"Las Maravillas de la Gracia Divina"
Matthias Joseph Scheeben |
(PARTE I)
LIBRO PRIMERO
"LA ESENCIA DE LA GRACIA"
Capítulo I:
Del lamentable desprecio que los hombres hacen de la gracia
La gracia de Dios -objeto de este libro- es un destello de
la bondad divina que, viniendo del cielo al alma, la llena, hasta sus profundidades,
de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios;
se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija,
para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De
esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el
alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y recibe en herencia el
reino de su felicidad eterna.
Estas palabras, cada una de las cuales anuncia una nueva maravilla,
exceden con mucho el alcance de nuestra razón. Ni podemos extrañarnos de no
podernos formar una idea acerca de estos bienes, siendo así que los mismos
ángeles, aun poseyéndolos, apenas pueden apreciar su valor. Fijas sus miradas
en el trono de la misericordia divina, no pueden hacer otra cosa que adorar con
el más profundo respeto, si es que no se asombran otro tanto al considerar
nuestra locura, al ver que tan poco estimamos la gracia de Dios y somos tan
negligentes para procurarla, como fáciles para rechazarla. Lloran nuestro
infortunio cuando por el pecado perdemos esta dignidad celeste a la que Dios
nos había elevado. Estábamos sobre los ángeles y ahora nos encontramos en el
fondo del abismo, entre las bestias y los demonios. ¡Cómo estaremos de
endurecidos, insensatos, que apenas lo sentimos!
Enseña el Ángel de la Escuela que el mundo entero, con todo
lo que contiene, a los ojos divinos tiene menos valor que un solo hombre en
estado de gracia[1].
San Agustín va más lejos y afirma que el cielo y todos los coros de ángeles no
pueden comparársele[2].
El hombre debiera estar más reconocido a Dios por la menor gracia que si
recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos
celestiales. ¿Cómo no ha de aventajar entonces la gracia a todos los bienes de
la tierra?
A pesar de todo, se le prefiere cualquiera de estos bienes y
se la canjea, ¡sacrilegio horrendo!, con los más abominables; se juega con
ella, se burla de ella.
No se avergüenzan los hombres de sacrificar a la ligera esta
plenitud de bienes que Dios nos ofrece a una consigo mismo, ¡y todo por no
tenerse que privar de· una· mirada impura! Más insensatos que Esaú, venden su
herencia por el miserable goce de un instante. ¡Y eso que sobrepujaba en valor
a todo el mundo!
“Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo”[3].
¿Quién sería tan temerario e insensato que, para procurarse
un breve deleite, hiciera desaparecer el sol del mundo, y decretara la caída de
las estrellas e introdujera la confusión en todos los elementos? ¿Quién osaría
sacrificar todo el mundo a un capricho, a una codicia? ¿Qué supone la pérdida
del mundo en comparación de la pérdida de la gracia? ¡Y pensar que esto se
lleva a cabo con tanta facilidad y frecuencia! Tal hecho acontece, no digo a
diario, sino a cada instante y en muchísimos hombres. ¿Cuántos son los que se
esfuerzan por impedirlo sea en sí mismos, sea en otros? ¿Cuántos los que se
entristecen y lloran por ello?
Nos estremecemos cuando se oscurece el sol por un instante,
cuando un terremoto devasta una ciudad, cuando una epidemia siega a hombres y
animales. Sin embargo se da algo mucho más terrible y más triste, que se repite
a diario sin que nos conmovamos: el que tantos hombres pierdan de continuo la
gracia de Dios y desprecien las ocasiones más favorables de procurarla y
acrecentarla.
Temblaba Elías ante la conmoción de la montaña[4]; el profeta
Jeremías estaba inconsolable en vista de la destrucción de la ciudad santa; el
derrumbe del bienestar de Job sumergió a sus amigos, durante siete días, en un
dolor mudo. ¡Lloremos nuestra desdicha! Nunca será suficientemente intenso
nuestro duelo, si hemos llegado a destruir en nuestra alma el paraíso de la
gracia. Pues en tal caso, perdemos el reflejo de la naturaleza divina; nos
privamos de la reina de las virtudes, la caridad, con todos los efectos sobrenaturales;
arrojamos de nosotros los dones del Espíritu Santo y al mismo huésped
celestial; rechazamos· nuestra filiación divina, las ventajas de la amistad de
Dios, el derecho a su herencia, el fruto de los sacramentos y de nuestros méritos;
en una palabra, desechamos a Dios, el cielo, la gracia con todos sus tesoros.
