“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”Blas Pascal

sábado, 1 de octubre de 2011

ORÍGENES DEL MONACATO - MONACATO ORIENTAL EN SIRIA - -SIRIA, CUNA DEL ANACORETISMO 2da Parte

1)              San Antonio y los orígenes de la vida 
                           anacorética

 


            El período que podemos considerar de los orígenes del monacato o monacato primitivo abarca un siglo delimitado por dos fechas y dos personajes que creemos son fundamentales: San Antonio Abad, nacido el 251, que a los dieciocho años decidió abrazar la vida anacorética y al que con todo motivo se le puede considerar su fundador —la figura de Pablo el Ermitaño que le había precedido en algunos años parece ser una creación literaria de San Jerónimo que con su Vita habría querido competir con la Vita de San Antonio escrita por San Atanasio— y San Basilio de Cesarea, quien hacia el 358 decidió optar por la vida monástica y murió como obispo de su ciudad el 378. Entre ambos se sitúa cronológicamente la obra de San Pacomio, otro egipcio como San Antonio, que implantó el cenobitismo o vida anacorética en comunidad. Resulta obvio que este siglo, que separa los inicios de la actividad de san Antonio y la de san Basilio y conoce el desarrollo del cenobitismo pacomiano, es el siglo en el que se producen el conjunto de transformaciones que caracterizaron el fin del mundo antiguo. No pretendemos establecer una relación de causa-efecto entre el surgir del monacato y las transformaciones sociales de la época, pero sí creemos que el monacato es uno de los fenómenos que mejor reflejan las profundas convulsiones del periodo y que mejor nos puede ayudar a comprender la historia del momento.

            Son muchos los estudiosos que a la hora de analizar históricamente el monacato lo han atribuido a un impulso religioso interior que habría lanzado a muchos hombres y mujeres de la época a la búsqueda de Dios en el desierto. Interpretaciones como ésta, aparte de situar lo religioso en un ámbito etéreo, desgajado de la realidad social, no dicen absolutamente nada. El hombre antiguo, y muy especialmente el hombre de los primeros siglos, era un hombre eminentemente religioso y la religión invadía todas las esferas de su vida, de sus ideas y de sus sentimientos. Lo que realmente tiene que plantearse el historiador es por qué tan gran número de personas optó a partir de la segunda mitad del siglo III por la vida ascética, el anacoretismo y el monacato para satisfacer sus creencias religiosas y sus sentimientos vitales. Tampoco sirve como explicación el ver en ello el producto de un deseo y de una necesidad interior de ascetismo cristiano. El cristianismo hacía mucho tiempo que estaba difundido entre estos mismos ambientes y no había dado lugar de modo generalizado a estas manifestaciones, por lo que no creemos que el monacato constituya algo consustancial con el cristianismo. Creemos, por el contrario, que para comprender el monacato como fenómeno histórico hay que situarlo en sus circunstancias históricas concretas y determinadas pues, como ha escrito recientemente un joven historiador español a propósito del monacato hispano, «todos los estudios que, implícita o explícitamente, nos muestren la historia del monacato hispano tardo-antiguo movida por resortes propios, y ajenos a la realidad social, económica y política del reino visigodo están ofreciendo una imagen deformada de este fenómeno».

            El monacato surge, efectivamente, en la segunda mitad del siglo III en Egipto bajo la forma de anacoretismo y su símbolo más representativo fue San Antonio. El hablar de S.Antonio como «padre» del monacato cristiano en su forma anacorética no quiere decir que fuese el primer anacoreta —su mismo biógrafo señala que cuando recibió la llamada divina optó por imitar a otros anacoretas ancianos—, ni que desarrollara personalmente una labor de difusión y predicación del anacoretismo. Significa únicamente que, desde el punto de vista histórico, se convirtió en un símbolo de esta primera forma de monacato por la enorme popularidad que en la segunda mitad del siglo IV alcanzó su biografía escrita por San Atanasio y que, debido a su gran longevidad (aprox. 250-356), su vida coincidió con la época en que el anacoretismo se convirtió en un fenómeno de masas en Egipto y en otros países. Es, por tanto, en el Egipto de finales del siglo III y comienzos del IV donde hay que buscar la explicación del fenómeno, al margen de la existencia de formas similares de anacoretismo en otros lugares, especialmente en Oriente.

