“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

sábado, 19 de mayo de 2012

LAS CONSAGRACIONES EPISCOPALES DE MONSEÑOR LEFEBVRE (PARTE 2 FINAL)

2. Solución al problema 

ocasionado por el “no” del Papa. 



2.1. El “no” del Papa.

Hemos visto que un obispo que –en estado de grave necesidad general de las almas– con­­sagra a otro obispo “dado que tiene el po­­der de orden” (Summa Theol. cit.), no po­ne en tela de juicio el primado de jurisdicción del Papa, a quien él tiene todo el derecho de pre­su­mir favora­ble a un acto requerido por las cir­cuns­­tancias ex­traordinarias “con el fin de que sea atendida ade­cuadamente” (Sum­ma Theol. cit.) la salud de las al­mas y el bien co­­mún: la salud de las almas es, de hecho, la ley su­prema de la Iglesia [salus ani­marum su­prema lex] y es cierto que la Iglesia “suple” la jurisdicción que falta cuando se trata de aten­der la “necesidad pública y general de los fieles” (P. Cappello, S.I., cit.). Esto no en­cuentra objeciones cuando la ape­lación al Pa­pa se hace materialmente im­po­­si­ble por las cir­cunstancias exteriores, co­mo en los casos his­tóricos que hemos recor­da­do.

Pero, si el mismo Papa favorece o promue­ve un curso eclesiástico corrompido por el neo­modernismo y que amenaza, en las almas, los bienes fundamentales indispensables para la salvación (fe y buenas maneras); si el mismo Papa es causa directa o concomitante, y de todas formas, dada su más alta autoridad, cau­sa última de la grave y general necesidad es­piritual, sin esperanza de socorro por parte de los Pastores legítimos, ¿qué resultado podría tener en estas circunstancias la apelación al Papa? Éste será quizás materialmente ac­ce­sible, pero moralmente inaccesible; el re­cur­so a él será, sin duda alguna, materialmen­te posible, pero moralmente imposible y, si se realiza, desembocará fácilmente en un “no” al acto que las circunstancias extraordinarias exigen “con el fin de que sean atendidas ade­cua­damente” (Summa Theol. cit.) las graves ne­cesidades generales de las almas. Un com­por­tamiento diferente por parte del Papa pre­su­pone, en efecto, el arrepentimiento y humil­de reconocimiento de sus responsabilidades, da­do que este acto (las consagraciones epis­co­pales) no sería necesario si el mismo Pa­pa no fuese en cierta medida co­rres­pon­sa­ble del es­tado de grave y general necesidad.

Nos queda preguntarnos si, en tales cir­cuns­­tancias, el fiel está obligado a obedecer el “no” del Papa, a pesar del daño a las nume­ro­sas almas; dicho de otra manera, si el “no” del Papa exonera de este deber sub gravi que incumbe –como ya hemos visto– por de­re­cho divino a cualquiera con la posibilidad de prestar socorro a las almas en estado de gra­ve necesidad general, sin esperanza de so­co­rro por parte de los pastores legítimos. Ésta es la cuestión a la que debemos responder, cues­tión que –una vez más– encuentra la res­pues­­ta en la doctrina católica sobre el estado de necesidad. Lo vamos a aclarar en los prin­ci­pios cuarto, quinto, sexto y séptimo: 1) es pro­pio de la necesidad obligar a socorrer in­de­pendientemente de la causa de la necesidad; 2) es propio de la necesidad que desapa­rez­ca en el superior el poder de obligar; 3) es pro­pio de la necesidad poner al súbdito en la im­­posibilidad moral de obedecer; 4) quien, obli­gado por la necesidad, no obedece, no nie­ga la Autoridad en su ejercicio legítimo, lue­go no puede ser acusado de desobediencia y menos aún de cisma.

4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el su­pe­rior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.



En la necesidad el deber de prestar socorro se impone independientemente de la causa de la necesidad, porque “a la caridad no le importa de dónde viene la necesidad, lo único que le interesa es que hay necesidad” (53). Así, en el ejemplo que hemos puesto en el plano del derecho natural, la mujer debe su­plir al marido incluso cuando sea el marido mis­mo quien ponga a la familia en estado de ne­cesidad. Paralelamente, el deber sub gravi de socorrer a las almas en estado de grave ne­cesidad obliga también si en una diócesis es el obispo el que expande o favorece el mo­der­nismo, o si es el Papa el que lo promueve o favorece en la Iglesia Universal. Como hemos visto ya, es justamente esta circunstancia la que hace nacer un grave deber de caridad, porque la necesidad de las almas existe sin ninguna esperanza de socorro por parte de los que ex officio deberían atender sus ne­cesidades ordinarias y extraordinarias.

Luego esta circunstancia tendrá también el efecto de dificultar o llegar a hacer heroico el deber de socorro, a consecuencia de las con­­secuencias fácilmente previsibles: el estado de necesidad será negado y el recurso a un acto de socorro atraerá sobre el salvador aversiones y acusaciones injustas e injustifica­das. Y aquí el súbdito corre todavía “un pe­li­gro mas grave”, porque “podemos recurrir al Papa en caso de abuso de los prelados infe­rio­res” (54), pero contra el Papa no queda otro recurso que Dios (Sta. Catalina de Sie­na).

5º principio: Es propio de la necesi­dad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de he­cho obliga, su orden no es vin­cu­lante (inefficax).

