17 de Mayo de 1939. (DR. 1, 127)
Siempre
son gratas a nuestra mirada, y más gratas todavía a nuestro corazón, estas
reuniones de recién casados que vienen al Padre común de las almas para
recibir su bendición, que quiere ser – y es en realidad – signo y prenda de la
de Dios.
Pero nos
resulta especialmente grata esta de hoy, en el día que precede a la fiesta de
Nuestro Señor Jesucristo. Es la fiesta del gozo puro, de
la esperanza serena, de los deseos santos:, de los que parece como un reflejo
la solemnidad de vuestras bodas, queridos esposos, porque en el matrimonio
cristiano que habéis celebrado ante el Santo Altar, todo parece suscitar y
anunciar gozo, esperanza, deseos, propósitos. Para que estos sentimientos que
han alegrado y alegran vuestros corazones, sean profundamente sinceros y
durables, unidlos a los que os sugiere la gran festividad de mañana.
Sea
puro vuestro gozo, como el de los Apóstoles que se retiraron del monte de los
olivos[1], después de haber asistido a
la Gloriosa Ascensión del Señor, “cum, gaudio magno”[2] , con el corazón rebosante de
alegría por gloria de Jesús que coronaba su vida terrena con esta triunfal
entrada en el cielo: de alegría por su propia felicidad eterna que entreveían
en el triunfo del divino Maestro.
Sobre estos motivos, amadísimos
hijos, debe fundarse vuestro gozo para ser verdadero y puro: y así como aquéllos
no pueden jamás disminuir, tampoco vuestra alegría estará sujeta a las
mutaciones de los goces efímeros que el mundo promete: “Pacem meam do vobis:
non quomodo mundus dat, Ego vo vobis”[3], había dicho Jesús.
El gozo de aquel día se perpetúa
y se dilata en los corazones de los fieles de Cristo, porque se sostiene en la
más segura esperanza: “Yo voy al cielo a preparar el puesto para vosotros”[4] , dijo el mismo Señor
nuestro: y añadía: “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá
sobre vosotros”[5]. Promesas magníficas; la
promesa del cielo y la promesa de la efusión de las gracias del Espíritu Santo.
Todo esto debe animar vuestra fe, alimentar y robustecer vuestra esperanza,
elevar vuestros pensamientos y vuestros deseos. Ésta es la oración de la
Iglesia en la Sagrada Liturgia. “Dios omnipotente nos conceda que, así como
creemos que este día subió el Redentor al cielo, también nosotros vivamos en
espíritu entre las cosas celestiales”, y también: “entre las vicisitudes mudables
de la vida terrena, estén fijos nuestros corazones allí donde únicamente se
encuentran los verdaderos gozos: “inter mundanas varietates ibi nostra fixa
sint corda, ubi vera sunt gaudia”[6].
Y Nos os bendecimos, queridos
esposos, en nombre de aquel Jesús que bendijo a los Apóstoles y a los primeros
discípulos mientras subía al cielo, “dum benediceret illis recessit ab eis
et ferebatur in coelum”[7].
FUNDADORES DE NUEVAS FAMILIAS
24 de Mayo de 1939. (DR. 1, 1317.)
6. Nos
sentimos verdaderamente contentos y profundamente conmovidos al ver que habéis
venido a Nos, queridos esposos, después que en. la bendición nupcial habéis
santificado y consagrado vuestro afecto, y habéis depositado a los pies del
altar la promesa de una vida cada vez más intensamente cristiana. Porque de
ahora en adelante debéis sentiros doblemente obligados a vivir como verdaderos
cristianos: Dios quiere que los esposos sean cónyuges cristianos y padres
cristianos.
Hasta ayer habéis sido hijos de familia sujetos a los
deberes propios de los hijos: pero desde el instante de vuestro matrimonio
habéis venido a ser fundadores de nuevas familias: de tantas familias cuantas son
las parejas de esposos que Nos rodean.
Nuevas
familias destinadas a alimentar la sociedad civil con buenos ciudadanos, que
procuren solícitamente a la sociedad misma aquella salvación y aquella
seguridad de las que quizás nunca se ha sentido tan necesitada como ahora:
destinadas igualmente a alimentar la Iglesia de Jesucristo, porque es de las
nuevas familias de donde la Iglesia espera nuevos hijos de Dios, obedientes a
sus santísimas leyes: destinadas, en fin, a preparar nuevos ciudadanos para
la patria celeste, cuando termine esta vida temporal.
Pero
todos estos grandes bienes, que en el nuevo estado de vida estáis llamados a
producir, solamente podréis prometéroslos sí vivís como esposos. y padres cristianos.
Vivir
cristianamente en el matrimonio significa cumplir con fidelidad, además de
todos los deberes comunes a todo cristiano y a todo hijo de la Iglesia
Católica, las obligaciones propias del estado conyugal. El Apóstol San Pablo,
escribiendo a los primeros esposos cristianos de Efeso, ponía de relieve sus
mutuos deberes, y les exhortaba enérgicamente de este modo: “Esposas, estad
sujetas a vuestros maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la
esposa, como Cristo es cabeza de la Iglesia”[1]. “Esposos, amad a vuestras
mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y dió su vida por ella”[2]. “Y vosotros, oh padres”,
continuaba el Apóstol, “no provoquéis a ira a vuestros hijos: antes educadlos
en la disciplina y en las enseñanzas del Señor”[3].
Al recordaros, amados esposos,
la observancia de estos deberes, os auguramos toda clase de bienes: y os impartimos
aquella bendición que habéis venido a pedir al Vicario de Cristo, y que
deseamos descienda copiosa tanto sobre las familias de que procedéis cuanto
sobre las nuevas a las que dais principio.
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