            Egipto constituyó siempre un país con unas estructuras políticas, económicas y sociales peculiares que lo diferenciaron claramente de las restantes regiones. La específica organización administrativa de que le dotó Roma tras su incorporación al Imperio fue un reconocimiento de esta realidad. En un mundo dominado por una civilización urbana, Egipto continuó siendo durante toda la época romana un país rural, con pocas ciudades y de escasa importancia, a excepción de Alejandría, una de las ciudades más importantes del mundo mediterráneo, que constituía una especie de isla urbana, multilingüe y multirracial, en un contexto rural. A su vez, el cristianismo se configuró desde sus orígenes como una religión urbana que se integró perfectamente en la civilización urbana predominante, al menos en sus manifestaciones ortodoxas que dieron origen a la «Gran Iglesia». Se explica así que también el cristianismo egipcio presentase desde sus inicios unos caracteres peculiares y que la historia de la Iglesia de Egipto se mantuviese siempre bastante al margen de las corrientes dominantes en el resto del Imperio. Ya en sus inicios parece que el cristianismo egipcio tuvo unos orígenes «heterodoxos», muy influidos de gnosticismo. Sólo en la segunda mitad del siglo II la Iglesia egipcia se integró en la «Gran Iglesia» y esta integración se realizó fundamentalmente en Alejandría, donde en el siglo III destaca la enorme tarea llevada a cabo por San Clemente de Alejandría y Orígenes. En el resto del país parece que siguieron su evolución autónoma otras corrientes cristianas paralelas de carácter más o menos heterodoxo. El hecho de que la lengua predominante en estas comunidades rurales cristianas fuese el copto frente al griego dominante en Alejandría fue uno de los factores que facilitaron este desarrollo paralelo.

            Es en este contexto donde se difunden a mediados del siglo III las formas de ascetismo monástico. Lo que caracteriza a éste es una ruptura total con el mundo y con sus esquemas de valores basados en la civilización urbana y que en gran medida habían sido asimilados por el cristianismo oficial. Esta ruptura toma la forma de retirada del mundo para dedicarse a una vida de profundo ascetismo en el desierto. El nombre que adopta, anakhoresis, es un término con el que se designaba desde la época de los faraones a un fenómeno de tipo político-administrativo muy generalizado: la huida de los campesinos de su lugar de residencia a otra aldea, a un templo, al desierto o a las zonas pantanosas del delta para escapar de la opresión fiscal, del servicio militar o de otras obligaciones. En época imperial romana está ampliamente atestiguado el fenómeno entre personas desarraigadas, deudores, bandidos o descontentos en general con el orden social imperante. La anakhoresis era una forma de protesta y, muchas veces, era la única salida que les quedaba a estos desarraigados.

            De modo similar, los anakhoretai cristianos, cuando optan por la retirada al desierto, no sólo rompen los lazos que les unían con su familia, con su aldea o ciudad, sino también con la organización eclesiástica imperante. Los anacoretas optan por una búsqueda directa de Dios, sin intermediarios de ningún tipo, Iglesia incluida. Basándose, como dice de San Antonio su biógrafo, en la recomendación evangélica «si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigueme» tomaron éste como el precepto supremo y la base de la auténtica concepción cristiana. No resulta, por tanto, extraño, que el anacoretismo y otras formas de monacato fueran vistas, como más adelante veremos, con recelo e incluso con abierta hostilidad durante mucho tiempo por las autoridades eclesiásticas y las civiles.

            El paralelismo y la influencia de la anakhoresis político-administrativa con la cristiana es evidente, aunque no es la explicación única del fenómeno. Lo realmente sorprendente, e históricamente significativo, de la anakhoresiscristiana, es su irrupción en un momento determinado y preciso de la historia del Imperio y sobre todo su carácter masivo. No existen cifras fiables sobre el número de anacoretas que invadieron los desiertos egipcios a partir del siglo III, pues las fuentes antiguas no concuerdan y son poco fiables en este aspecto y los estudiosos modernos han llegado a conclusiones muy dispares. Pero de todas las fuentes se deduce claramente que el fenómeno alcanzó un carácter masivo, y que los monjes anacoretas se podían contar por miles en el siglo IV.