En el ejemplo que hemos dado en el plano na­tural, sería el caso de un marido que no sólo pusiese en estado de necesidad a sus hijos y no atendiese sus necesidades, sino que además impidiera a su mujer hacerlo en la me­di­da de lo posible. Es evidente que en este ca­­so el poder de mandar des­apa­recería en el ma­­rido y que, si de hecho manda, su orden no obliga a su mujer.

El hecho de que en el caso de Mons. Le­fe­bvre el Superior sea el Papa no anula este prin­cipio. El Vicario de Cristo tiene, sobre to­do, el deber de atender la necesidad de las al­mas, y si no la atiende, o peor, es él mismo la causa directa o concomitante de la necesidad espiritual grave y general, no por ello tiene el poder de impedir que otro atienda en la me­dida de sus posibilidades a la necesidad de las almas, sobre todo si ese deber radica en su propio estado sacerdotal, y todavía más si es episcopal.

La autoridad del Papa es, en efecto, ilimi­ta­da, pero hacia abajo, no hacia arriba: hacia arriba está limitada por el derecho divino, na­tu­ral y positivo: la autoridad del Papa es “mo­nár­quica (...) y absoluta, pero dentro de los límites del derecho divino, natural y positivo”, luego “ni el mismo Romano Pontífice puede ac­tuar contra el derecho divino o sin tenerlo en cuenta” (55). Ahora bien, en caso de nece­si­dad el derecho divino natural y positivo im­po­ne un deber de caridad, so pena de pecado mortal, a aquellos que tienen la posibilidad de prestar socorro; y en la necesidad espi­ri­tual impone ese deber ante todo a los obispos y a los sacerdotes (además del Papa), luego el Papa, como cualquier otro Superior, no puede oponerse a este deber (Suárez: “deest potestas in legislatore ad obli­gan­dum”, De Legibus VI, VII, 11).

Por eso se dice que “la necesidad lleva con­sigo la dispensa, porque la necesidad no es­tá subordinada a la ley” (“ipsa necessitas ha­bet annexam despensationem quia ne­ce­ssitas non subditur legi”, Summa Theol. I-II q. 96 a. 6). No en el sentido de que en la ne­cesidad esté permitido hacer todo lo que que­ramos, sino en el sentido de que “la acción que de otra manera estaría prohibida, re­sulta lícita y permitida por el estado de necesidad” (56) para salvaguardar intereses más im­portantes que la obediencia a la ley o al su­perior. En este caso ningún superior tiene po­­der para exigir el respeto a la ley, porque no le está permitido a ningún su­pe­rior, y toda­vía menos al Papa, ejercer la au­toridad en per­juicio (especialmente si es es­pi­ritual y de nu­merosas almas) del prójimo, y contra los de­beres de estado de los demás, es­pecial­men­­te de los sacerdotes o de los obispos.

Ni siquiera Dios, Legislador Supremo, obli­ga en la necesidad. “Por ello –recuerda Noldin– el mismo Cristo excusa a David, que en grave peligro comió los panes de la proposición, prohibidos a los laicos por derecho divino” (57). Según este principio, en la nece­si­dad dejan de obligar, además de las leyes hu­manas, incluso la ley divino-positiva y divino-natural prescriptiva (“Honrarás a tu padre y a tu madre”, “Santificarás las fiestas”); sólo sigue obligando la ley divino-natural ne­ga­tiva (“No matarás”), porque prohibe las ac­cio­nes intrínsecamente malas (y no malas por prohibidas, como son las consagraciones epis­­copales sin consentimiento pontificio).

6º principio: Es propio de la necesi­dad poner al súbdito en la impo­si­bi­lidad, física o moral, de obedecer.

Es cierto que, en la necesidad, Dios no obli­ga, pero el Legislador terrenal “puede negar sin razón o contra la ley natural y la ley eterna” (58), luego puede de hecho prohibir la acción requerida por la necesidad. Pero pues­to que el “no” del Papa no tiene el poder de anular la grave necesidad general de las al­mas ni el deber conexo sub gravi de soco­rrer­las, el súbdito, especialmente si es obispo o sacerdote, se encuentra en la imposibilidad mo­ral y absoluta de obedecer, porque no po­dría obedecer sin pecar personalmente y perjudicar al prójimo. Luego es propio de la necesidad “crear una suerte de impotencia o imposibilidad de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida” (59).

No estamos en el caso de que la autoridad no debería obligar porque su­­mmum ius, summa iniuria, o que da una orden poco opor­­­tuna o imprudente y a la que, de todas for­mas, podríamos estar obligados a obedecer igualmente en pro del bien común.

Al contrario, estamos en el caso de que la au­toridad no puede obligar, porque su orden se opone al derecho divino y natural “más elevado e imperioso” (“preceptum gravius et ma­gis obligans”) (60). En este caso obede­cer a la ley y al legislador sería “malum et peccatum” (Suárez, De Legibus VI, VII, 8), “malum” (Summa Theol., II-II q. 120 a.1), y “vitiosum” (Cayetano, en I-II, q. 96 a. 6), y por tanto no obedecer se convierte en un deber (inoboedientia debita) (61).

En realidad, en este caso el sujeto no desobedece, si no que obedece a un precepto más alto e imperioso que emana de la Autori­dad divina, la cual “ordena el respeto de intereses mas importantes” (62). La autoridad terrena “no es la primera ni la única norma de la moralidad”; es norma normata, es de­cir, re­gla dictada por la ley divina, luego cuando la autoridad terrena va “contra la ley natural y la ley eterna”, “desobedecer a los hombres pa­ra obedecer a Dios se convierte en un deber” (63).

7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no po­ne en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo.

