Si la salmodia y la lectura espiritual jugaban un papel importante en la vida
de los monjes, la espiritualidad sacramental parece haber estado un poco descuidada. Al menos esto es lo que se deduce de los escritos de Teodoreto y de San Juan Crisóstomo. El hecho de vivir solos, propensos a un radicalismo de huida de la sociedad, les separaba naturalmente de la Iglesia visible y de sus sacramentos. Sabemos por San Juan Crisóstomo que había ascetas en Siria que recibían la comunión una vez al año, otros una vez cada dos años. Algunos solitarios no sacerdotes recurrían a los buenos oficios de un sacerdote para recibir la eucaristía de vez en cuando. Así, el arcipreste Basos tenía el oficio de visitar a los anacoretas de la región de Jebel Semaán para administrarles la comunión pascual.
En una ocasión el obispo de Ciro celebró la misa en el eremitorio de Maris de Omero. Como en la habitación del recluso no había altar, ni vasos sagrados, el obispo hizo traer éstos de una iglesia próxima y celebró el santo sacrificio sobre las manos extendidas de los diáconos. El recluso recibió la comunión y fue invadido de tal alegría que confesaba no haberla recibido igual en su vida.
Respecto a los estilitas situados sobre las columnas, no era fácil llegar hasta ellos para administrarles la comunión. Había quien se servia de un copón atado a una cuerda. El estilita tiraba de ésta, subía el copón a la plataforma y con sus manos recibía las especies eucarísticas.
Había también anacoretas que no recurrían al ministerio de un sacerdote para recibir los sacramentos. Cabe preguntarse ¿se privaban voluntariamente de los sacramentos? o, más bien, ¿guardaban la eucaristía en sus reclusorios?
Sabemos que en Egipto había solitarios que guardaban el pan eucarístico en sus cabañas. El mismo uso regía en Capadocia, ya que san Basilio nos dice:
«Todos los monjes que viven en soledad, en donde no hay sacerdote, conservan la comunión en sus retiros y la reciben de sus propias manos».
En Siria parece existía este mismo uso, ya que la Regla de Jacobo de Edesa condena algunos abusos de estilistas, por ejemplo de aquellos que guardaban por mucho tiempo la eucaristía sobre sus columnas.
De otros solitarios sabemos que iban, de vez en cuando, a la iglesia más próxima para participar en la liturgia. Macedonio seguía esta regla. El recluso Zenón «después de haber prestado oído atento a los sermones de los doctores y haber participado a la mesa eucarística, volvía a su reclusorio». La reclusa Domnina salía, una vez al día, para rezar en la iglesia parroquial.
Había solitarios que no necesitaban salir de sus eremitorios para recibir la eucaristía, ya que estaban revestidos de la dignidad sacerdotal. Estos celebraban el santo sacrificio en sus reclusorios.
Parece que hubo abusos, ya que un canon eclesiástico llama al orden a reclusos y estilitas y les prohibe ofrecer en privado el santo sacrificio, «excepto en caso de manifiesta necesidad o cuando no es posible recibir de otro modo la eucaristía».
El uso de conferir la ordenación sacerdotal a los anacoretas y cenobitas, era general en oriente a finales del siglo IV. Los reclusos Acepsimas y Salamanes recibieron la ordenación sacerdotal en sus reclusorios y es de suponer que celebraban allí los santos misterios.
Entre los ocho reclusos sirios que condenaron el triteísmo, hacia el año 570, seis se autocalifican de sacerdotes.
Los datos arqueológicos nos indican que el recluso de la torre de Zerzita era, probablemente, sacerdote, ya que en el primer piso de la torre hemos encontrado un baldaquino de piedra. El baldaquino supone, en la liturgia siríaca, la existencia de un altar. Por consiguiente, el recluso podía celebrar la misa sin salir de la torre.
Hemos observado en la torre de Kefr Kila un oratorio en el primer piso. En su muro este tiene grabada una cruz de la que cuelgan las letras griegas alfa y omega. A los dos lados de la cruz se ven sendos nichos. Pensamos que uno de ellos ha podido servir de sagrario para conservar las especies eucarísticas y el otro para colocar un icono de la Virgen, ya que la torre está dedicada a la Madre de Dios, según una inscripción siríaca en la misma pared.
Había solitarios que oponían seria resistencia a aceptar el sacerdocio. El recluso Marciano de Ciro rechazó la ordenación que Flaviano y cuatro obispos más querían conferirle.
En otra ocasión, el mismo Flaviano impuso las manos sobre el recluso Macedonio, cuando éste asistía a la misa dominical, y le ordenó sacerdote. El recluso, no hablando más que el siriaco, no había comprendido el significado de la ceremonia dicha en griego. Acabada la misa, alguien le explicó lo que había sucedido y Macedonio se desató en cólera. Víctima de una santa indignación, comenzó por injuriar a los allí presentes, «después tomando el bastón, ya que a causa de su edad lo empleaba como apoyo, se puso a perseguir al obispo y a los presentes», acusándoles de quererle sacar de su reclusorio. Después de muchos ruegos, sus amigos consiguieron calmarle.
Más dramática fue la ordenación del recluso Simeón de Bet Qiduna, siglo VIII. Los habitantes de Edesa, muerto su obispo diocesano, se dirigieron al eremitorio de Simeón, le sacaron por la fuerza de su retiro y lo presentaron al obispo Jorge. Este, sin consultarle, le ordenó obispo de Edesa y le impuso como primera obligación la residencia en la ciudad. El pobre ex-recluso apenas pudo aguantar un par de días. Decía que prefería morir crucificado a respirar el aire de las ciudades. Privados de obispo, los edesinos se dirigieron a la columna de Zacarías el Estilita. Le bajaron por la fuerza y le llevaron triunfalmente a Edesa, donde fue ordenado obispo de la ciudad.
Los raptos de solitarios para elevarles a la dignidad episcopal eran tan frecuentes en esa época, que había ascetas que se escondían, apenas oían la noticia de la muerte del obispo diocesano. No aparecían más que cuando había sido provista la sede vacante de titular.
Los solitarios egipcios eran, como los sirios, reacios a las dignidades eclesiásticas. Ammonios de Nitria, por ejemplo, para substraerse a la dignidad episcopal, no encontró otra salida que tomar las tijeras y cortarse la oreja izquierda. La falta de un miembro era una irregularidad para recibir las órdenes. Como el pueblo, que no comprendía de irregularidades, insistía para que se le ordenara obispo, el asceta le amenazó con recurrir por segunda vez a las tijeras y cortarse la lengua. Ante esta alternativa, el obispo Timoteo le dejó en paz.
Las dignidades eclesiásticas no encajaban con la humildad de nuestros ascetas y, sobre todo, les obligaban a salir de su pacífico retiro. ¡Oh beata solitudo!.
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