio a las necesidades más urgentes del pueblo cristiano” (ibid.), para las que no había esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos y del Papa. En tales circunstancias, en las que está también en juego el bien común de la Iglesia, las limitaciones jurisdiccionales desaparecen y “prima la universalidad” del poder episcopal –dice Dom Grea– “para ir directamente al socorro de las almas” (p. 218). “Así, en el siglo IV vemos a San Eusebio de Samosate recorrer las Iglesias orientales devastadas por los arrianos y consagrar en ellas a los obispos católicos sin tener sobre ellas [estas Iglesias] ninguna jurisdicción especial (op. cit., p. 218).
Palazzini recuerda que “hoy la jurisdicción [sobre una diócesis] es otorgada [a los obispos] directa y expresamente por el Papa (...); en la Antigüedad, sin embargo, dependía más indirectamente del Vicario de Cristo; casi por sí misma (quasi ex sese) salía del Papa a sus obispos, que permanecían en unión y paz con la Iglesia Romana, madre y cabeza de todas las Iglesias” (40). Y “casi por sí misma”, la jurisdicción parece haber fluido del Papa en la historia de la Iglesia cada vez que lo ha exigido una grave necesidad de la Iglesia y de las almas. En estas circunstancias extraordinarias –dice Dom Grea– el episcopado actúa “amparado por el consentimiento tácito de su Cabeza, y legitimado por la necesidad” (op. cit., vol. I, p. 220). Debe resaltarse que Dom Grea no dice que el consentimiento del Papa asegure a los obispos la existencia de la necesidad, sino que, al contrario, es la necesidad la que les garantiza el consentimiento del Papa.
¿Y por qué la necesidad hace cierto “el consentimiento” de su Cabeza, consentimiento que en realidad sus obispos ignorarían? Evidentemente, porque en la necesidad el parecer positivo de Pedro es obligado: si Pedro, en virtud del Primado, tiene el poder –recibido de Cristo– de ampliar o restringir el ejercicio del poder de orden episcopal, tiene también, de parte de Cristo, el deber de extenderlo o restringirlo según la necesidad de la Iglesia y de las almas. En el ejercicio del poder de las Llaves, en efecto, Cristo es siempre el “agente principal” (“llave de excelencia”) y “ningún otro hombre puede ejercer [el poder de las llaves] como agente principal” (Summa Theol., Supl q. 19 a. 4), sino solamente “como instrumento y ministro de Cristo” (“llave del Ministerio”) (Summa Theol., Supl. q. 18 a. 4). También las Llaves de Pedro son “las llaves del Ministerio”, y por esto Pedro no puede usar de forma arbitraria el poder de las Llaves, sino que debe atenerse al orden divino. Y el orden divino es que la jurisdicción fluya hacia los otros por medio de Pedro, de tal manera que se provea “suficientemente a la salvación de los fieles” (Summa Contra Gentiles, c. 72). Así, si Pedro impidiese que fuesen atendidas las necesidades de las almas, actuaría contra el orden divino e incurriría en una falta muy grave (v. Summa Theol. Supl. q. 8, a. 4 a 9 y sq.).
El Primado no es otra cosa que la plenitud de posesión de ese “poder público de gobernar a los fieles con el fin de que alcancen la vida eterna” (41); es la plenitud de ese poder de jurisdicción que es “concedido no para el provecho del depositario, sino para el bien del pueblo y para el honor de Dios” (Summa Theol., Supl. q.8 a. 5 ad. 1), y “ninguna razón de derecho ni de sentido de equidad puede sostener que esto que ha sido salvíficamente instituido para el provecho de los hombres se convierta en su detrimento” (Digesto, cit. en Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 y II-II q. 60 a. 5 ad 2). Por esto escribe Dom Grea que las manifestaciones extraordinarias del poder episcopal no cuestionan la doctrina sobre el Primado, porque la necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos reconduce la “acción extraordinaria” del episcopado “a las leyes esenciales de la jerarquía”, que no se restringen a las leyes jurisdiccionales ordinarias.
Santo Tomás, ilustrando la constitución jerárquica de la Iglesia, escribió: “el que tiene un poder universal [el Papa] puede ejercer sobre todos el poder de las llaves: los que sin embargo han recibido un poder concreto [los obispos] no pueden utilizar el poder de las llaves sobre cualquiera, sino solamente sobre los que han recibido en herencia; excepto en caso de necesidad” (Summa Theol., Supl., q. 20, a. 1). Lo que quiere decir que la constitución jerárquica de la Iglesia, y por ende su Primado, no se cuestiona por “la acción normalmente prohibida, que viene a ser lícita y permitida en el estado de necesidad” (42).