Para que haya desobediencia, “el mandamiento o la prohibición deben ser legítimos, lo cual sucede cuando el Papa o el ordinario tienen el poder de impartir la orden o la prohibición, y al mismo tiempo los súbditos están obligados a obedecer la orden o la prohi­bi­ción” (64).

Pero hemos visto que:

1) es también válido para el Papa el principio según el cual, cuando la aplicación de una ley “fuese contra el bien común o el derecho natural [y, en el caso presente, también divino-positivo]... no entra en el poder del Le­gis­lador obligar” (65).

2) la necesidad, especialmente la necesidad de la que hablamos, crea en el súbdito “una suerte de impotencia o imposibilidad [en es­te caso moral y absoluta] de hacer una cosa or­denada, o no hacer una cosa prohibida”. Lue­go la orden o la prohibición de un superior que, en razón de las circunstancias extra­or­dinarias, se convierte en nefasta para las al­mas y para el bien común, así como contraria al estado del súbdito (Suárez, De religione, X, IX, 4), pierde su carácter de legitimidad, y libera al sujeto del deber de obediencia; “y quie­nes se comportan de esta manera no pueden ser acusados de haber faltado a la obe­dien­cia, ya que si la voluntad de los Superiores repugna a la voluntad y a las leyes de Dios, ellos mismos sobrepasan la medida de su poder” (66).

Hemos citado ya a San Alfonso: en la ne­ce­sidad se impone “un precepto divino y na­tu­ral al que no se puede oponer el mandato hu­mano de la Iglesia”, ni siquiera el mandato del mismo Papa. El primado de jurisdicción del Papa no se pone de ningún modo en cuestión por la violación de una ley jurisdiccional (co­mo hemos visto) ni por la desobediencia mo­tivada por un estado de necesidad. De he­cho, el sacerdote o el obispo que, apremiados por la necesidad, no obedecen al Papa, no niegan por ello su subordinación al Papa fue­ra del caso de necesidad, y no rechazan la au­toridad en su ejercicio legítimo. Exactamente igual que la mujer que no niega la autoridad de su marido fuera del caso de necesidad, en el que ella tiene el deber de suplirle con­tra su voluntad irracionalmente contraria.

Santo Tomás dice que quien actúa en esta­do de necesidad “no juzga la ley” ni al legislador, y ni siquiera considera su punto de vista mejor que el de la Autoridad, sino que “juzga el caso particular en el que las palabras de la ley [y/o la orden del legislador ] no deben ser observadas”, porque su observancia en este caso particular sería gravemente perjudicial, y por tanto la necesidad libera al súbdito de la acusación de arrogarse un poder que no le corresponde (Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 ad 1 y 2).

Gerson (loc. cit.) a su vez, dice que “el des­precio de las Llaves debe ser evaluado a par­tir del po­der legítimo y del uso legítimo del poder”.

Luego un sacerdote que no obedece al Pa­pa que le prohibe absolver en caso de necesi­dad, o un obispo que no obedece al Papa que le prohibe una consagración episcopal exigida por la grave necesidad espiritual de nu­merosas almas amenazadas en la fe y en la mo­ral, y sin socorro por parte de los pastores legítimos, no puede ser acusado de “desprecio de las Llaves”, porque el Papa, actuan­do contra el derecho divino (natural y positivo), no hace un “uso legítimo” de las Llaves.

El Primado conlleva una sumisión ciega y “sin examen del objeto” solamente in rebus fidei et morum (y cuando el Papa se expresa a ese nivel en que su autoridad es infalible); para el resto, la sumisión al Papa depen­de de las normas morales que regulan la obe­dien­cia. Luego entonces, si el Papa sobrepasa la “medida” de su poder, los súbditos, que obe­decen “a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29), “no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia” (León XIII, Diuturnum illud). Actuar de otro modo, dice Ger­son, “constituiría una aquiescencia propia de burros, y un fatuo temor propio de conejos” (loc. cit.).

* * *

En el caso que estamos tratando, Mons. Le­­febvre no ha disputado al Vicario de Cristo el derecho de disciplinar, en virtud del Pri­ma­­do, el poder de orden episcopal; el sólo ha contestado que la reserva del Papa sobre las consagraciones episcopales no podía ser res­­petada sin grave peligro para muchas almas y sin falta grave por su parte en las cir­cuns­­tancias actuales, en las cuales, como ha re­­conocido el mismo Juan Pablo II, “se han ex­tendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siem­pre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”; y “los cristianos hoy se sien­­ten en gran parte per­didos, confundidos, per­­plejos y decepcio­na­­dos”. “Tentados por el ateísmo, el agnos­ti­cis­mo, el iluminismo vaga­men­te mo­ralista, por un cristianismo sociológico, sin dog­mas defini­dos y sin moral objetiva”, generalmente no tie­nen esperanza de socorro por parte de los pas­tores legítimos.

Del mismo modo, Mons. Lefebvre, no ha dis­putado al Papa el poder de gobernar a los obis­pos por el interés de la Iglesia y de las al­­mas, sino simplemente ha constatado que, en las circunstancias extraordinarias actuales, no podía obedecer al Papa sin grave peligro pa­ra la Iglesia y para las almas y sin falta grave personal, estando encargado de un deber de suplencia impuesto por la caridad y en­rai­za­do en su estado episcopal. Al violar mate­rial­­mente la norma disciplinaria y la orden reci­bi­da, se ha preocupado de reafirmar el funda­men­to dogmático (el Primado) y de mantener­se rigurosamente en los límites de la doctrina ca­tólica sobre el estado de necesidad, de tal ma­nera que el Card. Gagnon hubo de recono­cer que “Mons. Lefebvre no elevó al nivel de verdad la afirmación «tengo el poder de actuar en este dominio»” (67).