            También en este aspecto se ha querido establecer un paralelismo con el anacoretismo político-administrativo. Las fuentes contemporáneas, especialmente los papiros, parecen reflejar un agravamiento de la situación económica de Egipto en la segunda mitad del siglo III, que debió tener una especial incidencia en los ambientes campesinos. Incluso algunos autores han sugerido la existencia entre los siglos III y IV de una profunda crisis de la comunidad egipcia de aldea que tendría su reflejo no sólo en los grupos sociales más desfavorecidos, los campesinos o fedayhin egipcios, sino también en la pérdida correlativa de representatividad de sus grupos sociales hegemónicos, las pequeñas oligarquías municipales y sus representantes en el seno de los consejos municipales. En este contexto se ha podido hablar de la confluencia con una anakhoresis desde abajo, de otra anakhoresis desde arriba con el abandono de sus obligaciones por parte de las clases dirigentes en el seno de esta sociedad rural y campesina. Coincidiendo con esta situación de crisis que había caracterizado al Egipto de esta época se habría llevado a cabo la reconducción del cristianismo egipcio hacia el cristianismo dominante en el Imperio, Además, este proceso fue contemporáneo con la integración creciente de la Iglesia oficial en las estructuras políticas, sociales y culturales imperantes, facilitada por el largo período de paz que vivió ésta tras las persecuciones de Decio y Valeriano y uno de cuyos pioneros había sido medio siglo antes precisamente San Clemente de Alejandría, representante de la Iglesia urbana de Alejandría.

            Es fácil deducir que en los ambientes cristianos del campesinado egipcio donde debían ser predominantes las concepciones del cristianismo carismático con influencia de tipo gnóstico, encratista y ascético en general, sobre el cristianismo institucional representado por la «Gran Iglesia», esto debió de producir un distanciamiento respecto a una concepción cristiana que concebía la salvación en el marco de una Iglesia cada vez más institucional y, por tanto, más integrada en las estructuras políticas dominantes. Se explica así que en una época de inseguridad económica, de ruptura de lazos entre los campesinos y su comunidad, muchos de estos cristianos imbuidos de una profunda religiosidad tradicional, que habían encontrado su expresión en las formas de cristianismo carismático de los primeros siglos, buscasen una salida personal e individualista a sus inquietudes al margen de la sociedad que les rodeaba. Estas tendencias debieron verse acentuadas a comienzos del siglo IV al desencadenarse la persecución de Diocleciano y sus sucesores, que en Egipto alcanzaron una especial violencia. El desierto, ya poblado de anacoretas, fue la salida más cómoda para muchos cristianos de las aldeas y de las ciudades, incluida Alejandría, que rehuían a las autoridades romanas.

            El período que siguió a las persecuciones, con la aceptación del cristianismo por Constantino y la integración definitiva de la Iglesia en la sociedad y el abandono de muchos de los postulados y principios en que el cristianismo se había basado hasta entonces, debió acelerar e intensificar el proceso. El anacoretismo se convirtió en una forma de rebelión y de protesta social y religiosa y el ejemplo se trasplantó a otros muchos lugares del Imperio. Pero nunca fue un movimiento organizado. Era el tiempo del individualismo, de la protesta individual, que no aspiraba a transformar ni a crear algo nuevo que reemplazase aquello de lo que se huía. Representó la concepción del cristianismo como salvación del individuo frente a una concepción social, en grupo, urbana y civilizada defendida por ejemplo en san Pablo y su idea del «cuerpo místico». El anacoreta lucha solo y los enemigos que tiene que vencer son enemigos personales, el cuerpo y su expresión más cuajada, la sexualidad, y el demonio. Para él no existe el concepto de pecado social, todos los pecados son individuales.

            Un movimiento espontáneo, desorganizado, sin control de ningún tipo como éste tenía que dar lugar a todo tipo de excesos, abusos y degeneraciones. Es indudable que la mayoría de los que se retiraban al desierto lo hacían llevados de un ansia espiritual auténtica que buscaba el encuentro inmediato con lo divino. Pero aislado de todo, encerrado en su gruta o en una vieja tumba saqueada, sin más contacto que con el sol ardiente y el desierto, la mente del eremita caía en las más extrañas elucubraciones que, tanto ellos como la literatura de la época, atribuyen al demonio, y en prácticas aberrantes. Por otra parte, en su retiro se encontraba con frecuencia con los otros «anacoretas» que huían por motivos no tan religiosos: bandoleros, asesinos, prófugos del ejército convivían con frecuencia con estos monjes y muchas veces eran convertidos a la búsqueda religiosa. Si el desierto era un lugar óptimo para encontrar a Dios, también estaba expuesto a toda clase de peligros. No extraña que las mismas fuentes antiguas que exaltaban los méritos y hazañas ascéticas de estos «santos», no oculten tampoco con frecuencia sus caídas. La literatura hagiográfica es, a este respecto, una descripción de las más altas hazañas de que es capaz la naturaleza y de las más bajas caídas y las más extrañas aberraciones, más humanas éstas que aquéllas".

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