1.6. Refutación de algunas objeciones erróneas.
En el caso de Mons. Lefebvre, sin embargo, algunos, preocupados por salvar el Primado pontificio (el cual, tratándose de estado de necesidad, no se estaba cuestionando), han pretendido encerrar el poder de socorro de los obispos en los límites del poder jurisdiccional. Por ejemplo, según los autores de un opúsculo (43), el problema sentado por las consagraciones episcopales de Mons. Lefebvre debe afrontarse no sólo en la vertiente del poder de orden, sino también del poder de jurisdicción; y puesto que está en “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo” el que corresponda siempre y solamente al soberano Pontífice “elevar al inferior (...) al nivel de sucesor de los Apóstoles, confiriéndole una jurisdicción determinada [lo que precisamente Mons. Lefebvre no hizo, pues transmitió sólo el poder de orden]” (p. 15), “en ningún caso”, ni siquiera en caso de necesidad, puede un obispo consagrar a otro obispo sin mandato del Papa. Y la exclusión es tan rigurosa que los autores del opúsculo llegan a examinar el ejemplo de los sacramentos: “así –escriben–quien no tiene agua para bautizar no puede bautizar con limonada a su hijo moribundo”, y “quien no es sacerdote no puede dar la absolución a un moribundo, aunque le hiciera falta” (p. 57).
Mala teología y muy mala lógica. Dejemos la respuesta a Santo Tomás: “El bautismo debe su eficacia a la consagración de la materia sacramental [luego nadie podrá bautizar con limonada]... Sin embargo, la eficacia del sacramento de la penitencia [así como el sacramento del orden sacerdotal] deriva de la consagración del ministro” (Summa Theol., Supl. q. 8 a. 6 ad 3).
Luego quien no es sacerdote no puede absolver, ni siquiera en caso de necesidad, pues no tiene el poder de orden; si lo hiciera, actuaría de forma inválida, luego no teniendo poder no tiene tampoco el deber. Por el contrario, quien tiene el poder de orden actúa válidamente; y en caso de necesidad puede (más bien debe) hacer lícitamente todo lo que puede hacer válidamente: un sacerdote, absolver; un obispo, consagrar otro obispo, “pues tiene el poder para hacerlo”. Las leyes que limitan el poder de orden episcopal no son leyes inhabilitantes, es decir, que convierten el acto en nulo o convierten al sujeto en incapaz de hacerlo válidamente (como lo son las leyes divinas sobre la materia y sobre el ministro de los sacramentos), sino leyes jurisdiccionales, y por consiguiente eclesiásticas.
San Alfonso escribe: “en lo que concierne a la materia o a la forma de los sacramentos” la Iglesia no tiene el poder [nil potest Ecclesia], “pero en lo referente a la jurisdicción la Iglesia puede suplir, y se presume que suple por el bien de las almas” (44).
De hecho, en toda la historia de la Iglesia no se encuentra ningún cristiano bautizado con limonada, pero sí se encuentran sin embargo obispos nombrados, ordenados e instituidos inconsulto Petro [sin consultar al Papa], inclusive en período de Sede vacante (45). Esto no hubiera sido posible si fuera “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo”, el que corresponda siempre y solamente a Pedro el poder de nombrar e instituir a los obispos, y “en ningún caso” a otro obispo.
Si hubiera sido verdaderamente así, “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo” habría sido repetidamente violado durante siglos por la Iglesia, lo que es insostenible.
Los autores del opúsculo, situados ante el argumento histórico (pp. 63 y ss.), escriben que esto demuestra que “la Iglesia sabe ser realista”, y que el Concilio de Nicea (325), designando a los metropolitanos como competentes en el nombramiento y la institución de los obispos, habla “explícitamente de dificultades de orden geográfico” (p. 64, n. A).
Decididamente, los autores del opúsculo no se dan cuenta de su contradicción: como demuestra el ejemplo de los sacramentos por ellos adoptado, cuando se trata “del orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”, la Iglesia no puede ser “realista”, y no hay motivos de orden geográfico que valgan. Así por ejemplo, no le está permitido a la Iglesia ser “realista” para el ministro o para la materia de las sacramentos, y desde luego nunca puede permitir por “motivos geográficos” que un sacerdote consagre a un obispo (46), ni que en los países donde no se cultiva la uva se celebre la Santa Misa con otra cosa que no sea vino de viña (pensemos en las dificultades del Card. Massaia en Abisinia). Si la Iglesia, para el nombramiento y la institución de los obispos, ha podido ser “realista” y tener en cuenta las “dificultades geográficas”, es señal de que no está en “el orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”que el nombramiento de un obispo sea solamente competencia del Pontífice Romano, y de que desde luego no es en absoluto verdad que “en ningún caso”, ni siquiera en caso de necesidad, un obispo pueda nombrar e instituir otro.
Y de hecho en el pasado, por ejemplo cuando la herejía arriana amenazaba a toda la Iglesia, lo mismo que en nuestros días más allá del Telón de Acero, exigiéndolo la grave necesidad sin esperanza de socorro de las almas y de la Iglesia, los obispos han consagrado no solo válidamente, sino también lícitamente, a otros obispos sin haber recibido el mandato del Papa, y a su vez los obispos consagrados sin mandato del Papa, han ejercido no sólo válidamente, sino también lícitamente, su poder episcopal, porque la necesidad de la Iglesia y de las almas lo pedían. Hasta el punto que ciertos teólogos, hechas las debidas precisiones, sostienen la hipótesis de que la Iglesia concede también tácitamente la jurisdicción a los obispos ortodoxos cismáticos con el fin de que, con la consagración de otros obispos, así como con la ordenación de otros sacerdotes, se atienda la necesidad de numerosas almas (47).