Para sostener que Mons. Lefebvre, al re­sis­tir al “no” del Papa, negó el Primado, habría que sostener que quien resiste a una orden perjudicial de la Autoridad niega la Auto­ri­dad misma, lo cual es falso.

* * *

Podemos ahora juzgar la posición de los crí­ticos de Mons. Lefebvre, que no reconoce­rán jamás al Papa el poder de prohibir una ac­ción necesaria para salvar a un hombre en pe­ligro de muerte temporal, pero que le reco­no­cen el poder de prohibir una acción necesa­ria para socorrer a numerosas almas expuestas al peligro de muerte eterna, y se lo reconocen para salvaguardar ese Primado que está con­ferido al Papa para salvar a las almas, no para perderlas.

Gerson dice que son “los pusilánimes” quienes piensan “que el Papa es un Dios que tie­ne todo el poder sobre cielo y tierra” (loc. cit.), pero aquellos que critican a Mons. Le­febvre hacen del Papa más que un Dios, porque Dios no da órdenes para perjudicar a las al­mas, ni exige esta obediencia en detrimento de las almas. En realidad estas críticas injustas hacen del Primado la ley suprema de la Igle­sia, que no es el caso, pues el primado ha si­do ordenado para la salvación de las almas; degradan el Primado a despotis­mo, la obediencia debida al Papa a servilismo, y hacen de la obediencia la mas alta de las virtudes, cosa que no es... al menos según la doctrina ca­tólica, para la cual la obediencia, incluso al Pa­pa, tiene por finalidad el ejercicio de las vir­tudes teologales, y en primer lugar la caridad (68).

Santo Tomás, a la objeción según la cual “a veces por obediencia se debe omitir el bien”, responde que “hay un bien al cual el hombre se debe necesariamente, como amar a Dios y otras cosas parecidas. Y ese bien no debemos abandonarlo de ninguna manera por obediencia” (Summa Theol., II-II q. 104 a. 3 ad 3). Entre las “otras cosas parecidas”, en primer lugar están los deberes de estado (es­pecialmente para los obispos) y el amor al pró­jimo, contenido como objeto secundario en el amor de Dios. De hecho, todo en la Iglesia, su misma constitución jerárquica con el Primado y las leyes que disciplinan el poder de orden, tiene como objetivo último la ca­ridad, y si “la necesidad no depende de la ley” [necessitas non subditur legi] (Summa Theol.cit.), es porque depende de la ley su­pre­ma, que es la caridad. Ley de la que de­pen­den también los Vicarios de Cristo, que tie­nen, sí, el Primado de jurisdicción y el derecho de disciplinar toda otra jurisdicción en la Iglesia, pero “por precepto divino, o más bien natu­ral, de caridad, están obligados a aten­der adecuadamente la necesidad de los fie­les” (Suárez, De poenitentiae sacramento, XXVI, IV, 7).

2.2. Unas palabras sobre la epiqueya “sine recursu ad Principem” (o epiqueya “necesaria”).

Los principios recordados en esta segunda parte de nuestro estudio se fundan en la lla­mada epiqueya “necesaria” o “epiqueya sin re­curso al Superior” [epiqueya sine recursu ad Principem] (69), epiqueya entendida aquí no en el sentido vulgar, sino en un sentido amplio y propio y que se identifica con la equidad, que es la forma más alta de la justicia (“la epiqueya que nosotros [latinos] llamamos equidad”, Summa Theol. II-II q. 120 a. 1), que es virtud concerniente justamente “a los de­beres existentes en los casos particulares que se salen de lo ordinario” (Summa Theol. II-II q. 80), y que por ello se identifica en el de­recho canónico con las normas sobre la “ce­­sación ab intrinseco de la ley en un caso par­ticular” y sobre las “causas excusantes” de la observancia de la ley y de la obediencia al Legislador (70).

Naz escribe que ya para Santo Tomás, “co­mo para Aristóteles, la intervención de la epiqueya está subordinada a la existencia de un de­recho. De tal manera que, en ciertos ca­­sos, la ley pierde su poder de obligar –así en el caso en que una de sus aplicaciones fuese con­­traria al bien común y al derecho natural– y en ese caso no está en el poder del Legislador el obligar” (71). Y también: “Ha lugar a la epiqueya cuando la voluntad del Legislador o bien no puede o bien no debe imponer la aplicación de la ley al caso en cuestión” (72).

La necesidad de la que hablamos en el caso de Mons. Lefebvre es justamente el caso en el que el legislador no puede imponer la apli­cación de la ley, convertida, teniendo en cuen­ta las cir­cunstancias particulares, en con­tra­ria al bien común y al derecho divino natural y positivo. Por parte suya, al estar apremia­do por un precepto de derecho divino, natural y positivo, “el sujeto no sólo puede, si no que está obligado a no observar la ley, pida o no permiso a su Superior” (73).