El alma que pierde la gracia puede aplicarse a sí propia la
lamentación de Jeremías sobre Jerusalén: “¿Cómo el Señor, en su cólera, ha
cubierto de una nube a la hija de Sión? Ha precipitado del cielo sobre la
tierra la magnificencia de Israel; en el día de su cólera no se acordó del escabel
de sus pies. El Señor ha destruido sin piedad la morada espléndida de Jacob”[5]. ¿Dónde
encontrar a quien reflexione en su infortunio, al que se lamente, al que se
ponga en guardia contra nuevos pecados? “Toda la tierra fue cubierta de
destrucción, porque no se encontró una persona que se inquietara[6].
Salta a la vista que amamos poco nuestra verdadera dicha y
que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros
que nos ofrece. Obramos como aquellos Israelitas a los que Dios quería sacar de
la esclavitud de Egipto y del árido desierto, para llevarlos a un país en el
que fluían leche y miel. Despreciaron este don inmerecido; desdeñaron hasta la
mano que Dios les tendía en el camino, le volvieron las espaldas y ansiaron
nuevamente “las ollas de carne de Egipto”[7]. La
tierra de promisión era una imagen del cielo, prometido por Dios a sus
elegidos; el maná significaba la gracia de que debemos alimentamos y tomar
fuerzas en el camino de la patria celestial. Si ya entonces “levantó Dios su
mano vengadora contra los que despreciaban un país tan bello, tan apetecible, y
los hizo perecer en el desierto”[8], ¿cuál
será el precio que deberemos pagar nosotros por haber despreciado el cielo y la
gracia?
Causa de este deplorable menosprecio es que nuestros
sentidos nos dan una idea demasiado alta de los bienes perecederos, y nuestro
conocimiento de los bienes eternos es sobrado superficial. Consideremos con más
atención estos dos extremos y procuremos reparar nuestro error. El aprecio de
los bienes celestiales aumentará en nosotros en la misma medida en que baje el
aprecio de los bienes terrenos[9].
Acerquémonos todo lo posible a esta fuente inagotable de la gracia divina; esas
riquezas robarán nuestra atención y harán que despreciemos los bienes de la
tierra. En esa forma, aprenderemos a estimarla. Aquél que venera y alaba la
gracia -dice san Juan Crisóstomo- la guardará y vigilará celosamente[10].
Comencemos, pues, con la ayuda de Dios, “la alabanza de la
gloria de su gracia”[11].
Dios todopoderoso y bueno, Padre de las luces y de las
misericordias, “de quien procede todo don”[12], “Tú
que, según el designio de tu voluntad nos has adoptado por la gracia, que desde
el principio del mundo escogiste y predestinaste para nosotros a tu Hijo, para
que como hijos tuyos seamos santos e inmaculados en tu presencia con un santo
amor”[13],
concédenos el espíritu de sabiduría y de revelación, aclara los ojos de nuestro
corazón, y así conoceremos “la esperanza de tu elección, las riquezas de la gloria
de tu herencia en tus santos”[14]. Dame
luz y fuerza, para que consiga no disminuir con mis palabras este don de la
gracia, por la cual tú arrancas a los hombres del polvo de su raza mortal y los
adoptas en tu divina familia.
Señor Jesucristo, Salvador Nuestro, Hijo de Dios vivo, por
tu sangre divina derramada para salvarnos y restituirnos la gracia, haz que
logre mostrar, según mis débiles fuerzas, el valor inestimable de esa gracia
comprada por ti a semejante precio.
Y tú, Espíritu supremo y santo, sello y prenda del divino
amor, huésped santificador de nuestra alma, por quien la gracia y la caridad se
derraman en nuestro corazón, tú que mediante tus siete dones las nutres y las
sostienes y que jamás das la gracia sin que te des a ti mismo, revélanos su esencia
y su valor inapreciable.
Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, haz que
pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos
tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu divino Hijo.
Santos ángeles, espíritus glorificados por el resplandor de
la gracia divina, y vosotras, almas santas, que pasasteis de este destierro al
seno del Padre celestial, todos cuantos allá arriba gozáis del fruto de la
gracia, ayudadme con vuestras plegarias para que, disipadas las nubes que
ocultan a mis ojos y a los ojos de los demás el sol de la gracia, luzca éste en
todo su brillo y, por su resplandor, despierte en nuestros corazones el amor y
la nostalgia de la vida imperecedera.