Luego el problema de las consagraciones episcopales de Mons. Lefebvre debe ciertamente ser afrontado no sólo desde el punto de vista del poder de orden, sino también desde el poder de jurisdicción, pero sin excluir la doctrina católica sobre la “jurisdicción suplida” in specialibus adiunctis [en circunstancias extraordinarias], porque estamos dentro del dominio de la jurisdicción y en la Iglesia la jurisdicción es para las almas, y no las almas para la jurisdicción.
* * *
Dentro del camino erróneo de los autores del opúsculo, llegan a sostener que “la cuestión de las consagraciones es un asunto fundamentalmente dogmático, y consecuentemente inmutable en su solución, cualesquiera sean las circunstancias”, por tanto “los atrevidos lex positiva non obligat [cum tanto incommodo] parecen demasiado expeditivos” (p. 7).
Dejando de lado que en el caso de Mons. Lefebvre no se trata de “grave incomodidad”, sino, como veremos más adelante, de la imposibilidad moral absoluta de obedecer tanto a la ley como al legislador, aquí lo único “demasiado expeditivo” es el “consecuentemente” de la afirmación: “es un asunto fundamentalmente dogmático, y consecuentemente inmutable en su solución”.
Una ley disciplinaria, de hecho (y así son las leyes jurisdiccionales que disciplinan el ejercicio del poder de orden), aunque sea fundamentalmente dogmática, no pierde por ello su naturaleza de ley disciplinar, y no se convierte por tanto en cuestión dogmática y “consecuentemente inmutable en su solución”.
En el Código de Derecho Canónico existe un derecho “propuesto” por la Iglesia (y son las normas de derecho divino natural y positivo, entre las que está el canon sobre el Primado) y un derecho “constituido” de la Iglesia (al cual pertenecen las normas que recogen el ejercicio del poder de orden episcopal, como la reserva papal sobre las consagraciones episcopales) (48). El derecho constituido por la Iglesia es “fundamentalmente dogmático”, porque “el dogma... es la condición y la guía de la norma canónica” (49), pero la norma canónica se distingue y es bien distinguible de su fundamento dogmático. La distinción se hace ratione Legislatoris immediati, es decir, considerando al Legislador inmediato de la norma (50).
Parece evidente que el primado es de derecho divino, porque lo instituyó directamente Nuestro Señor Jesucristo, pero la reserva papal sobre las ordenaciones episcopales es de derecho eclesiástico, porque está instituida directamente por el Papa. Esto es lo que ha hecho posible la variación en materia de disciplina eclesiástica a través de los siglos: “a partir del siglo XI (...), a causa de los abusos que surgieron a veces por parte de los metropolitanos, la consagración de los obispos comienza gradualmente a estar reservada en algunos lugares al Soberano Pontífice, y a partir del siglo XV la reserva ya es universal [y sólo dentro de la Iglesia latina]” (51). Reserva, entonces, introducida bastante tarde en la Iglesia y motivada por los abusos que habían surgido y no por derecho divino. Sin duda alguna, el Papa ha instituido esta reserva vi primatus [en virtud de su Primado], y el primado es el fundamento dogmático de esta norma canónica, pero no está permitido por ello identificar la norma canónica con su fundamento dogmático y afirmar así que la norma es tan “inmutable” como su fundamento dogmático. Esto significa la anulación de toda distinción entre derecho divino y derecho eclesiástico humano, entre leyes dogmáticas y leyes jurisdiccionales.
Declarar una norma canónica “inmutable cualesquiera sean las circunstancias” sólo porque tiene un “fundamento dogmático” significa darle el concepto de inmutable a todo o casi todo el Código de Derecho Canónico, y anular sic et simpliciter la doctrina católica sobre las causas excusantes de la obligación de la ley. Cosa evidentemente absurda.
En conclusión: puesto que Nuestro Señor Jesucristo ha instituido el Primado, pero no ha determinado directamente los límites de la jurisdicción episcopal (v. Billot cit.), y ha dejado al Pontífice Romano determinar vi primatus esos límites, queda claro que la reserva del Papa sobre las ordenaciones episcopales no es de derecho divino, sino eclesiástico, y por tanto no es “inmutable cualesquiera sean las circunstancias”, sino al contrario: como en todo derecho constituido por la Iglesia, se sobreentiende siempre la cláusula “salvo el bien común y la salus animarum en un caso particular y extraordinario examinado prudentemente”, cláusula que, “siendo universal y derivando racionalmente de la naturaleza de las cosas, la omite el derecho en las leyes particulares, sin que sin embargo deje de limitar verdaderamente la materia y la obligación determinadas por toda ley humana” (52).
CONTINUARA....
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