En efecto, explica Suárez (que habla preci­sa­­mente del Papa), “aquí no se trata de inter­pre­­tar la voluntad del superior, si no su poder”, para conocer el cual no es necesario ni obli­gado preguntar al superior, sino que es lí­cito servirse de “las reglas doctrinales” o de “los principios de la teología o del derecho” (74), dado que “conocemos con más certeza el poder [del superior], que no es libre, que su voluntad, que sí es libre” (75). Por tanto, el súb­dito, después de haber examinado pru­den­­­te­mente las circunstancias, y estando se­gu­­ro a partir de las “reglas doctrinales” o de los “principios de la teología o del derecho” de que sobrepasa el poder del legislador [ultra potestatem legislatoris] (76) obligar a res­­petar la ley con peligro para numerosas al­­mas, y de que obedecer en ese caso sería “ma­­lum et peccatum” (77), puede, o más bien debe, no atenerse a la ley y a la orden, y pue­de y debe hacerlo propria auctoritate (78), ex proprio arbitrio (79), por su propia ini­ciativa, sine recursu ad Principem (80), es decir, sin ninguna dispensa ni aprobación de su Superior. “Y la razón de esto –escribe Suá­rez– es que en este caso la autoridad del su­perior no puede tener ningún efecto; de he­cho, aun cuando él mismo quisiese que el súb­di­­to, después de recurrir a él, observara la ley, éste no podría obedecerle, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, y en tal caso está fuera de lugar [im­per­tinens] pedir permiso” (81).

Volviendo a nuestro ejemplo, sería el caso de la mujer que, ante la grave necesidad de sus hijos, no necesita el acuerdo de su marido para ejercer su deber de suplencia, y si su ma­rido se lo prohibiese, no le debería obede­cer y está fuera de lugar que pida su consentimiento.

Suárez, además, preguntándose si el peligro de perjuicio (para sí o para otro) excusa la obediencia, responde que “en el Legislador no se presume la voluntad de obligar en es­te caso, y si la tuviese no sería eficaz [et qua­mvis illam haberet esset inefficax]. (...) Y en esto concuerdan todos los doctores que ha­blan de la obediencia y de las leyes” (82).

Luego “cuando conste con certeza que la ley, en una circunstancia particular, se vuelve in­justa o contraria a otro precepto o virtud más obligante, aquí la ley cesa de obligar y por propia iniciativa se puede no observarla sin recurrir al Superior” (83), dado que la ley, en este caso, no podría, “ser observada sin pecar” (84), lo mismo que el superior no podría, sin pecar, obligar al sujeto a respetarla.

Queda el deber de evitar el escándalo del pró­­jimo, y “debemos intentar todo medio opor­tuno y humilde ante el soberano Pontífice (...). Pero si la insistencia humilde no sirve de nada, hay que reivindicar una viril y valien­te li­bertad” (Gerson, op. cit.).

2.3. Refutación de otras objeciones erróneas.

Así pues, no es verdad que “esté permitido utilizarla solamente [la epiqueya] si el legislador es inaccesible”, como ya leímos en la p. 49 del opúsculo mencionado en la nota 43. Esto vale para la epiqueya en el sentido es­­tricto o impropio (85), y no para la epiqueya en el sentido amplio y propio. En el primer ca­­so (epiqueya en el sentido impropio o vulgar) suponemos que la autoridad, con bene­vo­­­lencia, no quiere obligar, aunque pueda ha­cer­­lo, y si el Legislador es accesible tenemos el deber de interrogarle, dado que se trata de su “voluntad, que es libre” (Suárez cit.). La epiqueya en sentido amplio y propio, al contra­rio, se refiere a los casos en los cuales la Au­to­­rid­ad no puede obligar, aunque quiera ha­cer­lo, y el súbdito se encuentra en la imposibi­li­­dad moral de obedecer, y por ello la epiqueya es “necesaria” (Suárez) y el recurso al legisla­dor no es en sí obligatorio. Al contrario, debe­mos omitirlo en el caso en el que se prevé que el superior obligaría a pesar del daño al re­­quirente o a otros. En este caso, no se trata de la voluntad del superior, si no de su “potes­tad, que no es libre” (Suárez cit.).

Es todavía menos cierto lo que se dice en otra publicación: que “existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior, lo cual supone una cierta urgencia en la decisión a tomar” (86). También esto es verdad sólo pa­ra la epiqueya en el sentido impropio o vulgar, y es verdad sólo parcialmente, porque la ne­cesidad no nace de la imposibilidad de con­tac­tar con el superior (“existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior”), si­no que existe independientemente de ella y per­siste independientemente de la eventual negativa del superior.

Para aclarar definitivamente la cuestión nos re­feriremos a lo que escribió el P. Tito Centi, O.P.: “Los moralistas han intentado precisar los criterios a seguir para la aplicación de la epiqueya. Sustancialmente los reducen a los tres casos siguientes: a) cuando en una situación particular las prescripciones de la ley po­si­tiva están en contradicción con una ley supe­rior que ordena el respeto de intereses más im­­portantes [epiqueya en sentido propio]; b) cuan­do, a causa de circunstancias excepcio­na­­les, la sumisión a la ley positiva sería dema­sia­­do gravosa, sin que resulte de ello un bien pro­porcionado al sacrificio que dicha ley exige, c) cuando, sin volverse negativa como en el primer caso, y sin imponer un heroísmo in­jus­tificado como en el segundo, la observancia de la ley positiva implica dificultades espe­cia­les e imprevisibles que la hacen accidental­men­te más dura que lo que debiera ser según la intención del legislador” (87).

La grave necesidad espiritual de muchos en­caja en el primer caso: el caso de la ley po­sitiva que, en virtud de circunstancias extra­or­dinarias, se vuelve “negativa” porque está “en contradicción con una ley supe­rior que or­­dena el respeto de intereses más im­­por­tan­tes” (epiqueya en sentido propio). Los autores del opúsculo, sin embargo, así como de la publicación mencionada anteriormente, pa­re­­ce que sólo conocen el 2º y 3er caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar), que na­­da tiene que ver con el caso de Mons. Le­febvre. En su 1er caso, que es el caso de Mons. Le­­febvre, la epiqueya viene a coincidir con la equi­dad, y consecuentemente enlaza con la im­posibilidad moral de obedecer y es, co­mo ya hemos visto, un derecho (además de un de­ber); en el 2º y 3er caso, sin embargo, la epiqueya se identifica simplemente con la cle­men­­cia o moderación en la aplicación de las le­­yes y en el ejercicio de la Autoridad (vid. Ro­­berti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, voz Equitá, o epiqueya; también Aequitas ca­­nonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad).

Es cierto, estamos en unas circunstancias ex­traordinarias, en las que hace falta remontar­se a principios más elevados que los que se apli­can ordinariamente; principios que no se predican todos los días y que por tanto son ig­norados por muchos, pero que de todas ma­ne­ras pueden hallarse en síntesis suscrita en no importa qué tratado sobre los principios generales del derecho y de la moral.

Así por ejemplo, en las Institutiones Mo­ra­les Alphonsianae del P. Clemente Marc, en el n. 174 podemos leer: “Ha lugar a la epiqueya en el caso en que la ley se vuelve perjudi­cial o demasiado onerosa. En el primer caso [si es perjudicial], el superior no podría obligar, luego la epiqueya es necesaria [es el caso que nos interesa]”. Y también, en el De prin­ci­piis theologiae moralis de Noldin (III, n. 199) leemos: “Decimos que el fin de la ley ce­­sa contrarie cuando su observancia es per­ju­dicial... Si el fin de la ley en un caso particular cesa contrarie, la ley cesa [de obligar]. La razón es que, si el fin de la ley cesa con­tra­rie, tenemos el derecho de usar la epiqueya”.

En fin, cualquier manual que exponga los prin­cipios del derecho canónico trata de la cesación ab intrinseco de la ley, es decir, de la ley que cesa de obligar por el solo hecho de ser en este caso perjudicial, y no porque el Legislador decrete la cesación, o conceda la dispensa (como en el caso de la cesación ab extrinseco). Tal es justamente el caso de la necesidad, que es la más fuerte de las causas excusantes de la observancia de la ley y de la obediencia (88). Sobre todo cuando esta ne­cesidad nace del deber, radicado en el propio estado, de socorrer numerosas almas en gra­­ve necesidad espiritual, porque “la salvación de las almas es para la sociedad espiritual el fin último hacia el cual están orientadas to­das sus leyes y sus instituciones” (Pío XII, dis­curso al II Congreso mundial del apostola­do de los laicos, octubre 1957): partiendo del Pa­pado, y sin olvidar el episcopado.

3. Conclusión.

La conclusión de nuestro estudio es que, o bien negamos el estado de necesidad (es la vía elegida por el Vaticano) y por consiguiente la crisis actual de la Iglesia; o bien, si lo ad­mitimos (cfr. sì sì no no, ed. it., Ni cismáticos ni excomulgados, septiembre 1988), de­be­mos –si queremos ser coherentes– aprobar el gesto de Mons. Lefebvre, gesto que, por extraordinario que pueda parecer, debe ser juzgado en relación a la situación extraor­di­naria en la cual se encontró y en la cual por tanto “hay que juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4).

De los principios que hemos citado aquí con la brevedad necesaria, se sigue:

1) que Mons. Lefebvre tenía sub gravi el deber, al menos ex caritate, radicado en su es­tado episcopal, de socorrer a las almas que se volvían hacia él para recibir ayuda en el es­tado actual de grave necesidad general en la que las almas no podían ni pueden esperar el socorro de los Pastores legítimos;

2) que Mons. Lefebvre, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias actuales, “da­do que tenía el poder de orden” (Summa Theol. cit.), tenía también el deber de consagrar otros obispos para asegurar (mediante otras ordenaciones sacerdotales) a los fieles en estado de grave y general necesidad, aquello que tienen el derecho de pedir a la jerarquía (doctrina sana y sacramentos): es lícito y obligado ayudar al prójimo en la necesidad has­ta el límite de las propias posibilidades: “li­cet alium iuvare quantum potest fieri” (89).

3) que Mons. Lefebvre estaba en la impo­si­bilidad moral y absoluta de obedecer al “no” del Papa, porque habría pecado por omisión con­tra el mandamiento de la caridad, enrai­za­do en su propio estado episcopal, manda­mien­to “mas grave y obligante” que la obe­dien­cia a la ley y al Legislador (Suárez cit.). El pecado de omisión, en efecto, consiste aquí en no dar un bien, debido por cualquier razón (en este caso por la razón de caridad en­rai­za­da en el estado episcopal), cuando sería oportuno darlo (Summa Theol. II-II q. 79 a.3). Y cualquier ley deja de obligar per se [por ella misma], es decir, sin dispensa o acuerdo del superior, si el daño que se desen­ca­­dena es general y grande (“lex per se ce­ssa­re si documentum... esset generale et ni­mium”: Suárez, De Legibus, VI, IX, 10).

4) que Mons. Lefebvre, actuando en esta­do de grave y general necesidad de las almas, obligado por un precepto de derecho di­vino, natural y positivo, no ha negado el Pri­ma­do de jurisdicción del Papa, ni siquiera ha des­obedecido al Papa, el cual “no puede actuar contra el derecho divino ni sin tenerlo en cuenta” (Palazzini, Dictionarium morale et ca­nonicum, voz Episcopi).

* * *

El hecho de que el Vaticano haya negado el estado de necesidad no anula la gra­ve ne­ce­si­dad en la que se encuentran hoy nu­merosas almas, sino que confirma que este es­­tado de necesidad, al menos por el momen­to, no tiene esperanza de socorro por parte de la Santa Se­de. Por tanto, a los autores del opúsculo, que objetaban que “San Eusebio [de Sa­mo­sa­ta] actuó sin el consentimiento del Pa­pa, pero no con­tra el consentimiento del Pa­pa”, respondemos que se trata solamente de una cuestión de hecho, no de principio: San Eusebio no se encontró ante un “no” de un Pa­pa que promovía o favorecía el arria­nis­mo y, negando la crisis arriana, exigía el res­­peto de leyes que, en esas circunstancias ex­­traordinarias, habrían privado del socorro de­bido a las almas puestas en estado de grave necesidad espiritual por los arrianos. Si hu­bie­se tenido que enfrentarse a esta situación, San Eusebio habría debido atenerse a los prin­ci­pios morales recordados aquí y cumplir, no con­tra el “no” del Papa, sino a pesar del “no” del Papa, con el grave deber de caridad impuesto a su episcopado por la grave y general necesidad de las almas.

Los autores del opúsculo manifiestan su des­precio por las argumentaciones de tipo “ilu­­minista” o “carismático”, entendiendo con ello censurar a cuantos han hecho con simplici­dad un acto de confianza en la rectitud y en la san­tidad personal de Mons. Lefebvre. En esto tam­poco tienen razón, se equivocan teo­ló­gi­ca­mente. En efecto, Santo Tomás escribe que “en las cosas que suceden raramente y en las cuales hace falta separarse de las leyes comunes... se exige una virtud de juicio anclada sobre principios más altos, virtud que hemos de­nominado gnome y que implica una especial perspicacia de juicio” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). Y esta singular “perspicacia de juicio” –dice S.Tomás– sólo se la puede po­seer en virtud de la santidad: “El hombre es­piritual recibe del hábito de la caridad la in­clinación a juzgar rectamente todas las cosas según las leyes divinas, pronunciando su jui­cio mediante el don de la sabiduría, como el justo lo pronuncia según las reglas del dere­cho mediante la virtud de la prudencia” (Summa Theol., II-II q. 60 a. 1 ad 2).

Nos hemos servido en este estudio de esta a­r­gumentación y nos hemos ceñido únicamente a los principios generales de la teología y del Derecho Canónico con el fin de dejar claro, pa­ra aquellos que son conscientes de la cri­sis de la Iglesia y no sólo para los que reco­no­cen la san­tidad de Mons. Lefebvre, que en las circuns­­tan­cias extraordinarias actuales, más allá de “la obediencia cueste lo que cueste” (¿también la fe? ¿incluso la salvación del alma propia y del prójimo? ¿no sería ésta la “aquies­cencia propia de burros”, y el “fatuo te­mor propio de conejos” de que habla Ger­son?), y más allá de la tesis indemostrable de los sedevacantistas, existe una [verdadera] ter­ce­ra vía: atenerse a aquello que la misma Iglesia enseña sobre “el estado de necesidad”. Exac­­­tamente como hizo Mons. Le­febvre.

Hirpinus
NOTAS



(1) Motu Proprio del 2 de julio de 1998.
(2) Brisbois, A propos des lois purement pé­nales, en Nouvelle revue théologique 65 (1938, p. 1072).
3) Vid. can. 20 del código pío-benedictino, y F.M. Cappello, S.I., Ius suppletorium, en Summa iuris canonici, vol. I, Roma 1961, p. 79.
(4) Vid. E. Eichmann-K. Mörsdof, Trata­do de derecho canónico, y G. May, Legítima defensa, resistencia, necesidad.
(5) Santo Tomás, Summa Theol. Suppl. q. 8 a 6; vid. también Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas (erga pro­­xi­mum).
(6) Palazzini, Dic­tio­na­rium morale et ca­no­nicum, voz Ca­ritas; Bi­lluart, De caritate, Diss. IV art. 3; Genicot, S.I., Institutiones Theo­logiae mo­ralis vol. I, 217 A y B, etc.
(7) Humani Generis, 1950.
(8) Motu Proprio de 18.11.1907.
(9) Discurso en el seminario lombardo en Roma, 7.12.1968.
(10) Discurso del 30.6.1972.
(11) L’Osservatore Romano, 7.12.1981.
(12) Genicot, S.I. Institutiones theo­logiae moralis, I, 217 B; Billuart, De caritate, IV, 3; San Alfonso, Theo­logia moralis, III, 27.
(13) Suárez, De caritate, IX, II, n. 4.
(14) Roberti-Palazzini, Dizionario di teo­lo­gia morale, voz Jurisdicción supletoria.
(15) Naz, Diccionario de Derecho Canónico, voz Derecho canónico, col. 1446.
(16) Discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos (octubre 1957).
(17) San Alfonso, Theologia moralis VI, IV, 625, y Opere Morali, Marietti, Turín 1848, XVI, VI, 126-127.
(18) I Jn. 3,17; Summa Theol. II- II q.32 a. 1 y a. 5 ad 2; q. 71 a. 1; Billuart, De ca­ri­ta­te Dissert. IV art.3.
(19) E. Genicot, S.I., op. cit. I, 21 B y C.
(20) Theologia moralis III, III, n. 27.
(21) Suárez, De charitate, IX, II, n.4.
(22) De charitate, Dissert. IV art. 3.
(23) San Jerónimo, Adversus Luciferia­nos.
(24) Romano Amerio, Iota Unum, Sa­la­man­ca 1995, pp. 15-16.
(25) Ibid. p. 477.
(26) Ibid. p. 110 y ss.
(27) Il Sabato, 30.7 a 5.8 de 1988.
(28) Journet, La Iglesia del Verbo encarnado, vol. I.
(29) San Alfonso, Theologia Moralis VI, IV, n. 560.
(30) Summa Theol. XIII, La Penitencia, p. 420.
(31) Suárez (De poenitentia, Disp. XXVI, sec. IV, n. 6) se pregunta si esta costumbre per­petua y común guardada por la Iglesia es de institución divina. En todo caso –concluye– la Iglesia no podría abolirla, ya que eso se­ría usar el poder “no para edificar, si no pa­ra demoler” (ibid.)
(32) San Alfonso De paenit. sacram. XVI, V, n. 92.
(33) Suárez, De Legibus, VI, VII, 13.
(34) F.M. Cappello, Summa Iuris Ca­no­ni­ci, vol. I, p. 258, 2; también Palazzini, Dictionarium cit., voz Iurisdictio suppleta.
(35) San Alfonso, De poeinitentiae sacramento, XVI, V, 90.
(36) Santo Tomás, Summa Theol. II-II q. 66 a 7; cf. también II-II q. 32 a. 7 ad 3.
(37) Vid. Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Iurisdictio sup­ple­ta.
(38) F.M. Cappello, S.I., Summa iuris canonici, vol. I, Roma, 1961, p. 252.
(39) Vid. Manlio Simonetti, La crisis arria­na en el siglo IV, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975.
(40) Dict. mor. et ca­n., voz Episcopi.
(41) Ibid., voz Iurisdictio.
(42) Enciclopedia Católica, voz Necesidad, estado de.
(43) De las consagraciones episcopales con­­tra la voluntad del Papa, ensayo colec­ti­­vo de la Hermandad de San Pedro.
(44) De poenitentiae sacramento, tratado XVI, cap. V, n. 91.
(45) Journet, op. cit., I, p. 528, nota 2.
(46) Vid. Salaverri De Ecclesia, en Sum­ma Theologiae, BAC, Madrid.
(47) Journet, op. cit., pp. 656-657. El P. Ti­to Centi, O.P., en la nota 1 a la Suma Teo­ló­gica de Santo Tomás, Ed. Salani, II-II q. 39 a. 4, escribe: “Tenemos un indicio en el he­cho de que la Iglesia no exija una confesión general a los cismáticos que vuelven a la uni­dad, ni la convalidación de sus eventuales im­pedimentos matrimoniales”.
(48) Palazzini, Diction. mor. et ca­n., voz Fon­tes iuris canonici; Naz, Dic­tionnaire de Droit canonique, voz Droit ca­nonique.
(49) Naz, loc. cit.
(50) Genicot, S.I., Institutiones theo­lo­giae moralis, I, 85.
(51) Palazzini, Dictionarium cit., voz Man­­da­tum Apostolicum.
(52) L. Rodrigo, Praelectiones theolo­gi­co-mo­rales comillenses II, tratado De Le­gi­bus, Sal Terrae, Santander 1944, n. 393.2, p. 294 (cit. en F.J. Urrutia, S.I., Aequitas ca­no­nica, en Periodica de re morali, cano­ni­ca, liturgica, vol. 73, p. 46, n. 21, Universidad Pontificia Grego­ria­na).
(53) Suárez, De charitate, IX, II, 3.
(54) Gerson, De contemptu clavium et ma­­teria excommunicationum et irre­gu­la­ri­­­tatum (Basilea 1489), VII-XII, I, 33, cit. en Tito Centi, O.P., La scomunica di Gi­ro­la­mo Sa­vo­narola, Ed. Ares, Mi­lán.
(55) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi.
(56) Enciclopedia cattolica, voz Necesi­dad, estado de.
(57) Noldin, S.I., Summa Theologiae Mo­ralis, I, De Principiis, III, 8, p. 203.
(58) Roberti-Palazzini, Dizionario di Teo­lo­gia morale, voz Resistencia al poder in­jus­to.
(59) Diccionario de Derecho Canónico, voz Necesidad, col. 991.
(60) Suárez, De Legibus, VI, VII, 12.
(61) Palazzini, Dictionarium morale et ca­nonicum, voz Oboedientia.
(62) Tito Centi, O.P., La Somma Teo­lo­gi­ca, Ed. Salani, vol. XIX, n. 1, p. 274.
(63) Roberti-Palazzini cit., voz Resistenza al potere ingiusto; vid. León XIII, Libertas.
(64) Palazzini, Diccionario cit., voz In­oboe­dientia.
(65) Naz, Diccionario cit., voz Epiqueya.
(66) León XIII, Diuturnum illud.
(67) Entrevista en 30 Giorni, marzo 1991.
(68) Palazzini, Dicc. cit, voz Oboe­dien­tia.
(69) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1.
(70) Vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, Ed. Studium, voz Equitá (o epiqueya); también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad.
(71) Naz, Dicc. cit., Epiqueya, col. 366.
(72) Ibid.
(73) Suárez, De Legibus VI, VIII, 2.
(74) Ibid., 4.
(75) Ibid., 5.
(76) Suárez, De Legibus, VI, VII, 11.
(77) Ibid. VI, VIII, 8.
(78) Ibid. VI, VIII, 1.
(79) Summa Theol., II q. 80 art. único.

LAUS TIBI CRHISTI

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